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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros

BOOK: La comerciante de libros
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Hubo una oscura época en que los libros podían dar la sabiduría, el poder y la muerte...

El maestro iluminador Finn prosigue con su labor de acercar la Biblia a la población sin pasar por el filtro de la iglesia. Acompañado de su nieta Anna Bookman, Finn se gana la vida en Praga iluminando ejemplares de la Biblia y desafiando a la intolerancia eclesiástica. Pero las autoridades dan un paso más en su cruzada contra las libertades individuales y empiezan a quemar libros y a matar a los herejes. Cuando el prometido de Anna es decapitado, junto a otros herejes, Finn insta a su nieta a refugiarse en Inglaterra. Instalada provisionalmente en Francia donde se gana la vida vendiendo libros, Anna conoce a un joven y rico mercader. Lo que ignora Anna es que aquel joven es en realidad Fray Gabriel, un monje inglés enviado a Francia como espia.

Sin embargo, el amor entre ambos hará tambalear las convicciones de Gabriel.

Brenda Rickman Vantrease

La comerciante de libros

La terrible herejía de impulsar la traducción de la Biblia II

ePUB v1.1

GONZALEZ
07.01.12

Corrección de erratas por Tresrosas

Título original:
The Mercy Seller

© 2008, Brenda Rickman Vantrease

Traducción de Jofre Homedes

Serie: la terrible herejía de impulsar la traducción de la Biblia II

Publicación: Ediciones Maeva, S.A.

Fecha Edición: 10/2008

ISBN 13: 978-84-96748-67-5

He jurado ante el altar de Dios hostilidad eterna

contra toda forma de tiranía sobre la mente del hombre.

Thomas Jefferson

Para Don

PRÓLOGO

Praga, Bohemia, 1412

Jan Hus eligió una ventana en lo alto de la torre izquierda de la iglesia de Tyn para ver la hoguera. Era una iglesia que le daba valor, una iglesia husita, checa, construida no con fondos de Roma, sino por y para la gente de Bohemia, pero ni siquiera en aquel lugar sagrado pudo evitar un nudo en el estómago al mirar por la ventana abierta. Aquella pira en la principal plaza de la ciudad constituía la declaración de guerra del arzobispo Zybnek.

De momento sólo eran libros, sólo palabras sagradas lo que se consignaba al fuego, no eran las personas que las copiaban; no había sangre, carne y hueso, pero era el preludio de un drama mucho mayor.

De eso Hus estaba tan convencido como de que la Iglesia que le había excomulgado rezumaba corrupción. Se había podrido como los pescados, empezando por la cabeza. El papado predicaba mentiras y vendía una falsa redención para financiar sus ansias de poder. El primero en señalar los abusos del clero, el primero en traducir la Biblia al idioma de la gente para que supieran que las «verdades» predicadas por los frailes eran mentiras al servicio de ellos mismos, no del Cristo al que decían servir, había sido John Wycliffe, y Jan Hus estaba resuelto a llevar a Bohemia el movimiento iniciado por él en Inglaterra.

Entonces, ¿por qué no estaba en la plaza, impidiendo la quema, él que osaba desafiar la doctrina de la Santa Iglesia ofreciendo al pueblo no sólo el pan, sino la sangre, al celebrar la misa? ¿Él que cada domingo, desde su púlpito universitario de la capilla de Belén, arengaba contra las falsas enseñanzas de los cultísimos frailes y prelados de Roma? ¿Era acaso demasiado cobarde para reunir a una brigada de «heréticos» lolardos y echar un poco de agua en las llamas del arzobispo?

«Ya te darán tu merecido, Hus —alegó su sentido común—. No tengas prisa. Sólo es papel, tinta y pergamino. Los libros son sustituibles. No así las manos que los copian. Cuantos más libros queme el arzobispo, más copiaremos, hasta que la última choza del Santo Imperio Romano tenga su propio evangelio, y en su propio idioma.»

