El honorable colegial (85 page)

Read El honorable colegial Online

Authors: John Le Carré

BOOK: El honorable colegial
13.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Más explicaciones. Los primos tenían un hombre nuevo en Harvard, dijeron los caseros, cuando Connie acudió a verles en su silla de ruedas.

—¿Quién? —exigió, furiosa.

—Un profesor no sé cuantos, joven, un especialista en Moscú. Había convertido en
especialidad de su vida
el estudio del lado oscuro de Moscú Centro, dijeron y había publicado recientemente un trabajo, sólo para distribución privada, pero basado en archivos de la Compañía, en el que se refería al
principio del topo, e
incluso, en términos velados, al ejército privado de Karla.

—¡Claro, cómo no, el muy gusano! —masculló, entre amargas lágrimas de frustración—. Y todo lo sacó de los malditos informes de Connie, ¿verdad? Culpepper se llama el tipo, y sabe tanto de Karla como mi pie izquierdo…

Pero a los caseros no les conmovió lo más mínimo la comparación. Quien tenía el voto del nuevo comité era Culpepper y no Sachs.

—Ya veréis cuando vuelva George —les advirtió Connie con voz de trueno. La amenaza les dejó extrañamente impávidos.

A di Salís no le fue mejor. Los especialistas en China andaban a dos el penique en Langley, le dijeron. Un exceso de oferta en el mercado, amigo, lo siento. Pero son órdenes de Enderby, dijeron los caseros.

¿Enderby?,
repitió di Salís.

Del comité, dijeron ellos vagamente. Era una decisión conjunta.

Así que di Salis fue a reclamar a Lacon, a quien le gustaba creerse una especie de defensor público en tales cuestiones, y Lacon por su parte llevó a di Salis a comer, aunque pagaron la cuenta a medias porque Lacon no era partidario de que los funcionarios se convidasen unos a otros a costa del dinero de los contribuyentes.

—¿Qué es lo que sentís todos respecto a Enderby, dime? —le preguntó en determinado momento de la comida, interrumpiendo el quejumbroso monólogo de di Salis sobre sus conocimientos de los dialectos chiu—chow y hakka; el
sentimiento
estaba jugando un papel muy importante en aquel preciso momento—. ¿Encaja bien allí? Me pareció que a ti te gustaba su forma de enfocar las cosas. Es bastante firme, ¿no crees?

Firme
en el vocabulario de Whitehall de aquel periodo significaba halcón.

Di Salis volvió apresuradamente al Circus e informó de este sorprendente asunto a Connie Sachs (que era lo que Lacon quería, claro) y a partir de entonces, se vio muy poco a Connie. Se pasaba el tiempo preparando «el baúl», como ella decía. Es decir, preparando su archivo de Moscú Centro para la posteridad. Había un nuevo excavador joven que era su favorito, un jovencito lascivo pero servicial llamado Doolittle. Le hacía sentarse a sus pies y le impartía su sabiduría.

—El viejo orden se va —advertía a quien la escuchase—. Ese tipejo, Enderby, está engrasando la puerta trasera. Esto es un pogrom.

Al principio, la trataron con el mismo menosprecio de que fue objeto Noé cuando empezó a construir su arca. Mientras aún seguía entregada a su trabajo, Connie tuvo una charla secreta con Molly Meakin y la convenció para que dimitiese. «Diles a los caseros que estás buscando algo más satisfactorio, querida —le aconsejó, con muchos guiños y pellizcos—. Te darán un ascenso inmediatamente.»

Molly tenía miedo a que la cogieran por la palabra, pero Connie conocía el juego demasiado bien. Así que escribió la carta c inmediatamente la ordenaron que se quedase al terminar la jornada. Había ciertos cambios en el aire, le dijeron muy confidencialmente los caseros. Existía el propósito de crear un servicio más joven y más dinámico que tuviera unos lazos más estrechos con Whitehall. Molly prometió solemnemente reconsiderar su decisión y Connie Sachs reanudó su trabajo de empaquetado con nuevos bríos.

