El honorable colegial (40 page)

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Authors: John Le Carré

BOOK: El honorable colegial
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—Bueno, el pequeño Nelson se asustaba hasta de las cucarachas. Esa fue la primera cosa, sí. Entonces no teníamos instalaciones sanitarias como es debido, naturalmente. Teníamos que mandarles al cobertizo y, ay Dios, aquellas cucarachas, ¡volaban por todas partes en aquel cobertizo, como balas! Nelson no quería ni acercarse allí. Su brazo iba curando bastante bien, comía ya como un gallito de pelea, pero el muchachito prefería contenerse durante días antes que entrar allí. Tu madre le prometía la luna si lo hacía. Daisy Fong le dio un palo y aún puedo ver su mirada, a veces te miraba y cerraba la mano buena y era como si te volviese de piedra, aquel Nelson era rebelde de nacimiento, sí. Luego, un día, nos asomamos a la ventana y allí estaban. Drake cogiendo al pequeño Nelson por el hombro, y conduciéndole hacia el cobertizo para acompañarle mientras hacía sus cosas. ¿Se ha fijado que caminan distinto los niños de las barcas? —preguntó con viveza, como si estuviera viéndoles en aquel momento—. Tienen las piernas arqueadas de vivir en las barcas.

De pronto, se abrió la puerta y apareció Doris con una bandeja de té recién hecho, que ruidosamente posó.

—Y cantando igual —dijo, y volvió a quedarse callado, mirando hacia el mar.

—¿Cantando himnos? —instó animosamente Connie, mirando hacia el bruñido piano con sus candelabros vacíos.

—Drake, canturreaba cualquier cosa siempre que tu madre se ponía al piano. Villancicos. «Hay una verde colina.» Drake era capaz de hacer cualquier cosa por tu madre, lo que fuese. Pero el pequeño Nelson, nunca le oí cantar ni una nota.

—Ya le oíste luego bastante —le recordó acremente Doris, pero él prefirió no oírlo.

—Tomaba la comida, la cena, pero ni decía amén siquiera. Tuvo una verdadera lucha con Dios desde el principio —se echó a reír de pronto muy animado—. Pero, yo siempre lo digo, esos son los verdaderos creyentes. Los otros son sólo corteses. Sin ese enfrentamiento no hay una verdadera conversión.

—Esos condenados del garaje —murmuró Doris, furiosa todavía por la llamada telefónica, mientras cortaba un trozo de torta de semillas.

—Un momento… su chófer es persona decente, supongo —exclamó el señor Hibbert—. ¿Les parece que salga Doris a decirle que entre? ¡Debe estar muñéndose de frío ahí fuera! ¡Tráele, vamos, Doris!

Pero antes de que ninguno de los dos pudiera contestar, el señor Hibbert había empezado a hablar de su guerra. No de la guerra de Drake ni de la de Nelson, sino de la suya, en descoyuntados retazos de gráfica memoria.

—Fue algo muy curioso, muchos pensaban que hacía falta que llegasen los japoneses. Para enseñarles lo que es bueno a esos chinos nacionalistas advenedizos. Y no digamos a los comunistas, claro. Y tardaron en darse cuenta, le advierto. Ni siquiera cuando empezaron los bombardeos se convencieron. Los establecimientos europeos cerraron, los taipans evacuaron a sus familias. El Club de Campo se convirtió en hospital. Pero aún había gente que decía «no hay que asustarse». Luego, un día,
bang,
se nos echaron encima, ¿verdad, Doris? Matando a tu madre de paso. No tenía fuerzas ya, la pobre, después de la tuberculosis. De todos modos, esos hermanos Ko estaban en mejores condiciones que la mayoría…

—¿Ah, sí?… ¿por qué? —preguntó Connie muy interesada.

—Conocían a Jesús y Él podía consolarles y guiarles, ¿no es cierto?

—Desde luego —dijo Connie.

—Qué duda cabe —canturreó di Salis, juntando dos dedos y tirando de ellos—.
Por supuesto
que sí —añadió untuosamente.

