Read El ídolo perdido (The Relic) Online

Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (17 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
11.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Beauregard estaba de mal humor. Le desagradaba custodiar puertas. De todos modos, era mejor que dirigir el tráfico cuando los semáforos se averiaban. Y causaría buena impresión en O’Ryans. «Sí —diría—, me han asignado el caso del museo. Lo siento, no puedo comentar nada.»

«Para ser un museo, hay mucho silencio», pensó. Suponía que, en un día normal, el edificio bulliría de actividad, pero el museo desconocía la normalidad desde el domingo. Al menos durante el día los empleados entraban y salían de las nuevas salas de exposición, que ya se habían cerrado con vistas a la inauguración. Para poder acceder a ellas, se precisaba un permiso por escrito del doctor Cuthbert, a menos que se tratara de un policía o un guardia de seguridad en misión oficial. Gracias a Dios, su turno terminaba a las seis, y durante dos días no pisaría aquel lugar. Partiría solo hacia las Catskills para pescar, como había planeado.

Beauregard acarició la pistolera de la Smith and Wesson 38 especial, siempre lista para entrar en acción. Y sobre su otra cadera descansaba un revólver cargado con balas explosivas capaces de derribar a un elefante.

El agente oyó un golpeteo apagado a sus espaldas. Giró en redondo, con el corazón acelerado de repente, y observó las puertas cerradas de las salas de la exposición. Localizó una llave, las abrió y escudriñó el interior.

—¿Quién anda ahí?

Una brisa fría le rozó la mejilla.

Dejó que las puertas se cerraran y comprobó la cerradura. Se podía salir, pero no entrar. La chica se habría colado por la entrada delantera. Pero ¿no estaba también cerrada? No le habían dicho nada.

El sonido se repitió.

«Bien, coño —pensó—, mi trabajo no consiste en mirar dentro. He de impedir que alguien acceda a la exposición. No me han dicho nada acerca de dejar salir.»

Beauregard comenzó a canturrear y siguió el ritmo tabaleando dos dedos sobre el muslo. Diez minutos más, y se marcharía de aquel edificio embrujado.

El ruido volvió a sonar.

Beauregard abrió las puertas por segunda vez y se asomó al interior. Vislumbró formas borrosas; vitrinas, una entrada de aspecto siniestro.

—Soy agente de policía. Haga el favor de contestar.

Ninguna respuesta.

Beauregard retrocedió y sacó su radio.

—Beauregard a Ops, ¿me recibes?

—Aquí TDN. ¿Qué ocurre?

—Informo de ruidos en la salida trasera de la exposición.

—¿Qué clase de ruidos?

—Indeterminados. Parece que hay alguien dentro.

Rumor de conversación y una risa ahogada.

—Er… ¿Fred?

—¿Qué?

Beauregard estaba cada vez más irritado. El tipo con quien hablaba era un verdadero capullo.

—Será mejor que no entres.

—¿Por qué?

—Tal vez sea el monstruo, Fred. Podría atraparte.

—Vete a la mierda —masculló el agente. No debía investigar nada sin apoyo, y aquel individuo lo sabía.

Un ruido áspero se oyó detrás de las puertas, como si alguien las arañara. A Beauregard le costaba respirar.

La radio chirrió.

—¿Aún no has visto al monstruo? —preguntó la voz.

—Repito —dijo Beauregard, procurando que su voz sonara lo más neutra posible—, informo de ruidos no identificados en las salas de la exposición. Solicito refuerzos para investigar.

—Quiere refuerzos. —Se oyó una carcajada reprimida—. Fred, carecemos de refuerzos. Todo el mundo está ocupado.

—Escucha —dijo Beauregard, que ya había perdido los estribos—, ¿quién está contigo? ¿Por qué no lo envías aquí?

—McNitt. Está tomando un café, ¿verdad, McNitt?

Beauregard oyó más carcajadas y desconectó la radio. «Que les den por el culo —pensó—. Menudos profesionales.» Ojalá el teniente estuviera escuchando en aquella frecuencia.