¿Pero dónde
estaba
George Smiley durante todo este tiempo? ¿En el Lejano Oriente? ¡No, en Washington! ¡Tonterías! Había vuelto a casa y estaba rumiando en el campo, en algún sitio (Cornualles era su zona favorita), tomándose un bien merecido descanso y arreglando sus asuntos con Ann.

Luego, uno de los caseros dejó caer que George podría estar
sufriendo un poco de agotamiento,
y esta frase produjo escalofríos a todos, pues hasta el más insignificante gnomo de la Sección Bancaria sabía que el agotamiento, como la vejez, era una enfermedad para la que sólo existía un remedio conocido, que no entrañaba recuperación.

Guillam volvió al fin, pero sólo para llevarse a Molly de permiso, y se negó a hacer comentarios. Los que le vieron en su rápido paso por la quinta planta dijeron que parecía muy deprimido y que era evidente que necesitaba un descanso. Parecía haber tenido también un accidente en la clavícula. Llevaba el brazo derecho en cabestrillo. Por los caseros se supo que había pasado un par de días al cuidado del matasanos del Circus en su clínica particular de Manchester Square. Pero seguía sin saberse nada de Smiley, y los caseros sólo mostraban una inflexible afabilidad cuando les preguntaban cuándo volvería. En estos casos, los caseros se convertían en la santa inquisición, temida pero indispensable. El retrato de Karla desapareció misteriosamente; según los enterados, se lo habían llevado para limpiarlo.

Lo que era extraño, y en cierto modo bastante terrible, era que ninguno de ellos pensó en dejarse caer por la casa de Bywater Street y sencillamente llamar al timbre. Si lo hubiesen hecho, habrían encontrado allí a Smiley, muy probablemente en bata, bien recogiendo platos o bien preparando comida que luego no comía. A veces, normalmente al oscurecer, salía a dar un solitario paseo por el parque y miraba a la gente como si medio la reconociese, de modo que la gente también le miraba a él, y luego bajaban la cabeza. O iba a sentarse en uno de los cafés baratos de King’s Road, con un libro por compañía y té dulce como refresco… pues había abandonado sus buenos propósitos de tomar sólo sacarina para rebajar la cintura. Se habrían dado cuenta de que se pasaba mucho tiempo mirándose las manos y limpiándose las gafas con la corbata, o leyendo la carta que le había dejado Ann, que era muy larga, pero sólo por las repeticiones.

Lacon iba a verle, y Enderby también, y en una ocasión les acompañó Martello, vestido de nuevo de acuerdo con su personaje londinense, pues todos estaban de acuerdo, y ninguno más sinceramente que Smiley, que en interés del servicio el traspaso debería hacerse con la mayor suavidad e inocuidad posible. Smiley hizo ciertas peticiones respecto al personal, que Lacon anotó meticulosamente, explicándole que la actitud de Hacienda hacia el Circus (sólo hacia el Circus) era, de momento, bastante generosa. En el mundo de los servicios secreto al menos, la esterlina estaba en alza. No era sólo el éxito del asunto Dolphin lo que explicaba este cambio de actitud, dijo Lacon. El entusiasmo de los norteamericanos por el nombramiento de Enderby había sido abrumador. Se había
sentido
incluso a los niveles diplomáticos más altos.
Aplauso espontáneo,
así es como lo describió Lacon.

—Saul sabe exactamente cómo hay que hablar con ellos —dijo.

—¿Ah sí? Bueno, bueno. Muy bien —dijo Smiley y cabeceó asintiendo, como hacen los sordos.

Ni siquiera cuando Enderby le confió a Smiley que se proponía nombrar a Sam Collins jefe de operaciones, mostró Smiley nada más que cortesía hacia la sugerencia. Sam era un
vivales,
explicó Enderby. Y lo que más les gustaba en Langley últimamente eran los
vivales.
El grupo de la camisa de seda estaba en alza, explicó.

