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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (21 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—¡Jesús! —exclamó Margo—. Las mutilaciones descritas…

—Recuerdan a las de los tres cadáveres encontrados aquí esta semana. —Asintió con expresión sombría.

Margo frunció el entrecejo.

—Eso ocurrió hace más de siete años. Ha de ser pura coincidencia.

—¿De veras? Te daría la razón…, si no fuera porque las cajas de Whittlesey iban a bordo de ese barco.

—¿Qué?

—Es cierto. Seguí el rastro del conocimiento de embarque. Las cajas fueron enviadas desde Brasil en agosto de 1988, casi un año después de que la expedición se separara, según tengo entendido. Tras este incidente de Nueva Orleans, las cajas permanecieron en la aduana mientras se realizaban las investigaciones. Tardaron casi un año y medio en llegar al museo.

—¡Los asesinatos rituales han seguido a las cajas desde el Amazonas! Eso significa…

—Significa —interrumpió Smithback con tono siniestro— que nunca más reiré cuando alguien mencione una maldición caída sobre la expedición. Y también significa que debes cerrar siempre esta puerta con llave.

El teléfono sonó y sobresaltó a ambos.

—Margo, querida mía —rugió la voz del doctor Frock—. ¿Qué hay de nuevo?

—¡Doctor Frock! Me pregunto si podría pasar por su despacho, cuando a usted le vaya bien, claro.

—¡Espléndido! Déme un poco de tiempo para despejar de papeles la mesa y arrojarlos a la papelera. ¿Qué tal a la una?

—Gracias —contestó Margo. Se volvió hacia su acompañante—. Smithback, hemos de…

El escritor ya se había marchado.

A la una menos diez, alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó la joven sin abrir.

—Soy yo, Moriarty. ¿Puedo entrar, Margo?

Una vez dentro, el hombre rechazó la invitación de sentarse.

—Sólo quería disculparme por mi brusquedad. No pude evitarlo; Bill me pone a cien a veces. Nunca ceja en su empeño.

—Soy yo quien debería disculparse, George —dijo Margo—. No sabía que se presentaría así, de pronto.

Se le ocurrió hablarle del artículo periodístico que había leído, pero finalmente lo pensó mejor y comenzó a llenar el bolso.

—Quería explicarte algo —siguió Moriarty—. Mientras comía, me di cuenta de que tal vez exista otra forma de averiguar algo más sobre ese archivo borrado; el del diario de Whittlesey.

Ella dejó el bolso y miró a su interlocutor, que se había sentado ante !a terminal.

—¿Leíste el mensaje inicial cuando conectaste antes con la red?—preguntó.

—¿Sobre la avería del ordenador? Menuda sorpresa. Esta mañana me quedé colgada dos veces.

Moriarty asintió.

—El mensaje añadía que a mediodía se procedería a restablecer el material deteriorado a partir de las cintas de la copia de seguridad. Una restauración completa tarda una media hora. Por tanto, supongo que ya habrán terminado.

—Bien, una cinta de copia de seguridad abarca entre dos y tres meses de archivos. Si el registro detallado del diario de Whittlesey fue borrado en los dos últimos meses, y la copia de seguridad permanece en el volcado de procesamiento de datos, quizá podría recuperarlo.

—¿De veras? —Moriarty asintió—. ¡Pues hazlo! —exclamó Margo.

—Existe un cierto riesgo —advirtió él—. Si un operador se percata de que alguien ha accedido a la cinta…, bien, podría seguir el rastro hasta identificar tu terminal.

—Correré el riesgo. George, sé qué opinas al respecto, y lo comprendo, pero estoy convencida de que existe una relación entre esas cajas de la expedición Whittlesey y los últimos asesinatos. Ignoro de qué se trata, pero tal vez el diario pueda revelarnos algo. Tampoco sé a qué nos enfrentamos; un asesino múltiple, un animal, un ser. Y esa incertidumbre me asusta. —Estrechó la mano de Moriarty—. Tal vez podamos prestar alguna ayuda. En cualquier caso, debemos intentarlo.

Al advertir que Moriarty se había sonrojado, retiró la mano. Él sonrió con timidez y se acercó al teclado.

—Vamos allá —dijo.

Margo paseaba por la habitación mientras Moriarty trabajaba.

—¿Has tenido suerte?—preguntó por fin, aproximándose a la terminal.

—Aún no lo sé. —Tenía la vista fija en la pantalla—. He conseguido la cinta, pero el protocolo está liado o algo por destilo, y los controles CRC fallan. Si obtenemos resultados, tal vez no sean más que datos desordenados Entraré por la puerta trasera, digamos, para no llamar la atención. El porcentaje de búsqueda es muy lento así. —Entonces, dejó de teclear—. Margo —susurro—, lo tengo.

La pantalla se llenó de letras y números:

**LISTADO DETALLADO**

Objeto: 1989-2006.2

++++++++++

Trasladado por:

Rickman, L.

53210

Aprobación:

Cuthbert, I.

40123

Fecha traslado:

15/3/95

Traslado a:

Motivo:

Supervisión personal

Fecha de retorno:

++++++++++

Trasladado por:

Depardieu, B.

