Read El ídolo perdido (The Relic) Online

Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (44 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
10.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Adelante! —vociferó el doctor—. ¡No se quede aquí por mi culpa!

Pendergast esbozó una sonrisa.

—No se trata de eso, profesor, sino del tiempo inclemente. Ya sabe que el subsótano se inunda cuando llueve mucho. Oí comentar a alguien por la radio de la policía que ha diluviado en la última hora. Cuando esparcí las fibras por el subsótano, observé que el agua tenía al menos sesenta centímetros de profundidad y corría con rapidez hacia el este. Eso significa que el río desagua por ahí. No podríamos bajar aunque quisiéramos. —El hombre arqueó las cejas—. Si D'Agosta no ha logrado salir ya… Bueno, sus posibilidades serán mínimas. —Se volvió hacia Margo—. Tal vez sería mejor que ustedes dos permanecieran aquí, en la zona de seguridad. Sabemos que la bestia no puede derribar esa puerta reforzada.

»Suponen que dentro de un par de horas restablecerán la corriente eléctrica. Creo que aún quedan varios hombres atrapados en el mando de seguridad y la sala de ordenadores. Puede que sean vulnerables. Ustedes me han enseñado mucho acerca de ese ser. Conocemos sus puntos débiles. Esas zonas se hallan cerca de un pasillo largo y carente de obstáculos. Ustedes dos permanecerán aquí, y yo saldré de caza, para variar.

—No —protestó Margo—. No podrá hacerlo solo.

—Tal vez no, señorita Green, pero me propongo intentarlo.

—Iré con usted —afirmó Margo sin vacilar.

—Lo lamento, es imposible.

Pendergast se detuvo junto a la puerta abierta de la zona de seguridad, expectante.

—Esa criatura es muy inteligente —admitió la joven—. Dudo de que pueda enfrentarse solo a ella. Si considera que porque soy una mujer.

El agente compuso una expresión de estupor.

—Señorita Green, me entristece que tenga tan mala opinión de mí. Lo cierto es que usted nunca se ha encontrado en una situación semejante. Sin una pistola, no podrá hacer nada.

Ella lo miró con aire desafiante.

—Le salvé antes, cuando le aconsejé que encendiera la lámpara —replicó.

El agente enarcó una ceja.

—Pendergast, deje de interpretar el papel de caballero sureño —reprendió Frock desde la oscuridad—. Permita que le acompañe.

Pendergast se volvió hacia él.

—¿Está seguro de que se las arreglará bien solo? Tendremos que llevarnos la linterna y el casco de minero para contar con una mínima posibilidad de éxito.

—¡Por supuesto! —exclamó el profesor con una mueca despectiva—. Me conviene un poco de descanso después de tantas emociones.

Pendergast todavía titubeaba.

—Muy bien —dijo por fin—. Margo, encierre al doctor en la zona de seguridad, coja las llaves y lo que queda de mi chaqueta, y vámonos.

Smithback agitó la linterna con violencia. La luz parpadeó, adquirió más brillo un momento y volvió a perder intensidad.

—Si las pilas se agotan —dijo D'Agosta—, la hemos jodido. Apáguela. La encenderemos de vez en cuando para ver por dónde vamos.

Avanzaban en las tinieblas, ensordecidos por el ruido del agua. Ambos caminaban cogidos de la mano. El periodista guiaba al grupo, con el cuerpo entumecido casi por completo. De repente aguzó el oído. Poco a poco, percibió un nuevo sonido en la oscuridad.

—¿Oye eso? —preguntó.

El teniente prestó atención.

—Oigo algo —murmuró.

—Me suena a… —el escritor se interrumpió.

—Una cascada —concluyó D'Agosta—. Sea lo que sea, se halla bastante lejos. No comente nada.

El grupo continuó andando en silencio.

—Luz —pidió D'Agosta.

Smithback encendió la linterna, la apuntó hacia delante y la apagó. El ruido era más fuerte. Notó que el agua se agitaba.