Valerosos pensamientos, pero aun así no impedían que a quien viese Hus atado a un palo en medio de la hoguera, al contemplar el crepúsculo de Praga, fuera a sí mismo. Sus axilas chorreaban sudor como si estuviera él entre las llamas, como si la leña que empezaba a prender lamiese con sus ansiosas lenguas su toga de rector. Sentía el hedor de su pelo al chamuscarse, formando ampollas en su piel. Tuvo bascas. Cerró la ventana y giró la cabeza para evitar el calor imaginario que hacía arder el aire, abrasando su cara, sus ojos, su garganta y lo más hondo de su pecho.

«Dame valor para ese día, Señor.»

Rezó su oración de Getsemaní en checo, no en latín, y lo hizo con la vaga esperanza de que al menos por hoy no bebiera del cáliz de dolor. Aún tenía trabajo.

¡Qué gran astucia la del arzobispo al elegir aquel punto de Staré Mésto, la Ciudad Vieja! El humo de su hoguera contaminaría el aire hasta Betlémská kaple, donde cada domingo Hus predicaba lo aprendido del inglés John Wycliffe.

Volvió a mirar la plaza, donde el arzobispo Zybnek se pavoneaba haciendo poses. El fuego hacía brillar sus vestiduras de brocado, su pectoral de oro y su mitra blanca de obispo, bífida como una lengua de serpiente. Cada vez que un nuevo pergamino aterrizaba en las llamas, el fuego silbaba, arrojando chispas al cielo crepuscular, y la multitud elevaba un grito de protesta. Tanto trabajo, tanta riqueza, tantos santos pensamientos apilados en el fuego...

Zybnek levantó el báculo hacia el campanario a guisa de saludo triunfal, como si ya supiera que su presa lo veía todo a través de una ventana oscura.

«Cuidado, Hus, o serás el siguiente en mi pira de heréticos. El becerro quemado tendrá un olor dulce en comparación con tu blanca y fina piel.» Tal era la advertencia escrita en el humo y el fuego.

Hus se apartó de la ventana, pero el fuego de su determinación ardía con la misma fuerza que las llamas amarillas que devoraban los libros. Con el respaldo del rey Wenceslao, el movimiento seguiría adelante a pesar del rencor del arzobispo. En el mismo momento en que se consumían esos libros, una legión de copistas creaba ya sus sustitutos. Y al llegar el domingo, Hus predicaría nuevamente en la capilla de Belén, donde la gente oiría proclamar la verdad no en una árida, e incomprensible para ellos, homilía en latín, sino en su propio idioma checo, y todos celebrarían la misa en la iglesia de Tyn bebiendo del cáliz la sangre simbólica de Cristo.

Pero la imagen de sí mismo atado al palo de la plaza persiguió a Hus hasta su casa y sus sueños. Jan Hus tenía por delante muchas noches en que le despertaría un olor ilusorio de pelo quemado, hasta el día en que el olor ya no sería una ilusión.

I

Praga, Bohemia

Julio de 1412

Al Severn corre el Avon,

fluye el Avon al mar,

y el polvo dispersado de Wycliffe

adonde vaya el agua llegará.

Daniel Webster
, Discurso a los hijos

de New Hampshire (1849)

Anna nunca iba al
hrad
, el gran castillo que hundía sus murallas en la colina del oeste de Praga, agazapado en la otra orilla del Vltava, a un mundo de distancia; tampoco iba a la gran catedral que custodiaba el castillo, por miedo a encontrarse con el temido arzobispo Zybnek, el quemador de libros.

Anna iba a misa en la iglesia de Tyn, o se juntaba con el resto de los disidentes de Praga en la capilla de Belén. Después de la gran pira hecha por Zybnek con los tratados de Wycliffe y sus traducciones de los Evangelios (textos lolardos, como los llamaba la Iglesia; textos heréticos porque cargaban contra la corrupción papal y ponían en entredicho la autoridad de los sacerdotes), Hus había formulado una advertencia a sus fieles, cada vez más numerosos: «Tened por cierto que llegará el día en que los prelados de Roma no se conformen con quemar la Palabra, y en que para nutrir sus hogueras busquen a quienes desean llevar la Palabra al pueblo. Debemos rezar para tener la fuerza de defender nuestras creencias. Debemos hacer acopio de valor para cuando llegue ese día».

