El honorable colegial (37 page)

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Authors: John Le Carré

BOOK: El honorable colegial
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—Quiere hablar sobre Lizzie, querido —dijo la señora Pelling, poniendo una bandeja para su marido—. Sé padre por una vez en tu vida.

—Le iría muy bien a usted su cama, de veras —dijo en un aparte el señor Pelling, alzando de nuevo el
Daily Telegraph.


Por esas amables palabras —dijo la señora Pelling, y soltó una carcajada. Consistió en dos notas, como un reclamo de ave, y no se proponía ser graciosa. Siguió un silencio incómodo.

La señora Pelling pasó a Smiley su taza de té. Smiley la cogió y habló luego a la parte de atrás del periódico del señor Pelling.

—Caballero, una importante empresa extranjera está considerando a su hija Elizabeth para un cargo importante. Y ha pedido confidencialmente a mi empresa (es un trámite normal, pero muy necesarios en estos tiempos) que contacte con amigos y parientes suyos en este país y obtenga referencias sobre su carácter.

—Esos somos
nosotros,
querido —explicó la señora Pelling, por si su marido no había entendido.

El periódico descendió bruscamente.

—¿Sugiere usted acaso que mi hija tiene mal carácter? ¿Es lo que viene usted a decirme a mi casa, mientras bebe mi té?

—No, caballero —dijo Smiley.

—No, caballero —dijo la señora Pelling, sin propósito de ayudar.

Siguió un largo silencio que Smiley no se dio mucha prisa en romper.

—Señor Pelling —dijo al fin, en tono firme y paciente—. Tengo entendido que trabajó usted muchos años en Correos, y que llegó a ocupar un cargo importante.

—Muchos,
muchos
años —confirmó la señora Pelling.

—Trabajé —dijo el señor Pelling, otra vez detrás del periódico—. Se habla demasiado en este mundo. Y no se trabaja bastante.

—¿Admitió usted a delincuentes en su departamento?

El periódico retembló y se inmovilizó luego.

—¿O a comunistas? —dijo Smiley, con el mismo sosiego.

—Cuando lo hicimos nos libramos en seguida de ellos —dijo el señor Pelling, y ésta vez el periódico se quedó abajo. La señora Pelling chasqueó los dedos.


Así
—dijo.

—Señor Pelling —continuó Smiley, en el mismo tono confidencial—, el cargo para el que se está considerando la candidatura de su hija es para una de las empresas más importantes de Oriente. Se especializará en transporte aéreo y por su trabajo conocerá de antemano todos los embarques importantes de oro que entren y salgan de este país, así como el movimiento de correos diplomáticos y correspondencia secreta. La remuneración es muy elevada. Me parece, pues, razonable, y supongo que también se lo parecerá a usted, el que su hija pase por las mismas formalidades que cualquier otro candidato a un puesto de tanta responsabilidad y tan deseable.

—¿Para quién trabaja
usted? —
dijo el señor Pelling—. Eso es lo que yo quiero saber. ¿Quién me dice a mí que
es usted
de fiar?

—Nunc —rogó la señora Pelling—. ¿Quién dice que lo sea nadie?

—¡No me llames
Nunc
! Dale un poco más de té. Tú eres la anfitriona, ¿no? Pues actúa como una anfitriona. Ya era hora de que recompensaran a Lizzie y he de decir que estoy francamente irritado porque no haya ocurrido esto antes, debiéndole lo que le deben.

El señor Pelling reanudó el examen de la impresionante tarjeta verde de Smiley.

—«Corresponsales en Asia, Estados Unidos y Oriente Medio.» Colegas de pluma, supongo que son. Sede central en South Molton Street. Cualquier aclaración por teléfono bla bla bla. ¿Y con quién hablaré, entonces? Supongo que con su compañero de delito.

—Si es en South Molton Street,
debe
ser una cosa seria —dijo la señora Pelling.