—Mierda —masculló el teniente.

Se produjo una súbita conmoción a sus espaldas.

—¡Socorro! —exclamó una voz femenina—. ¡He resbalado! ¡No me suelten!

—Que alguien la coja —vociferó el alcalde.

Smithback encendió la luz y la dirigió hacia atrás. Una mujer de edad madura se batía en el agua mientras su traje de noche largo flotaba en la negruzca superficie.

—¡Levántese! —indicó el alcalde a voz en cuello—. ¡Afiance los pies!

—¡Socorro!

El periodista guardó la linterna en el bolsillo y se lanzó contra la corriente, que arrastraba a la mujer hacia él. Vio que ésta tendía el brazo y le enlazaba el muslo con todas sus fuerzas. Notó que empezaba a perder el equilibrio.

—¡Espere! —vociferó—. ¡Deje de debatirse! ¡Ya la tengo!

La mujer pataleó y le rodeó las rodillas con las piernas. Smithback se soltó de D'Agosta y se tambaleó hacia adelante. Se maravilló de la fuerza de la mujer.

—¡Está hundiéndome! —protestó a voces.

Cayó de bruces en el agua y sintió que la corriente le succionaba hacia abajo. Vio con el rabillo del ojo que' D'Agosta vadeaba en su dirección. Presa del pánico, la mujer se aferraba a él hasta sumergirle la cabeza. Se irguió bajo el vestido mojado de la mujer, que se agarró a su nariz y su barbilla, desorientándole y asfixiándole. Una gran lasitud se apoderó de él. Se hundió por segunda vez, con un extraño zumbido en los oídos.

De pronto se encontró de nuevo en la superficie. Tosió repetidas veces. Se oyó un siniestro chillido. Alguien le sujetaba con fuerza; D'Agosta.

—Hemos perdido a la mujer —anunció el teniente—. Vámonos.

Los gritos de la mujer se perdieron en la lejanía. Algunos de los invitados chillaban histéricos, otros sollozaban abatidos.

—¡Deprisa! ¡Todo el mundo contra la pared! —ordenó el teniente—. Sigamos adelante. Y pase lo que pase, no se suelten. ¿Aún tiene la linterna? —masculló a Smithback.

—Aquí está.

—Hemos de continuar avanzando o perderemos a todo el mundo —murmuró D'Agosta. A continuación lanzó una carcajada carente de alegría—. Parece que esta vez he sido yo quien le ha salvado la vida. Estamos en paz, Smithback.

Éste permaneció callado. Se esforzaba por ignorar los horrorosos gritos de angustia, ya más tenues y amortiguados por el amenazador rugido del agua.

El incidente había desmoralizado al grupo.

—¡No ocurrirá nada si nos cogemos de las manos! —trató de animar el alcalde—. ¡Mantengan la cadena intacta!

Smithback aferró la mano del policía con todas sus fuerzas. Continuaron caminando en la oscuridad.

—Luz —indicó D'Agosta.

El periodista encendió la linterna. Y se le cayó el alma a los pies.

A cien metros de distancia, el alto techo del túnel se inclinaba hacia un angosto embudo semicircular. Debajo, el agua se precipitaba con estrépito hacia un abismo tenebroso. Una bruma espesa se elevaba y rodeaba la garganta musgosa del pozo. Smithback contempló, boquiabierto, cómo todas sus ilusiones de convertirse en un escritor de éxito, todos sus sueños, incluso el anhelo de seguir con vida, desaparecían en aquella cascada.

Apenas se percató de que no sonaban chillidos de espanto a sus espaldas, sino vítores. Volvió la cabeza y observó que el grupo miraba hacia arriba. En el punto en que se unían la curva del techo y la pared del túnel, bostezaba un agujero negro, de unos noventa centímetros cuadrados. De él sobresalía una escalerilla de hierro herrumbroso, fijada con pernos a la antigua obra de albañilería.

Las exclamaciones de júbilo no tardaron en desvanecerse, cuando la espantosa verdad emergió.