—Sin duda —dijo Smiley.

Los dos hombres se mostraron de acuerdo en que Roddy Martindale, aunque tuviese bolsas de valor representativo, no estaba hecho a la medida del juego. En realidad, el viejo Roddy era
demasiado
raro, dijo Enderby, y al ministro le daba mucho miedo. Además, no se llevaba demasiado bien con los norteamericanos, ni siquiera con los que eran de su mismo estilo. Además, Enderby no quería coger más etonianos. No producían buena impresión.

Una semana después, los caseros abrieron el viejo despacho de Sam de la quinta planta y retiraron los muebles. El fantasma de Collins desaparecía para siempre, dijeron ciertas voces imprudentes con alivio. Luego, el lunes, llegó una mesa escritorio muy adornada, con cubierta de cuero rojo, y varios grabados de caza falsos procedentes de las paredes del club de Sam, que iba a ser adquirido por uno de los grandes sindicatos del juego, para satisfacción de todo el mundo.

Nadie volvió a ver al pequeño Fawn. Ni siquiera cuando revivieron varias de las estaciones exteriores de Londres más musculosas, ni siquiera los cazadores de cabelleras de Brixton a los que había pertenecido él antes, ni los faroleros de Acton, bajo las órdenes de Toby Esterhase. Pero nadie le echó de menos tampoco. Como Sam Collins, había intervenido en el asunto sin pertenecer nunca del todo a él. Pero, a diferencia de Sam, permaneció en la espesura cuando el asunto terminó y no volvió a reaparecer nunca.

Y sobre Sam Collins también, en su primer día de vuelta al trabajo, recayó la responsabilidad de comunicar la triste nueva de la muerte de Jerry. Lo hizo en la sala de juegos, sólo un pequeño discurso, muy sencillo, y todo el mundo admitió que lo había hecho muy bien. No le suponían capaz de aquello.

—Sólo para oídos de la quinta planta —les dijo.

Su público quedó sobrecogido; luego se sintió orgulloso. Connie lloró e intentó que se le considerara otra víctima más de Karla, pero la obligaron a volverse atrás en este punto por falta de información respecto a qué o quién le había matado. Fue en acto de servicio, dijeron, una muerte generosa.

Allá en Hong Kong, el Club de Corresponsales Extranjeros mostró al principio gran preocupación por sus hijos perdidos, Luke y Westerby. Gracias a la mucha presión que ejercieron sus miembros, se organizó, bajo la presidencia del siempre vigilante superintendente Rockhurst, una investigación confidencial en gran escala para resolver el doble enigma de su desaparición. Las autoridades prometieron plena difusión pública de cuanto se descubriese y el cónsul general de los Estados Unidos ofreció cinco mil dólares de su propio dinero a cualquiera que facilitase información útil. Con vistas a la sensibilidad local, incluyó en la oferta el nombre de Jerry Westerby. Pasó a conocérseles como Los Periodistas Desaparecidos y corrieron rumores de una desdichada relación entre ambos. La oficina de Luke ofreció otros cinco mil dólares, y el enano, aunque estaba afligidísimo, hizo todo lo posible por lograr que ese dinero se lo pagaran a él. Y fue él precisamente quien, trabajando en ambos frentes a la vez, supo por Ansiademuerte que el apartamento de Cloudview Road que había utilizado últimamente Luke había sido reformado de arriba abajo antes de que los agudos ojos de los investigadores del Rocker llegasen a examinarlo. ¿Quién ordenó esto? ¿Quién lo pagó? Nadie lo sabía. Fue el enano también quien recogió informes de primera mano de que se había visto a Jerry en el aeropuerto de Kai Tak entrevistando a grupos de turistas japoneses. Pero el comité de investigación del Rocker se vio obligado a rechazarlos. Los japoneses aludidos eran
testigos voluntarios pero no fidedignos,
dijeron, para identificar a un ojirredondo que aparecía de pronto ante ellos después de un largo viaje. En cuanto a Luke: en fin, tal como andaba últimamente, dijeron, era indudable que se encaminaba a un desastre de uno u otro género. Los que sabían hablaban de amnesia producida por el alcohol y la vida disipada. Al cabo de un tiempo, hasta las mejores historias se enfriaron. Corrieron rumores de que habían visto a los dos hombres cazando juntos durante el hundimiento de Hue (¿o era Danang?) y bebiendo juntos en Saigón. Otros hablaban de que se les había visto hombro con hombro en el paseo marítimo de Manila.