Esperó en el vestíbulo a oscuras. «Cinco minutos más, y me marcharé.»

—TDN llamando a Beauregard. ¿Me recibes?

—Diez, cuatro —contestó el agente.

—¿Aún no ha llegado McNitt?

—No. ¿Ya ha terminado el café?

—Eh, sólo estaba bromeando —repuso TDN, algo nervioso—. Lo envié al instante.

—Bien, pues se ha perdido, y mi turno acaba dentro de cinco minutos. Tengo libres las próximas cuarenta y ocho horas, y nadie lo impedirá. Será mejor que le avises por radio.

—No me recibe —explicó TDN.

Beauregard se temió lo peor.

—¿Qué camino tomó McNitt? ¿Subió en el ascensor de la sección 17?

—Sí, yo mismo se lo indiqué. Tengo un plano, el mismo que tú.

—Para llegar aquí, ha de atravesar la exposición. Una idea muy inteligente. Tendrías que haberle dicho que utilizara el montacargas.

—Eh, no me vengas con monsergas, Freddy. Es él quien se ha perdido, no yo. Ponte en contacto conmigo en cuanto aparezca.

—Sea como sea, me largaré dentro de cinco minutos —insistió el agente—. Entonces Effinger se ocupará de todo. Corto y cierro.

En ese instante Beauregard oyó un súbito tumulto en la exposición. Sonó una especie de ruido sordo. «Jesús —pensó—, McNitt.»

Abrió las puertas y entró al tiempo que desabotonaba la pistolera de su 38.

TDN se llevó a la boca otro bollo y masticó. Lo tragó con un sorbo de café. La radio siseó.

—McNitt a Ops. Adelante, TDN.

—Diez, cuatro. ¿Dónde coño estás?

—En la entrada trasera. No he encontrado a Beauregard. No consigo localizarlo.

—Deja que pruebe yo. —Pulsó el transmisor—. TDN llamando a Beauregard. Fred, adelante. TDN llamando a Beauregard… Eh, McNitt, creo que se ha acojonado y se ha marchado a casa. Su turno ha terminado. ¿Cómo has llegado hasta ahí?

—Subí en el ascensor, como me dijiste. Las puertas de la parte delantera de la exposición estaban cerradas y, como no llevaba las llaves, di la vuelta. Me perdí un poco.

—Quédate ahí, ¿de acuerdo? El relevo llegará en cualquier momento. Se trata de Effinger, según consta aquí. Avísame por radio en cuanto se presente, y luego regresa.

—Aquí viene Effinger. ¿Intentarás localizar a Beauregard?

—¿Bromeas? No soy su niñera.

23

D'Agosta observó a Pendergast, que se hallaba reclinado en el gastado asiento posterior del Buick, con los ojos entornados. «Caramba —pensó—, un tipo como éste debería utilizar un Town Car último modelo, como mínimo.» En cambio, le habían asignado un Buick de cuatro años de antigüedad y un chófer que apenas hablaba inglés.

—Gire por la Ochenta y ocho y tome la transversal de Central Park —exclamó el teniente.

El coche cruzó dos carriles para dirigirse a la transversal.

—Tome la Cincuenta hasta la Sesenta y cinco y crúcela —indicó—. Después avance una manzana hacia el norte de la Tercera y doble a la derecha por la Sesenta y seis.

—La Cincuenta y nueve más rápida —replicó el chófer, con marcado acento árabe.

—En la hora punta de la tarde no. —Joder, habían contratado a un tipo que ni siquiera sabía conducir por la ciudad.

Cuando el vehículo enfiló la avenida, el chófer pasó de largo la calle Sesenta y cinco.

—¿Qué cojones hace? —bramó D'Agosta—. Acaba de pasarse la Sesenta y cinco.

—Disculpas —se excusó el hombre. Giró por la Sesenta y una y se encontró con un embotellamiento de tráfico.