—Está demasiado alta para alcanzarla —masculló D'Agosta.

58

Se alejaron de la zona de seguridad y subieron por una escalera. Pendergast se volvió hacia Margo, se cruzó los labios con un dedo y señaló manchas escarlatas de sangre en el suelo. La joven asintió; la bestia había tomado aquella dirección cuando huyó de la luz. Recordó que había ascendido por aquella escalera el día anterior con Smithback para esquivar al guardia. El agente apagó la luz, abrió con cautela la puerta del primer piso y se internó en la oscuridad, con el manojo de fibras sobre el hombro. Se detuvo un momento y olfateó.

—Yo no huelo nada —susurró—. ¿Cómo se llega al mando de seguridad y la sala de ordenadores?

—Creo que por aquí, a la izquierda —respondió Margo—. Después hay que atravesar la Sala de los Mamíferos Primitivos. No está demasiado lejos. Pasado el mando de seguridad se encuentra el pasillo largo que el doctor Frock mencionó.

Pendergast encendió un instante la linterna e iluminó el corredor.

—No hay manchas de sangre —murmuró—. El monstruo subió directamente desde la zona de seguridad, dejó atrás este rellano y se encaminó hacia el doctor Wright, me temo. —Se volvió hacia Margo—. ¿Cómo conseguirá atraer a la bestia?

—Usando las fibras.

—La última vez, no picó el anzuelo.

—En esta ocasión no intentaremos atraparla. Sólo pretendemos que doble la esquina. Arrojaremos algunas fibras en un extremo del pasillo, y usted se situará en el otro, listo para disparar. Le tenderemos una trampa. Nos esconderemos en la oscuridad. Cuando aparezca, le deslumbraré con la luz del casco y usted disparará.

—En efecto. ¿Cómo sabremos que la bestia ha llegado? Si el pasillo es tan largo como afirma el doctor Frock, cabe la posibilidad de que no captemos su olor a tiempo.

Margo guardó silencio.

—Tiene razón —admitió por fin.

Callaron unos momentos.

—Al final del pasillo hay una vitrina destinada a la exhibición de libros escritos por el personal del museo —explicó la joven—. La señora Rickman nunca se ha tomado la molestia de llenarla. Por lo tanto, no estará cerrada con llave. Meteremos el manojo dentro. Dudo que la bestia, por muy sedienta de sangre que esté, sea capaz de resistirse. Hará ruido cuando fuerce la vitrina. Al oírlo, usted disparará.

—Lo siento, pero lo considero demasiado descarado —objetó Pendergast—. Hemos de formularnos la pregunta de nuevo; si me topo con un montaje semejante, ¿me daría cuenta de que se trata de una trampa? En este caso, la respuesta es afirmativa. Debemos maquinar algo más sutil. Cualquier trampa nueva en que las fibras se empleen como cebo despertará sus sospechas.

Margo se apoyó contra la fría pared de mármol.

—Su sentido del oído es también muy agudo.

—¿Sí?

—Quizá el método más sencillo sea el mejor. ¿Por qué no nos utilizamos como cebo? Haremos ruidos, hablaremos en voz alta; pareceremos una presa fácil.

Pendergast asintió.

—Como la perdiz blanca, que simula un ala rota para engañar al zorro. ¿Cómo sabremos que se aproxima?

—Encenderemos la linterna de forma intermitente. La pasearemos por el pasillo. La pondremos a baja intensidad. Así la luz irritará a la bestia, pero no la alejará. Y podrá vernos. Pensará que nos hemos perdido y tratamos de orientarnos. Después, cuando se disponga a atacar, conectaré la luz del casco y usted empezará a disparar.

Pendergast reflexionó un momento.

—¿Y si la bestia aparece por detrás?

—El pasillo desemboca en la puerta reservada al personal de la Sala de los Pueblos del Pacífico —señaló Margo.

—Por lo tanto, quedaremos atrapados en un callejón sin salida —protestó Pendergast—. No me gusta.