Así que con los nipones, como él les llamaba, la misión cerró y Daisy Fong llevó con su campanilla a los niños a unirse a las columnas de —refugiados que en carretones, autobuses o trenes, pero a pie sobre todo, tomaron la ruta de Shangjao y por último la de Chungking, donde habían instalado temporalmente su capital los nacionalistas de Chiang.

—No puede hablar mucho tiempo seguido —advirtió Doris en determinado momento, en un aparte a Connie—. Chochea.

—Oh, sí que puedo, querida —corrigió el señor Hibbert con una sonrisa afectuosa—. Ya he tenido mi cuota de vida. Puedo hacer lo que quiera.

Bebieron el té y hablaron del jardín, que había sido un problema desde que se habían instalado allí.

—Nos dijeron, cojan las de hojas plateadas que aguantan la sal, no sé, verdad, Doris, no parecen prender, verdad Doris.

El señor Hibbert vino a decir poco más o menos que desde la muerte de su esposa también había acabado su propia vida: estaba esperando ya el momento de reunirse con ella. Habían vivido una temporada en el norte. Después había trabajado una temporada en Londres, propagando la Biblia.

—Luego, nos vinimos al sur ¿verdad Doris? No sé bien por qué.

—Por el aire —dijo ella.

—Habrá una fiesta, ¿verdad? En Palacio… —preguntó el señor Hibbert—. Quizás Drake nos incluya como invitados. Te imaginas, Doris. A ti te gustaría. Una fiesta en los jardines reales. Sombreros.

—Pero volvieron ustedes a Shanghai —le recordó por fin Connie, moviendo sus papeles para que atendiese—. Los japoneses fueron derrotados, se liberó Shanghai y volvieron ustedes. Sin su esposa ya, claro, pero de todos modos volvieron.

—Oh sí, allá nos fuimos.

—Y vieron otra vez a los Ko. Volvieron a encontrarse y tuvieron una maravillosa charla, supongo. ¿Fue eso lo que pasó, señor Hibbert?

Pareció, por un momento, no haber captado la pregunta. Pero de pronto, en acción retardada, se echó a reír.

—Dios santo, sí, y por entonces eran, además, unos hombrecitos— ¡Eran ya unos mozos! Y andaban ya detrás de las chicas, excusa el comentario, Doris. Yo siempre dije que Drake se habría casado contigo, querida, si le hubieras dado alguna esperanza.

—Oh vamos, papá —murmuró Doris, hacia el suelo, ceñuda.

—Y Nelson, ay Dios mío. ¡Era el revolucionario! —tomaba el té a cucharadas, meticulosamente, como si estuviera alimentando a un pájaro—. «¿Dónde señora?», ésa fue su primera pregunta, la de Drake. Quería mucho a tu madre. «¿Dónde señora?» Había olvidado el inglés, y Nelson igual. Tuve que darles lecciones luego. Así que le expliqué. Él había visto muchas muertes ya por entonces, desde luego. Y le costó creerlo. «Señora muerta», le dije. No había más que decir. «Ha muerto, Drake, y está con Dios.» No le había visto llorar nunca ni volví a verle nunca después. Pero aquel día lloró. Le quise mucho por aquello. «Perdí dos madres», me dice. «Madre muerta, ahora señora muerta.» Rezamos por ella, ¿qué otra cosa podíamos hacer? El pequeño Nelson no lloraba ya ni rezaba. Él no. Nunca la quiso como Drake. No era nada personal. Pero era su enemiga. Todos lo éramos.

—¿A quién se refiere cuando dice todos, señor Hibbert? —preguntó di Salis, engatusador.

—Los europeos, los capitalistas, los misioneros: todos los que habíamos ido allí a por sus almas, o a por su trabajo o por su plata. Todos nosotros —repitió el señor Hibbert, sin la menor huella de rencor—. Explotadores, así nos veía. Era verdad, en cierto modo, además.

La conversación quedó colgando embarazosamente un instante, hasta que Connie volvió a hilvanarla con mucho cuidado.