—¿Cogidos de la mano? —preguntó el enano.

—Peor —fue la respuesta.

El nombre del Rocker circuló también mucho, gracias a su éxito en un espectacular juicio por narcóticos montado con la ayuda del departamento antidroga norteamericano. Participaron en él varios chinos y una atractiva aventurera inglesa, una porteadora de heroína, y aunque, como siempre, el Pez Gordo no compareció ante la justicia, se decía que el Rocker había estado a punto de engancharle. «Nuestro duro pero honrado vigilante —escribía el
South China Morning Post
en un editorial en el que alababa su astucia—. Harían falta más hombres como él en Hong Kong.»

Para otras distracciones, el Club podía recurrir a la espectacular reapertura de High Haven, tras un perímetro alambrado e iluminado con focos patrullado por perros guardianes. Pero no hubo más almuerzos gratis y el chiste pronto se marchitó.

En cuanto al viejo Craw, pasaron meses sin que apareciera y sin que nadie hablase con él. Hasta que apareció una noche, muy avejentado y sobriamente vestido, y se sentó en su antiguo rincón mirando al vacío. Aún quedaban unos cuantos que le reconocieron. El vaquero canadiense sugirió una sesión de bolos de Shanghai, pero Craw no aceptó. Luego sucedió algo muy raro. Surgió una discusión respecto a una cuestión tonta de protocolo del Club. Nada grave: si aún seguía siendo útil para la marcha del Club cierta formalidad tradicional relacionada con las firmas de los vales. Algo tan sin importancia como esto. Pero, Dios sabe por qué, el asunto sacó de quicio al viejo por completo. Se levantó, y salió hacia los ascensores, llorando a lágrima viva mientras les lanzaba un insulto tras otro.

—No cambiéis nada —les advirtió, esgrimiendo furioso el bastón—. «El viejo orden no cambiarás», dejad que todo siga igual. ¡No pararéis la rueda, ni unidos ni divididos, novicios mocosos y lameculos! ¡Sois una pandilla de imbéciles sólo por intentarlo!

Ya se le pasará, dijeron todos, y las puertas se cerraron tras él. Pobre tipo. Qué embarazoso.

¿Hubo realmente una conspiración contra Smiley de la escala que suponía Guillam? Y si la hubo, ¿hasta qué punto le afectó la intervención disidente de Westerby? No se dispone de información, y ni siquiera los que se tienen mutua fe están dispuestos a discutir el caso. Es indudable que hubo un entendimiento secreto entre Enderby y Martello para que los primos pudieran echarle un primer tiento a Nelson (y compartir méritos por obtenerlo) a cambio de que apoyasen la candidatura de Enderby para jefe. Y es evidente que Lacon y Collins, dentro de sus esferas, tan distintas, participaron en ello. Pero es probable que nunca sepamos en qué punto propusieron reservarse a Nelson para ellos y por qué medios (por ejemplo, el recurso más convencional de una
démarche
concertada a nivel ministerial en Londres). Pero tal como resultaron las cosas, sin duda Westerby fue una bendición disfrazada. Les dio la excusa que andaban buscando.

Other books

Silken Dreams by Bingham, Lisa
Behind the Scenes by Carr, Mari
A Mankind Witch by Dave Freer
The Dark Rising by Weatherford, Lacey
Troutsmith by Kevin Searock
Assignment in Brittany by Helen Macinnes
Long Division by Kiese Laymon
Reaper's Justice by Sarah McCarty