—Aunque no estuviéramos atrapados, no podríamos escapar si sus disparos fallaran. Según el Extrapolador, esa criatura puede moverse con la rapidez de un galgo.

Pendergast meditó.

—Este plan podría funcionar, Margo. Es muy sencillo, como un bodegón de Zurbarán o una sinfonía de Bruckner. Si esta bestia ha eliminado a un comando del SWAT, tal vez piense que puede vencer a los humanos con suma facilidad. No actuará con demasiada cautela.

—Y está herida, lo cual disminuye su velocidad.

—Sí, está herida. Creo que D'Agosta la alcanzó, y es posible que el comando del SWAT le alojara un par de balas más. Tal vez yo consiga acertarla. No obstante, Margo, al estar herida, se ha convertido en un ser aún más peligroso. Prefiero perseguir a diez leones sanos que a uno herido. —Enderezó los hombros y buscó su revólver—. Cárguelo, por favor. Estar de pie en la oscuridad con este fardo a la espalda resulta muy incómodo. De ahora en adelante, sólo utilizaremos la linterna. Vaya con mucho cuidado.

—¿Por qué no me entrega también el casco? Así podrá utilizar el arma con toda libertad —sugirió Margo—. Si nos topamos con el monstruo de improviso, tendremos que ahuyentarlo con la luz.

—Dudo de que algo consiga ahuyentarlo si está malherido —repuso Pendergast—. Cójala, de todos modos.

Avanzaron en silencio por el corredor, doblaron una esquina y cruzaron la puerta de servicio que conducía a la Sala de los Mamíferos Primitivos. Margo tuvo la impresión de que sus pasos sigilosos resonaban como disparos sobre el pulido suelo de piedra. Las vitrinas, que exhibían alces gigantes, tigres de dientes de sable y lobos sobrecogedores, proyectaban destellos apagados a la luz de la linterna. Esqueletos de mastodonte y mamuts se alzaban en el centro de la galería. La pareja se encaminó con cautela hacia la salida de la sala. Pendergast empuñaba el revólver.

—¿Ve aquella puerta del final con el rótulo «Sólo para empleados»? —susurró Margo—. Al otro lado se encuentra el pasillo que alberga el mando de seguridad, los servicios de personal y la sala de ordenadores. Al doblar la esquina se halla el corredor donde tenderemos la trampa. —Vaciló—. Si la bestia sigue allí…

—Me arrepentiré de no haberme quedado en Nueva Orleans, señorita Green.

Entraron en la sección 18 por la puerta de personal y se encontraron en un angosto pasillo flanqueado por puertas. Pendergast barrió la zona con la linterna. Nada.

—Ésa es —anunció Margo, indicando una puerta situada a su izquierda—. Ahí está el mando de seguridad.

La joven oyó un murmullo de voces cuando pasaron por delante. Dejaron atrás otra puerta con la indicación «Ordenador central».

—Están atrapados ahí dentro —dijo Margo—. ¿Deberíamos…?

—No; no hay tiempo.

Doblaron la esquina y se detuvieron. Pendergast inspeccionó el corredor con la linterna.

—¿Qué hace eso ahí? —preguntó.

A mitad del pasillo, una maciza puerta de seguridad metálica devolvió destellos burlones a la luz de la linterna.

—Nuestro buen doctor se equivocaba —dijo el agente—. El módulo dos debe de dividir este pasillo. Ahí está el borde del perímetro.

—¿Qué distancia hay? —preguntó Margo.

El hombre se humedeció los labios.

—Yo diría que entre treinta y cuarenta metros.

La joven se volvió hacia el agente.

—¿Hay espacio suficiente?

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
10.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

La comerciante de libros by Brenda Rickman Vantrease
In God's Name by David Yallop
In a Free State by V.S. Naipaul
The Night at the Crossroads by Georges Simenon
At Large and At Small by Anne Fadiman
Walk among us by Vivien Dean
The Moon and Sixpence by W Somerset Maugham
Vigilante by Cannell, Stephen J.