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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (2 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Les hizo entrar aún más en la oscuridad del hueco de la torre, y sacó de su simple jubón marrón de estudiante un paquete de terciopelo azul. Llevaba impresa una cruz de Jerusalén.

—¡Escóndelo! —susurró Jerome—. ¿Cómo lo has conseguido?

—¿Es lo que creo? —preguntó Anna, sin acordarse de bajar la voz—. Nunca he visto ninguno. ¿Me lo dejas?

El rostro de Jerome reflejó alarma.

—¡Aquí no, Martin! ¿No habrás...?

—No, al buldero no le hemos hecho daño. Ni un rasguño. Bueno, puede que un par de... Me entendéis, ¿no? Unos moraditos de nada. Estaba montando el tenderete frente a la catedral de San Vito. Stasik le ha dado una patada en la espinilla, y a él se le han caído los «recibos de gracia». Mientras se frotaba la pierna (hasta las palabrotas las dice en latín), nosotros hemos huido por el callejón del Codo. Stasik se ha ido hacia la Ciudad Nueva, y yo hacia la Vieja. Ha sido tan fácil como quitarle unos céntimos a un mendigo ciego.

«Tú, a un mendigo ciego, los céntimos más bien se los darías», pensó Anna, pero guardó silencio, dejando que Martin se recrease en su protagonismo.

Martin sonreía de oreja a oreja, entre miradas furtivas al puente para cerciorarse de que no le habían seguido.

Aparte del leñador que se alejaba por el otro extremo y de un mendigo sentado en la puerta del otro lado del río, el puente estaba tan desierto como de costumbre a aquellas horas de la tarde y con aquel calor.

Por la expresión malhumorada de Jerome, Anna supo que no estaba muy contento con Martin.

—¡Tonto! ¿Qué quieres, que se nos eche encima el arzobispo? ¡Ya verás cuando se entere Finn! Nosotros no hacemos estas cosas.

Arrebató a Martin el pequeño paquete de indulgencias papales y lo escondió rápidamente en su camisa.

Oyendo el nombre del abuelo de Anna, la actitud de Martin se volvió menos desafiante.

Las cejas grises de Jerome se juntaron.

—Dudo que este tipo de hazañas pese mucho a tu favor cuando el iluminador quiera casar a su nieta.

Nunca se andaba con rodeos.

La sonrisa de Martin se esfumó de golpe.

—Quiero ver una, maese Jerome —dijo Anna—. Llevo toda la vida oyéndoos despotricar a vos y a mi abuelo contra la venta de indulgencias que hace el Papa para financiar sus guerras, como si las escribiera el mismísimo diablo, pero nunca he visto ninguna.

El viejo la miró y sacudió la cabeza.

—Eres tan tonta como tu pretendiente. Estáis hechos el uno para el otro. Ya podéis rezar para que no me detengan antes de haber podido deshacerme de ellas.

—Por favor, maese Jerome... Traedlas a la próxima reunión, para que todos veamos qué es lo que queremos borrar de la faz de la tierra a tan alto riesgo. Ya las quemaréis más tarde. Así tendremos nuestra propia hoguerita.

Anna le obsequió con su mejor sonrisa de engatusadora, la que usaba con su abuelo desde niña para despejar la nube de melancolía que a veces se posaba en su casita de la plaza mayor de la ciudad.

—Por favor, un fueguecito de nuestra propia cosecha... Una dulce venganza, para animar a nuestras tropas.

—Sospecho que si algo no les falta a nuestras tropas son ánimos.

Con esa pulla se despidió el maestro, aunque ya no fruncía tanto el ceño.

—Las traerá —dijo Anna, viendo cómo se alejaba.

—Pues claro. ¿Cómo se iba a resistir a esos mohines? Yo sería incapaz.

Martin levantó una mano y tocó los labios de Anna con la yema de un dedo, a la vez que se inclinaba como si quisiera darle un beso.

Ella se apartó.

—Aquí no, Martin. Nos verían. Además, aún no estamos prometidos. Todavía no. Mientras
Dĕdeček
no dé su consentimiento...

—Sí —dijo él, dejando caer los brazos—. Tu abuelo. No hay rosa sin espinas.

Esta vez el mohín fue él quien lo hizo, y Anna quien resistió el impulso de quitárselo a besos.

—Me parece que no le caigo demasiado bien —dijo él.

Tenía los labios carnosos, rojos y plenos.

—No digas tonterías. Claro que le caes bien, Martin; lo que ocurre es que te considera un poco testarudo. Además, se cree que nadie puede cuidarme tan bien como él.

—Pues a fe mía que meterte cada dos semanas en una reunión de herejes no es cuidarte muy bien... Oye, ¿por qué le llamas
Dĕdeček
? Creía que los dos erais ingleses.

Anna le cogió la mano.

—Ven, acompáñame hasta mi puerta —dijo, empezando a caminar—. Le he llamado así desde pequeña, cuando llegamos a Praga. Además, yo no me siento inglesa, aunque mi abuela también fuera de Inglaterra. Era una dama de postín, que vivía en una gran casa solariega, pero a mí no me gustaría. No me imagino vivir en otra parte que no sea aquí, contigo y
Dĕdeček
.