—Así que, en fin, volvieron ustedes a abrir la misión y allí estuvieron hasta que llegaron los comunistas en el cuarenta y nueve, y durante esos cuatro años, por lo menos, pudieron velar paternalmente por Drake y Nelson. ¿Fue así, no, señor Hibbert? —preguntó, con la pluma preparada.

—Oh sí, volvimos a colgar la lámpara en la puerta. En el cuarenta y cinco estibamos entusiasmados, como todo el mundo. Había acabado la guerra, los japoneses habían perdido, los refugiados podían volver a sus hogares. Había alegría y abrazos por las calles. En fin, lo habitual en tales casos. Teníamos dinero, indemnización, supongo, una subvención. Volvió Daisy Fong, aunque no por mucho tiempo. Durante el primero o los dos primeros años, se mantuvieron las apariencias, pero ni siquiera eso, en realidad, ni eso siquiera. Estaríamos allí mientras Chiang—Kai—Chek pudiese gobernar… en fin, nunca fue muy capaz de hacerlo, ¿verdad? En el cuarenta y siete, ya teníamos a los comunistas en las calles… y en el cuarenta y nueve estaban instalados allí ya para quedarse. El Acuerdo Internacional había desaparecido hacía mucho, por supuesto, y también las concesiones, y fue una cosa buena. El resto llegó poco a poco. Había gente ciega, como siempre, que decía que el viejo Shanghai no moriría nunca, lo mismo que pasó cuando los japoneses. Shanghai había corrompido a los manchúes, decían; a los señores de la guerra, a la Kuomintang, a los japoneses, a los ingleses. Ahora corrompería a los comunistas. Se equivocaban, claro. Doris y yo… bueno, nosotros no creíamos en la corrupción, ¿verdad?, no creíamos que fuera una solución para los problemas de China, tu madre tampoco lo creía. Así que nos volvimos a casa.

—¿Y los Ko? —le recordó Connie, mientras Doris sacaba ruidosamente la labor de una bolsa parda de papel.

El viejo vaciló y esta vez quizás no fuera la senilidad lo que frenaba su narración, sino la duda.

—Bueno, sí —concedió, tras un intervalo inquietante—. Sí, aventuras raras sí tuvieron los dos, sí, de eso no cabe duda.


Aventuras —
repitió Doris furiosa, sin dejar la labor—. Destrozos y alborotos más bien.

La luz se pegaba ya al mar, pero dentro de la habitación agonizaba y el fuego de gas petardeaba como motor lejano.

Drake y Nelson, al escapar de Shanghai, quedaron separados varias veces, contó el viejo. Y se buscaron desesperados hasta encontrarse. Nelson, el joven, consiguió llegar hasta Chungking sin un rasguño, sobreviviendo al hambre, al agotamiento y a los infernales bombardeos aéreos en que murieron miles de personas. Pero a Drake, como era mayor, le alistaron en el ejército de Chiang, aunque Chiang no hacía más que escapar y correr con la esperanza de que los comunistas y japoneses se matasen entre sí.

—Removió cielo y tierra, Drake, intentando llegar al frente y preocupadísimo por Nelson. Y, por supuesto, Nelson, bueno, estaba en Chungking perdiendo el tiempo, verdad, entregado a sus lecturas ideológicas. Tenían allí hasta el
New China Daily,
me contó más tarde. Y publicado con permiso de Chiang ¡imagínese! Había unos cuantos más de sus mismas ideas allí, y se unieron y se dedicaron a estudiar cómo habría que organizar las cosas cuando terminara la guerra. Y por fin, gracias a Dios, terminó.

En 1945, dijo el señor Hibbert sencillamente, la separación de los dos hermanos concluyó por un milagro:

—Una posibilidad entre miles, eso fue, entre millones. La carretera estaba literalmente llena de ríos de camiones, carretas, soldados, cañones, todo hacia la costa, y allí estaba Drake corriendo arriba y abajo como un loco: «¿Habéis visto a mi hermano?»

El dramatismo del momento afectó de pronto al predicador que había en él y alzó más la voz.