También Finn, el abuelo de Anna, había puesto en guardia a su pequeño grupo de eruditos y traductores, reprendiéndoles por su celo imprudente.

¡Menudo era él para hablar!

A fin de cuentas era Finn el Iluminador, Finn el copista lolardo, quien, juntamente con maese Jerome, había iniciado en Praga la secreta empresa de divulgar las traducciones prohibidas. A su regreso de Oxford (de donde le traía un programa de intercambio de estudiantes), el joven Jerome había introducido los textos lolardos en su patria checa: el
Trialogus y De Ecclesia
, de John Wycliffe; y los textos de Wycliffe, prohibidos en Inglaterra, habían hallado nueva vida en la nueva universidad de Praga, cuyo rector, Jan Hus, podía jactarse de haber traducido al checo tanto los textos condenados como buena parte de los Evangelios. En cuanto al abuelo de Anna, refugiado de antiguos escarceos con los lolardos ingleses, ya hacía varios años que reunía en su pequeña casa de la ciudad a un venero de disidentes universitarios que copiaban las páginas prohibidas, todo ello en las mismísimas narices del arzobispo.

Anna echó una ojeada al castillo y a las torres de la catedral de San Vito que montaban guardia tras él, y a pesar del calor del verano tuvo un escalofrío; pero no, se negaba a pensar en el monstruo de la colina, y menos en un día así, en que la luz del sol sembraba el agua de diamantes danzarines, y en que ningún olor a quemado contaminaba el aire; no en un día en que los pájaros trazaban sus círculos alegres sobre el río, coqueteando las puntas de sus alas con nubes de algodón.

No en un día en que vería a Martin.

Dando la espalda al castillo, miró el río, y divisó a lo lejos una especie de campamento. Debían de ser peregrinos que recorrían el mundo cristiano en penitencia para llegar a alguno de los santos lugares, entre los que ostentaba la primacía Jerusalén. Era lo que hacían los pecadores, al menos los que no tenían medios para comprarle a la Iglesia la expiación...

Reconoció a la figura que se acercaba por la izquierda, donde se agolpaban las casas de Praga. No era quien esperaba.

—¡Maese Jerome! Creía que vendría Martin —dijo, disimulando tan poco su decepción que al darse cuenta se ruborizó.

—Parece que Martin tiene otras cosas que hacer —murmuró con fatiga el maestro de pelo gris, entregándole la bolsa que contenía los textos traducidos que había que copiar en la siguiente reunión—. Gracias por hacerme la colada, señora —dijo en voz alta.

No fueran a tener ojos y oídos las carpas del río, o a ser un espía del arzobispo el leñador que arrastraba su carreta por el puente de piedra... Anna se tragó su sarcasmo. No pensaba despreciar a maese Jerome por un exceso de cautela. Le respetaba demasiado por todo lo que había hecho.

Cogió la «colada» del profesor universitario, y justo cuando se iba a despedir, oyó acercarse veloces unos pasos desde el otro lado del puente. Al girarse, vio una silueta que corría en solitario en dirección a ellos, como alma que llevase el diablo. Al cabo de unos segundos, Martin se reunió con ellos a la sombra protectora de la torre de entrada, congestionado y jadeante, con un gran mechón negro en la frente.

—Lo siento, maese Jerome. Me han entretenido y...

—¿No has tenido tiempo de ponerte la gorra?

Anna le apartó el mechón de la frente, un simple truco para acariciarle la cara.

—La he perdido, pero ha sido por una buena causa —dijo Martin sin aliento. Se llenó los pulmones, guiñando un ojo a Anna, y bajó la voz—. En la reunión os enseñaré... No, no puedo esperar tanto. Os lo tengo que enseñar ahora mismo.

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