—Autoridad sin responsabilidad —masculló el señor Pelling, marcando el número.

Hablaba como si alguien le estuviese tapándole las narices.

—Lo siento, pero es algo que no va conmigo.


Con
responsabilidad —corrigió Smiley—. Nosotros, como empresa, nos comprometemos a indemnizar a nuestros clientes por cualquier deshonestidad del personal que recomendamos. Nos aseguramos convenientemente, además.

El teléfono sonó cinco veces antes de que la centralita del Circus contestara, y Smiley rogó a Dios que no hubiese un lío.

—Póngame con el director administrativo —ordenó el señor Pelling—. ¡Me da igual que esté reunido! ¿No tiene nombre? ¿Bueno, qué pasa? Bien, dígale al señor Andrews Forbes—Lisle, que el señor Humphrey Pelling desea hablar personalmente con él. Ahora.

Larga espera. Bien hecho, pensó Smiley. Buen detalle.

—Le habla Pelling. Tengo aquí sentado frente a mí a un individuo que dice llamarse Oates. Bajo, gordo y preocupado. ¿Qué quiere usted que haga con él?

Smiley oyó en la lejanía el tono sonoro y castrense de Peter Guillam prácticamente ordenando a Pelling ponerse firme para hablar con él. Suavizado, el señor Pelling colgó.

—¿Sabe Lizzie que está usted hablando con nosotros? —preguntó.

—Se le caería la cabeza de risa si lo supiera —dijo su mujer.

—Puede que ni siquiera sepa que están considerando su candidatura para el cargo —dijo Smiley—. En estos tiempos, se tiende cada vez más a hacer la propuesta después de obtenido el visto bueno.

—Es por Lizzie, Nunc —le recordó la señora Pelling—. Ya sabes lo mucho que la quieres, aunque llevemos un año sin noticias suyas.

—¿Y no le escriben nunca ustedes? —preguntó Smiley, comprensivo.

—Ella no quiere —dijo la señora Pelling, mirando de reojo a su marido.

A Smiley se le escapó un levísimo gruñido. Podría haber sido de pesar, pero en realidad era de alivio.

—Dale más té —ordenó el marido—. Ya se lo ha zampado todo.

Luego, miró quisquilloso a Smiley de nuevo.

—Aún no estoy
seguro
de que no sea del servicio secreto, ni siquiera ahora —dijo—. No tiene pinta, desde luego, pero podría ser deliberado.

Smiley llevaba impresos. La imprenta del Circus los había fabricado la noche antes, con papel amarillo… lo que fue una suerte, pues resultó que en el mundo del señor Pelling, los impresos lo legitimaban todo, y el amarillo era el color más respetable. Así pues, los dos hombres trabajaron juntos como dos amigos haciendo un crucigrama, Smiley de pie junto al señor Pelling y éste haciendo el trabajo de pluma, mientras su mujer fumaba allí sentada mirando los descoloridos visillos, dando vueltas y vueltas a su anillo de boda. Anotaron la fecha y lugar de nacimiento: «Carretera arriba, en la Alexandra Nursing Home. La han derribado ya, ¿verdad, Cess? Lo han convertido en uno de esos bloques que son como helados.» Anotaron los datos relativos a estudios, y el señor Pelling expuso sus puntos de vista sobre tal materia:

—Nunca dejé que la tuvieran demasiado tiempo en un colegio, ¿verdad, Cess? Había que mantenerle el entendimiento despierto. Que no cayera en la rutina. Un cambio vale una vacación, le decía. ¿Verdad, Cess?

—Ha leído libros de pedagogía —dijo la señora Pelling.

—Nos casamos tarde —dijo él, como para explicar la presencia de ella.

—Queríamos que fuese actriz —dijo ella—. Él quería ser su representante, además.

El señor Pelling facilitó otros datos. Había habido una escuela de teatro y un curso de secretariado.