—Y un tipejo sucio le puso a Drake la mano en el brazo. «Oye. Tú. Ko.» Como si estuviese pidiéndole fuego. «Tu hermano está dos camiones más atrás, hablando por los codos con una pandilla de hakkas comunistas.» Al momento estaban abrazados y Drake no perdió de vista a Nelson ya hasta que volvieron a Shanghai y ni siquiera entonces.

—Entonces fueron a verle a usted —sugirió afablemente Connie.

—Cuando Drake volvió a Shanghai, tenía una cosa en la cabeza y sólo una: el hermano Nelson tenía que estudiar. No había otra cosa en esta buena tierra de Dios que le interesase más a Drake que los estudios de Nelson.
Nada:
Nelson tenía que estudiar.

La mano del viejo golpeteó el brazo del asiento.


Uno
de los dos hermanos al menos tenía que terminar los estudios. ¡Oh, sí, Drake fue inflexible en eso! Y lo consiguió —dijo el viejo—. Drake lo consiguió. Tenía que conseguirlo. Era un muchacho muy listo ya por entonces. Tenía diecinueve años, más o menos, cuando volvió de la guerra. Nelson andaba por los diecisiete. Y trabajaba noche y día también… en sus estudios, claro. Lo mismo que Drake. Pero Drake trabajaba con su cuerpo.

—Era un delincuente —dijo Doris entre dientes—. Se metió en una banda y robaba. Cuando no andaba manoseándome a
mí.

No quedó claro si el señor Hibbert la había oído o si simplemente respondía a una objeción habitual de ella.

—Vamos, Doris, tienes que juzgar aquellas sociedades secretas con alguna perspectiva —corrigió—. Shanghai era una ciudad—estado. Dirigida por un puñado de príncipes comerciantes, barones ladrones y sujetos de peor calaña aún. No había sindicatos, ni ley ni orden. La vida era barata y dura. Y dudo que Hong Kong sea muy distinto hoy si rascas un poco la superficie. Algunos de aquellos supuestos caballeros ingleses habrían hecho parecer a los fabricantes de Lancashire un resplandeciente ejemplo de caridad cristiana, por comparación.

Una vez administrado el suave correctivo, volvió a Connie y a su narración. Connie le resultaba familiar: la dama arquetípica del primer banco: grande, atenta, de sombrero, escuchando indulgente sin perderse una sola palabra.

—Venían a tomar el té, ¿verdad?, a las cinco, los hermanos. Yo lo tenía todo listo, la comida en la mesa, la limonada que a ellos les gustaba, llamémosle soda. Drake venía de los muelles, Nelson de sus libros, y comían sin hablar apenas, y luego volvían al trabajo, ¿verdad, Doris? Desenterraron de no sé dónde a un héroe legendario, el estudiante Che Yin. Che Yin era tan pobre que tuvo que aprender a leer y a escribir él solo a la luz de las luciérnagas. Y ellos hablaban de que Nelson le emularía. «Vamos, Che Yin —le decía yo—, toma otro bollo para reponer fuerzas.» Se estaban un rato y volvían a marcharse. «Adiós, Che Yin, adiós.» Nelson de vez en cuando, si no tenía la boca demasiado llena, me soltaba un discurso político. ¡Dios santo, qué ideas tenía! Nada que pudiéramos haberle enseñado nosotros, se lo aseguro, no sabíamos tanto. El dinero raíz de todo mal, ¡bueno, eso no iba a negárselo! ¡Llevaba años predicándolo yo! Amor fraterno, solidaridad, la religión el opio de las masas, bueno, eso yo no podía aceptarlo. Pero lo del clericalismo, las mentiras del alto clero, el papismo, la idolatría… en fin, en eso no andaba muy descaminado tampoco, en mi opinión. También hablaba mal de nosotros los ingleses, pero, en fin, no es que no lo mereciésemos, desde luego.

—Pero eso no le impedía comerse tu comida, ¿verdad? —dijo Doris en otro aparte—. O abjurar de sus ideas religiosas. O destrozar la misión.

Pero el viejo se limitó a sonreír pacientemente.

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