72412

Aprobación:

Cuthbert, I.

40123

TrLW/@; fecha oval;

01/10/90

Trasl~DS*´~ @2e345 WIFU

=++ET2 34h34!

DB ERROR

=:?

—¡Joder! —exclamó Moriarty—. Me lo temía. Está deteriorado, sobreescrito en parte. ¿Lo ves? No sirve de nada.

—¡Sí, pero mira! —dijo Margo, muy excitada. Él observó la pantalla—. El diario fue trasladado por la doctora Rickman hace dos semanas, con permiso del doctor Cuthbert. No consta fecha de retorno. —Resopló—. Cuthbert afirmó que el diario se había perdido.

—¡Por eso borraron este registro! ¿Quién lo haría? —De pronto, Moriarty abrió los ojos de par en par—. Oh, señor, he de salir de la cinta antes de que alguien se dé cuenta. —Sus dedos bailaron sobre las teclas.

—George, ¿sabes qué significa esto? Cogieron el diario antes de que se cometieran los asesinatos, aproximadamente cuando Cuthbert guardó las cajas en la zona de seguridad. Así pues, ocultan pruebas a la policía. ¿Por qué?

Moriarty frunció el entrecejo.

—Empiezas a hablar como Smithback —reprochó—. Podría haber un millar de explicaciones.

—Dame una —retó ella.

—La más evidente sería que otra persona borró el registro detallado antes de que Rickman pudiera añadir una anotación de «objeto extraviado».

Margo negó con la cabeza.

—No lo creo. Existen demasiadas coincidencias.

—Margo… —Moriarty se interrumpió y dejó escapar un suspiro—. Escucha —agregó, paciente—, estamos pasando una época difícil, especialmente tú. Sé que debes tomar una decisión, y con una crisis como ésta…, bueno…

—Estos asesinatos no fueron cometidos por un maníaco normal —atajó Margo, nerviosa—, y no estoy loca.

—No he querido decir eso —continuó Moriarty—. Sencillamente considero que deberías dejar que la policía resolviera el caso. Se trata de un asunto muy peligroso. Deberías concentrarte en tu vida. Escarbar en esto no te ayudará a adoptar una decisión sobre tu futuro. —Tragó saliva—. Y tampoco te devolverá a tu padre.

—¿Eso piensas? —Margo se enfureció—. No… —Se interrumpió y desvió la vista hacia el reloj de pared—. Jesús. Llego tarde a mi cita con el doctor Frock. —Cogió el bolso y se encaminó hacia la puerta. Antes de abrirla, dio media vuelta y añadió—: Hablaré contigo más tarde.

«Dios —pensó Moriarty, sentado ante la terminal apagada. Apoyó la barbilla en las manos—. Si una estudiante graduada en genética de las plantas sospecha que Mbwun podría estar suelto por ahí…, si hasta Margo Green empieza a ver conspiraciones detrás de cada puerta…, ¿qué pensarán los demás empleados del museo?»

29

Frock derramó sin querer el jerez sobre su camisa.

—Maldita sea —exclamó, palpando la tela con sus manos regordetas. Depositó el vaso sobre la mesa con exagerado cuidado y miró a Margo—. Gracias por venir, querida. Es un descubrimiento extraordinario. Deberíamos bajar ahora mismo y echar un vistazo a la estatuilla, pero ese tal Pendergast aparecerá de un momento a otro para seguir molestándome.

«Bendito sea, agente Pendergast», pensó Margo. Lo último que deseaba era visitar de nuevo la exposición.

El doctor suspiró.

—No importa; pronto lo sabremos. En cuanto Pendergast se marche, descubriremos la verdad. La estatuilla de Mbwun podría constituir la prueba adicional que estamos buscando, si está en lo cierto respecto a la coincidencia de las garras con los desgarros que presentaban las víctimas.

—¿Cómo podría estar suelto ese ser en el museo? —preguntó Margo.

—¡Ah! —exclamó él, con ojos brillantes—. Ésa es la cuestión, ¿no? Le responderé con otra pregunta: ¿Qué cosa, querida Margo, es rugosa?

—No lo sé. ¿Se refiere a una superficie desigual?

—Sí; con salientes, arrugas o pliegues. Le diré qué es rugoso; los huevos de reptil, por ejemplo, como los de dinosaurio.

Margo se estremeció al recordar algo.

—Ésa es la palabra…

—Que Cuthbert utilizó para describir las vainas desaparecidas de la caja. Y yo me pregunto: ¿eran de verdad vainas? ¿Qué clase de vaina ofrece un aspecto arrugado y escamoso? En cambio un huevo… —El hombre se irguió en la silla de ruedas—. Siguiente cuestión. ¿Adónde han ido a parar? ¿Fueron robadas, u ocurrió otra cosa?

El científico se hundió en la silla y meneó la cabeza.

—Pero si algo… si algo huyó de las cajas —dijo Margo—, ¿cómo se explicarían los asesinatos cometidos a bordo del carguero que las transportaba desde Sudamérica?