—Formación —dijo el señor Pelling—. Preparación, no estudios especializados, en eso creo yo. Aprender un poco de todo. Que sea una persona de mundo. Que tenga prestancia.

—Oh, sí, prestancia sí que tiene, sí —confirmó la señora Pelling, y con un clic de la garganta expulsó una gran bocanada del humo del cigarrillo —y mundo:

—¿Pero no llegó a
acabar sus
estudios de secretariado, ¿verdad? —preguntó Smiley, señalando el apartado—. Ni los de la escuela de teatro…

—No tenía por qué hacerlo —dijo el señor Pelling.

Pasaron a empleos anteriores. El señor Pelling enumeró media docena en la zona de Londres, todos con una diferencia de unos dieciocho meses.

—Asquerosos todos —dijo la señora Pelling muy satisfecha.

—Estaba buscando —dijo animosamente el marido—. Tanteando un poco antes de comprometerse. Yo le ayudé, ¿verdad, Cess? Todos la querían, pero yo no acepté.

Lanzó luego el brazo hacia su mujer, y añadió, gritando:

—¡Y no digas ahora que no valió la pena! ¡Aunque no se nos permita hablar de ello!

—Lo que más le gustaba era el ballet —dijo la señora Pelling—. Enseñar a los niños. Le
encantan
los niños. Le
encantan.

Esto enojó muchísimo al señor Pelling.

—Ella está haciendo una
carrera,
Cess —gritó, golpeando con el impreso en las rodillas—. Dios del cielo, esta mujer cretina, ¿acaso quieres que vuelva con él?

—Ahora, dígame, ¿qué estaba haciendo ella exactamente en el Oriente Medio? —preguntó Smiley.

—Seguía unos cursos. Unos cursos financieros. Aprendía árabe —dijo el señor Pelling, adoptando de pronto una visión amplia.

Ante la sorpresa de Smiley, se levantó incluso y, gesticulando imperiosamente, se puso a pasear por la habitación.

—Lo que la llevó allí en principio —dijo—, no me importa decírselo, fue un matrimonio desgraciado.

—Dios, Dios —dijo la señora Pelling.

De pie, el señor Pelling tenía una robustez prensil que le hacía formidable.

—Pero la recuperamos. Oh, sí. Su habitación sigue estando ahí dispuesta para cuando la quiera. Queda junto a la mía. Puede recurrir a mí en cualquier momento. Oh, sí. La ayudamos a salir de ese lío, ¿verdad que sí, Cess? Luego un día yo le dije…

—Vino con un profesor de inglés muy majo, de pelo rizado —interrumpió su esposa—. Andrew.

—Escocés —corrigió maquinalmente el señor Pelling.

—Andrew era un
buen chico,
pero a Nunc no le pareció gran cosa, ¿verdad, querido?

—No era bastante para ella. Todo aquel asunto del yoga. Columpiarse colgado del rabo, así lo llamo yo. Luego, un día, voy yo y le digo: «Lizzie: árabes. Ahí está tu futuro.»

Y chasqueó los dedos señalando a una hija imaginaria. Luego, añadió:

—«Petróleo. Dinero. Poder. Vas a irte allí. Haz el equipaje. Saca el billete. Vete.»

—Le pagó el viaje un club nocturno —dijo la señora Pelling—. Para meterla en un buen lío…

—¡No hubo tal cosa! —replicó el señor Pelling, encogiendo sus anchos hombros para gritarle, pero la señora Pelling siguió, como si él no estuviese.

—Contestó a un anuncio, sabe. Una mujer de Bradford con muy buenas palabras. Una alcahueta. «Se necesitan camareras; no es lo que usted piensa», decía. Le pagaron el pasaje del avión y en cuanto aterrizó en Bahrein le hicieron firmar un contrato en el que entregaba todo el sueldo por el alquiler del piso. Con eso la tenían cogida, ¿comprende? No podía ir a ninguna parte, ¿sabe? La Embajada no podía ayudarla, no podía ayudarla nadie. Ella es muy guapa, ¿sabe?