Martin alzó la vista hacia el castillo de la colina, abriendo los ojos con fingido horror.

—¡No me digas que al casarme me llevaré a la cama a una dama de sangre azul!

—Mi abuela era de la baja nobleza, pero ya hace tiempo que hemos descendido de esos montes. Si te quedas conmigo, tendrás por esposa a la nieta de un humilde artesano... con una dote acorde.

—Ah, pues me alivias. La parte de la dote quizá no tanto... —Sonrió, burlón—. ¿La conociste?

—¿A mi abuela inglesa? Sólo de nombre, Kathryn. No era la mujer de
Dĕdeček
. Su mujer se llamaba Rebekka, y murió de parto al dar a luz a mi madre. Kathryn era la madre de mi padre, pero ella y
Dĕdeček
se conocían. Yo creo que eran amantes.
Dĕdeček
casi nunca habla de ella, aunque creo que la quiso mucho. Murió cuando yo casi era un bebé. Tengo un recuerdo muy vago (más un sueño que un recuerdo) de ella cantándome. Me llamaba «tesoro», o algo así. Y me llevó a ver a
Dĕdeček
, que estaba encerrado en una especie de castillo.

Anna miró el
hrad
con un escalofrío. Tras una de las nubes de algodón se había puesto el sol, que la teñía de gris por debajo. Sin sol, el castillo aún parecía más amenazador.

—Un castillo en una colina, como éste, pero más... fortificado. Lo llamaban «la prisión del castillo». Siempre que pienso en Inglaterra, se me aparece aquel sitio tan horrible.

—¿Y a tus padres? ¿Los conociste?

Anna sacudió la cabeza.

—Mi madre no sobrevivió al parto, y mi padre murió antes de que yo aprendiera a andar.

—¿En combate?

Lamentó que Martin hubiera sacado el tema. Era algo en lo que no le gustaba pensar, aunque supuso que si iban a casarse tenía derecho a estar en antecedentes.

—Pereció en la causa lolarda, a manos de los soldados del arzobispo. Kathryn murió en una revuelta campesina, cuando incendiaron su mansión. La Iglesia echó la culpa del levantamiento a los lolardos, y mataron a todos los que pudieron encontrar. Mi abuelo y yo huimos de Inglaterra.

Martin silbó entre dientes.

—O sea, que procedes de un linaje de herejes. Y tu abuelo sigue fiel a la causa. Me extraña que nunca haya vuelto a Inglaterra. El viejo Jerome dice que en Inglaterra una parte de la nobleza ha abrazado la idea de la reforma. Tal vez allá fuera más fácil.

—Mi abuelo dice que lo único que tiene en Inglaterra son recuerdos penosos. ¿Por qué se iba a ir de Praga? Aquí hemos sido felices. Tiene su arte y a sus amigos de la universidad. Y yo aquí también tengo amigos.

Intentó adoptar un tono socarrón y lúdico, pero tanto hablar de muertes la había puesto de mal humor. Cuando ya estaban cerca de la plaza, Martin pasó un brazo por su cintura y la arrastró de nuevo hacia la protección de la calle sinuosa. Ella sacudió la cabeza, señalando el gran reloj astronómico de doble esfera.

—Deprisa, Martin. Mira, casi son las tres. Seguro que mi abuelo está preocupado, y cuando se preocupa, se enfada. Además, aún tengo que hacerle la cena. Tendrá que ser pescado. Ya no queda tiempo para nada más.

El sol no volvió a salir de detrás de la nube. De pronto a Anna le pareció que el día había perdido toda su alegría, igual que se había quedado sin sol.

—No me acompañes el resto del camino. Mi abuelo podría echarte la culpa de tener que cenar pescado en vez de un buen asado.

—Es verdad. Con lo que tengo que pedirle, prefiero que esté de buen humor —dijo Martin—. ¿Por qué no se lo pido ahora, antes de que se entere de lo del pescado?

Anna miró al otro lado de la calle, a su casita de ladrillos y madera, cuya puerta, muy bien tallada, daba a la plaza, y estaba abierta. A esas horas su abuelo habría acabado de trabajar y, tras limpiar los pinceles y alinear con pulcritud los potes de pintura a lo ancho del alféizar, estaría dormitando en su silla.

—No, Martin, ahora no. Dame la oportunidad de prepararle.

Él frunció el entrecejo.

—Dijiste lo mismo la semana pasada, Anna. ¿Cuánto tiempo quieres que espere?

—Sólo unos días. Te lo prometo.

Anna volvió a apartarle el pelo de los ojos, unos ojos que brillaban de contrariedad cuando Martin se giró para irse.

«Ahora estarán enfadados los dos. Yo que quería complacer a ambos, y al final no complazco a ninguno...» Suspiró al levantarse la falda para ir a ver al pescadero antes de que cerrase la tienda hasta el día siguiente.

II

Canterbury, Inglaterra

12 de julio de 1412

Pues, aunque de conciencia un poco elástico,

era en la Iglesia un muy noble eclesiástico.