—Margo, nos enfrentamos a un acertijo envuelto en un misterio encerrado en el interior de un enigma. —El doctor sonrió—. Es esencial que reunamos más datos.

Alguien llamó a la puerta con suavidad.

—Será Pendergast —dijo Frock—. ¡Adelante, por favor!

El agente entró, con un traje negro tan impecable como siempre, el cabello, casi albino, peinado hacia atrás, y cargado con un maletín. A Margo le pareció tan sereno y plácido como siempre. Cuando Frock le indicó con un gesto una de las butacas victorianas, el recién llegado se sentó.

—Es un placer volver a verlo, señor —saludó Frock—. Ya conoce a la señorita Green. Estábamos charlando, y espero que no le moleste si se queda.

Pendergast movió una mano.

—Por supuesto. Sé que los dos respetarán mi petición de confidencialidad.

—Por supuesto —confirmó el científico.

—Doctor Frock, procuraré ser breve, porque me consta que está muy ocupado. Confío en que haya conseguido localizar la pieza de que hablamos, la que pudo ser empleada como arma para cometer esos asesinatos.

Frock se removió en la silla de ruedas.

—Tal como usted solicitó, reflexioné sobre el asunto. Consulté la base de datos para localizar objetos individuales u objetos que hubieran podido romperse y recomponerse. —Negó con la cabeza—. Por desgracia, no encontré nada que correspondiera ni remotamente a la impresión que nos enseñó. Nunca ha habido nada similar en nuestras colecciones.

La expresión de Pendergast no reflejó ninguna emoción. Después, sonrió.

—Aunque oficialmente nunca lo admitiríamos, lo cierto es que se trata de un caso bastante difícil, por decirlo de alguna manera. —Señaló su maletín—. Estoy inundado de falsos avistamientos, informes de laboratorio y entrevistas. Avanzamos con mucha lentitud.

Frock sonrió.

—Creo, señor Pendergast, que no existe diferencia entre lo que usted y yo hacemos. Me he encontrado en la misma situación. No me cabe la menor duda de que Su Eminencia está actuando como si nada anormal hubiera sucedido. —Pendergast asintió—. Wright arde en deseos de que la exposición se inaugure mañana, tal como se había previsto. ¿Por qué? Porque el museo ha invertido millones que no poseía en organizarla. Es vital que las visitas se multipliquen para que el museo no se arruine. Y la mejor forma de conseguirlo es la exposición.

—Entiendo —dijo Pendergast. Tomó un fósil que había sobre la mesa y le dio vueltas en la mano—. ¿Amonites? —preguntó.

—Correcto —contestó el científico.

—Doctor Frock —dijo el agente—, recibimos presiones desde varias instancias. En consecuencia, debo esforzarme por conducir la investigación según las normas. Por tanto, no puedo compartir los resultados obtenidos con entidades ajenas, como usted, pese a que las pautas de investigación habituales se revelen estériles. —Dejó el fósil con cuidado y se cruzó de brazos—. Dicho esto, ¿estoy en lo cierto al suponer que es usted un experto en ADN?

Frock asintió.

—Es cierto en parte. He dedicado algunos estudios a los efectos de los genes sobre la morfología. También superviso los proyectos de varios graduados, como Gregory Kawakita y Margo, cuyos estudios implican investigaciones relativas al ADN.

Pendergast recogió su maletín, lo abrió y sacó unas hojas impresas por ordenador.

—Dispongo de un informe sobre el ADN de la garra descubierta en una de las primeras víctimas. No puedo enseñárselo, por supuesto; la oficina de Nueva York lo desaprobaría.

—Entiendo. Continúa creyendo que la garra es la mejor pista con que cuenta hasta el momento.

—Es la única pista importante, doctor Frock. Le explicaré mis conclusiones. Sospecho que un loco anda suelto por el museo. Mata a sus víctimas de una forma ritual, les abre el cráneo y extrae el hipotálamo.

—¿Con qué fin? —preguntó Frock.

El agente vaciló.

—Presumimos que lo come.

Margo reprimió una exclamación.

—Cabe la posibilidad de que el asesino se esconda en el subsótano —prosiguió Pendergast—. Muchos indicios delatan que ha regresado allí después de asesinar. Sin embargo, hasta el momento hemos sido incapaces de aislar un lugar específico o hallar alguna prueba consistente. Dos perros resultaron muertos durante los rastreos. Como probablemente ya sabía, el edificio se alza sobre un laberinto perfecto de túneles, galerías y pasadizos que se extienden sobre varios niveles subterráneos; el más antiguo data de hace casi ciento cincuenta años. El museo me ha proporcionado planos que apenas cubren un pequeño porcentaje de su extensión total.

»He empleado la palabra «asesino» porque el estudio sobre la fuerza utilizada en los asesinatos indica que se trata de un varón, de una fortaleza casi sobrenatural. Como sabe, usa una especie de arma de tres garras para destripar a las víctimas, que por lo visto elige al azar. Carecemos de móvil. Los interrogatorios a empleados del museo han resultado infructuosos. —Miró a Frock—. Como ve, doctor, nuestra mejor pista sigue siendo la única: el arma, la garra. Por eso me interesa averiguar su procedencia.

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