—Esta bruja deslenguada y estúpida. ¡Hablamos de una carrera! ¿Es que no la quieres, es que no quieres a tu propia hija? ¡Eres una madre desnaturalizada! ¡Ay Dios mío, Dios mío!

—Ha hecho su carrera

dijo la señora Pelling muy satisfecha—. La mejor del mundo.

El señor Pelling se volvió desesperado a Smiley.

—Ponga «trabajo de recepción y aprendizaje del idioma» y ponga…

—Quizás pudieran decirme ustedes —interrumpió suavemente Smiley, mientras se lamía el pulgar y pasaba página—, podría incluirse aquí… si ella ha tenido experiencia en la industria del transporte.

—Ponga —el señor Pelling cerró los puños y miró primero a su mujer, luego a Smiley, como dudando si continuar o no—. Ponga «Y trabajar para los servicios secretos británicos en una importante misión.» Confidencial. ¡Vamos! ¡Póngalo! Venga. Ahora ya está dicho.

Luego, se volvió a su esposa y masculló:

—Trabaja en seguridad, lo ha dicho, tiene derecho a saber, y ella tiene derecho a que se sepa. Una hija mía no será una heroína anónima si yo puedo impedirlo. ¡O no pagada! Conseguirá la medalla George, ya lo verás.

—Oh, vamos, no digas tonterías —dijo cansinamente la señora Pelling—. Eso no fue más que uno de sus
cuentos.
Lo sabes de sobra.

—¿Podríamos quizás abordar los temas uno a uno? —preguntó Smiley, con cortés indulgencia—. Creo que estábamos hablando de experiencia en la industria del transporte.

El señor Pelling se cogió la barbilla con el pulgar y el índice, en actitud de sabio pensativo.

—Su primera experiencia
comercial —
empezó caviloso—. Dirigiendo ella sola su propio negocio, ¿comprende? Cuando se organizó todo y empezó a funcionar y realmente empezó a rendir, aparte de la cuestión del servicio secreto, me refiero, empleando personal y manejando grandes cantidades de dinero en metálico, y desempeñando la responsabilidad de la que ella es capaz… fue en… ¿cómo lo pronuncias?

—Vien—tian —atronó su mujer.

—Capital de La—os —dijo el señor Pelling, pronunciándolo de modo que rimase con caos.

—¿Y cómo se llamaba la empresa, por favor? —preguntó Smiley, la pluma sobre el apartado correspondiente.

—Una empresa destiladora de licores —dijo engoladamente el señor Pelling—. Mi hija Elizabeth poseía y dirigía una de las principales destilerías de aquel país destrozado por la guerra.

—¿Y cómo se llamaba?

—Vendía barrilitos de whisky sin marca a los vagabundos norteamericanos —dijo la señora Pelling, mirando a la ventana—. Con una comisión del veinte por ciento. Compraban los barrilitos y los dejaban madurar en Escocia como inversión para venderlos luego.

—Dice usted
compraban
; ¿se refiere usted…? —preguntó Smiley.

—Luego, su amante fue y se largó con el dinero —dijo la señora Pelling—. Una estafa. Una buena estafa.

—¡Eso es un absoluto disparate! —bramó el señor Pelling—. Esta mujer está chiflada. No le haga caso.

—¿Y podría decirme cuál era su dirección en esa época? —preguntó Smiley.

—Ponga «representante» —dijo el señor Pelling, cabeceando desesperado, como si todo se descontrolase—. Representante de una empresa de licores y agente secreto.

—Vivía con un piloto —dijo la señora Pelling—. Chiquitín, le llamaba ella. De no ser por él, se habría muerto de hambre. Era encantador, pero le transformó la guerra. ¡Pues claro, es lo que pasa! Lo mismo que a
nuestros
muchachos, ¿verdad? Misiones noche tras noche, día tras día.

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