—No puedo creerlo —dijo D'Agosta a Pendergast—. Tendría que despedir a este payaso.

El agente sonrió, con los ojos entrecerrados.

—Fue un regalo, digámoslo así, de la oficina de Nueva York. En todo caso, el retraso nos proporcionará la oportunidad de hablar.

Se arrellanó en el asiento. Pendergast había pasado casi toda la tarde presenciando la autopsia de Jolley. El teniente había declinado la invitación.

—El laboratorio detectó varias clases de ADN en la muestra —explicó—. Una era humana, y la otra de un geco.

D'Agosta lo miró perplejo.

—¿Un geco? ¿Qué es esto? —preguntó.

—Una especie de lagarto, inofensivo. Les gusta acomodarse sobre las paredes y tostarse al sol. Un verano, cuando era niño, alquilamos una villa que daba al Mediterráneo, y las paredes estaban cubiertas de ellos. En cualquier caso, los resultados fueron tan asombrosos que el técnico del laboratorio creyó que se trataba de una broma. —Abrió el maletín—. Aquí está el informe de la autopsia de Jolley. No hay muchas novedades, me temo. El mismo
modus operandi
; el cuerpo horriblemente mutilado, la región talámica del cerebro extraída. La oficina del juez de primera instancia ha estimado que para provocar tales desgarros de un solo golpe se precisaría una fuerza —consultó una hoja mecanografiada— dos veces superior a la que puede alcanzar un varón humano. No hace falta recalcar que sólo se trata de una estimación. —Pendergast pasó varias páginas—. Además, han efectuado análisis de saliva en las secciones cerebrales del niño mayor y Jolley.

—¿Y…?

—Las dos pruebas dieron positivo.

—Dios. ¿Significa eso que el asesino se come los jodidos cerebros?

—No sólo los come, teniente, sino que se le hace la boca agua. Está claro que carece de modales. ¿Tiene el informe de la policía científica? ¿Puedo verlo?

D'Agosta se lo entregó.

—No encontrará ninguna sorpresa. La sangre que manchaba los cuadros era de Jolley. Hallaron restos de sangre más allá de la zona de seguridad y en la escalera que conduce al subsótano. Claro que la lluvia de anoche habrá borrado todos los restos.

Pendergast examinó el documento.

—Aquí está el informe de la puerta de la cámara. Alguien la golpeó salvajemente, tal vez con un objeto romo. También había tres arañazos paralelos, coincidentes con los que presentaban las víctimas. Una vez más, la fuerza empleada fue considerable. —Pendergast devolvió los expedientes—. Parece que tendremos que prestar más atención al subsótano. En resumen, Vincent, los datos sobre el ADN constituyen nuestra mejor oportunidad. Si conseguimos descubrir el origen de ese fragmento de garra, habremos obtenido la primera pista sólida. Por eso he solicitado esta reunión.

El coche se detuvo ante un conjunto de edificios de ladrillo rojo cubiertos de hiedra que dominaban el río East. Un guardia los acompañó hasta una entrada lateral.

Una vez en el laboratorio, Pendergast se apoyó en una mesa colocada en el centro de la habitación y charló con los científicos, Buchholtz y Turow. D'Agosta admitió que al sureño no le costaba nada tomar las riendas de una situación.

—A mi colega y a mí nos gustaría comprender el proceso de secuenciación del ADN. Necesitamos saber cómo obtuvieron estos resultados y si sería preciso un análisis posterior. Estoy seguro de que lo entienden.

—Desde luego —dijo Buchholtz. Era nervioso, bajo y calvo como el monte Monadnock—. Mi ayudante, el doctor Turow, efectuó los análisis.

Turow avanzó un paso, inquieto, y habló:

—Cuando nos entregaron las muestras, nos pidieron que investigáramos si procedían de un mamífero carnívoro grande, en concreto, de un felino. En esos casos solemos comparar el ADN de la muestra con el de, por ejemplo, cinco o seis especies susceptibles de coincidir. También seleccionamos un animal que no pueda coincidir con la muestra; lo denominamos «grupo externo», y es una especie de control. ¿Me explico?

—Hasta el momento sí —respondió Pendergast—. Me temo que habrá de tener paciencia conmigo. Soy un novato en estas materias.

—Por lo general, utilizamos ADN humano como grupo externo, puesto que casi todo su mapa ha sido trazado. En cualquier caso, practicamos una RCP, o sea, una reacción en cadena de polimerasas, a la muestra, por lo que debemos realizar miles y miles de copias de los genes. Comporta mucho trabajo.

Señaló una máquina enorme con largas tiras de plexiglás transparentes sujetas a los lados, detrás de las cuales había bandas verticales oscuras, dispuestas en complicadas combinaciones.

—Ésta es una máquina de electroforesis mediante gel de campo pulsátil. Colocamos la muestra aquí, y partes de ella se desplazan a lo largo de estas tiras a través del gel, según el peso molecular. Luego aparecen en forma de bandas oscuras. Según las pautas de las bandas, y con la ayuda del ordenador, deducimos qué genes están presentes. —Respiró hondo—. Sea como sea, se obtuvo una lectura negativa de los genes pertenecientes a los felinos de gran tamaño; una lectura muy negativa, que no coincidía ni por asomo. Para nuestra sorpresa, obtuvimos una lectura positiva del grupo externo, o sea, el
Homo Sapiens
. Y, como ya sabe, reconocimos cadenas de ADN de varias especies de geco…, o eso parece. —Se mostraba un poco cohibido—. Aun así, no se consiguió identificar la mayoría de los genes.

—Por eso supone que estaban contaminados.

—Sí. Contaminados o degradados. El alto porcentaje de pares básicos repetidos en la muestra sugería un elevado grado de daño genético.

—¿Daño genético? —inquirió Pendergast.

—Cuando el ADN está dañado o es defectuoso, suele reproducir de forma incontrolada largas secuencias repetidas del mismo par básico. Los virus pueden dañar el ADN, al igual que las radiaciones, ciertos productos químicos, e incluso el cáncer.

Pendergast, que había empezado a pasear por el laboratorio, examinaba los aparatos con la curiosidad de un gato.

—Estos genes de geco me interesan muchísimo. ¿Qué significan exactamente?

—Ése es el mayor misterio —dijo Turow—. Son genes raros. Algunos son muy comunes, como el citocromo B, que puede encontrarse en cualquier criatura, desde el bígaro hasta el hombre. Sin embargo, esos genes de geco… Bien, no sabemos nada sobre ellos.

—En realidad, insinúa que el ADN no pertenecía a ningún animal, ¿verdad? —preguntó D'Agosta.

—Desde luego, a ningún mamífero carnívoro grande que conozcamos —respondió Buchholtz—. Analizamos todos los porcentajes relevantes. No existen coincidencias suficientes para afirmar que procedían de un geco. Por lo tanto, mediante un proceso de eliminación, me atrevería a aventurar que probablemente era de un humano; sin embargo, los resultados son ambiguos.

—La muestra fue encontrada en el cadáver de un niño asesinado —explicó D'Agosta.

—¡Ah! —exclamó Turow—. En consecuencia, pudo contaminarse de material genético humano. La verdad, nos facilitarían mucho el trabajo si nos comentaran antes esos detalles.

Pendergast frunció el entrecejo.

—La muestra fue extraída del canal de la raíz de una garra. Lo hizo el patólogo forense, según tengo entendido, y se realizaron todos los esfuerzos necesarios para evitar la contaminación.

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
11.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Eight Men Out: The Black Sox and the 1919 World Series by Asinof, Eliot, Gould, Stephen Jay
The Witling by Vernor Vinge
Holy Terror by Graham Masterton
Getting to Happy by Terry McMillan
Far From The Sea We Know by Frank Sheldon
Street Love by Walter Dean Myers