De Escrituras y vidas de los santos buen lector,

cantando el ofertorio aún era mejor,

pues bien sabía que, entonando en su canto,

debía afilar su lengua e ir predicando

para el arte en que tan ducho era, recaudar.

Prólogo a
Los cuentos de Canterbury
,

de
Geoffrey Chaucer

Fray Gabriel había instalado su mesa de indulgencias justo enfrente del portal de la catedral de Canterbury. Casi estaba afónico después de todo un día predicando, y le dolían los huesos de ver tanta desgracia en las caras de los penitentes.

—¡Alcanzad el perdón de vuestros pecados! ¡Todos los que estén arrepentidos, se hayan confesado y hayan hecho su contribución obtendrán la remisión completa de sus pecados! —exclamó con su mejor voz de predicador.

Por todas partes llovían manos, que estiraban su hábito negro para instarle a que tomase sus ducados, chelines y peniques a cambio de los trocitos de papel que llevaba en su bolsa de terciopelo. La bolsa tenía bordada la cruz de Jerusalén, y contenía trozos de pergamino atados con una cinta: recibos de gracia dispensada y penitencia pagada. Otra cosa que contenía la bolsa era la bula papal que otorgaba a fray Gabriel sus derechos como buldero. La exhibía en un estandarte bordado de oro, y (a diferencia de tantos bulderos impostores) era auténtica. La había recibido personalmente de manos del Papa.

—Oíd la voz de vuestro pobre padre y vuestra pobre madre, que os criaron y os quisieron, y que ahora padecen tormento mientras os suplican una nimiedad que librará a sus almas del purgatorio. Cuando en el cofre suena la moneda, del purgatorio el alma vuela.

Un refrán muy ensayado, aunque no lo dijese con el corazón. El día tocaba a su fin, y los peregrinos se iban dispersando. Tocaron a vísperas. Las campanadas, ensordecidas por una niebla cada vez más alta, se arrastraban por el valle como almas de santos largo tiempo muertos. Aquel sonido tenía algo que le entristecía. El descenso del manto de la noche respiraba soledad.

Por primera vez en horas, se sentó en el taburete con cojín de terciopelo que había tomado prestado de la casa capitular y contempló lo que quedaba de la fila de peregrinos. El sol, hinchado, cubría los hombros de los penitentes con un manto de luz que parecía una bendición: ancianos, jóvenes, doncellas, viudas, maestros y vasallos, que vestidos con simples túnicas de peregrino y capas con capucha entraban de rodillas por la gran catedral y la capilla de la Trinidad como un río de barro que se desbordase por las escaleras para adorar el sepulcro incrustado de pedrería del mártir Tomás Becket.

Los más veteranos llevaban toda clase de insignias en sus capas y capuchas, pequeños e ingeniosos alfileres de plomo del santuario de Little Walsingham que contenían diminutos receptáculos con las lágrimas de la Virgen, o la imagen de san Pedro y san Pablo del santuario de Winchester. Ambos santuarios eran estaciones en el Camino de los Peregrinos, la vía penitencial. Fray Gabriel sonrió al observar que todos los peregrinos llevaban campanas de Canterbury y frasquitos de agua del pozo de Becket. La minúscula inscripción en latín rezaba «
Optimus egrorunt medicus fit Thotnas bonorum
» («Tomás es buen médico para los enfermos que se lo merecen»). Tomás también era un buen médico para las arcas de la Iglesia, la ciudad y la Corona, reflexionó Gabriel. Su caja de colectas estaba llena de monedas, como las de los vendedores de recuerdos de Mercery Lane.

El precio de la misericordia no era barato: seis florines de oro para un duque o conde, cuatro para la baja nobleza, dos para los mercaderes ricos, y así a medida que se descendía por el escalafón social. Fray Gabriel tenía incluso una asignación para dispensar indulgencias gratuitas a quienes no pudieran permitirse el desembolso ni llevar a cabo la penitencia, aunque las pautas eran estrictas, y ya la había agotado. Se levantó, pensando que era hora de cerrar. Había prometido presidir el oficio divino.

—Por favor, hermano, ¿cuánto es?

Al girarse vio a la peregrina a quien correspondía la voz. Una joven. Una joven embarazadísima.

—No puedo subir de rodillas los escalones de la capilla. —La joven sonrió, ruborizándose—. Ni siquiera puedo ponerme de rodillas.

Había hecho un largo viaje. Fray Gabriel lo vio en el estado de su capa, que, en vez de la «capa de peregrino» que se compraba mucha gente para la peregrinación, era un manto demasiado pequeño, muy gastado y raído. La bolsa de viaje era un atado que la peregrina llevaba sobre su prominente barriga, con una cuerda.

—¿De dónde sois, señora?

—Vengo de Charing. Este santuario es el que me caía más cerca.

Un viaje de varios días a pie, duro para una embarazada, pensó el fraile, maldiciendo para sus adentros al cura que le había impuesto la penitencia. Tenía los ojos rojos, con profundas ojeras. El polvo y la mugre del camino cubrían sus pies descalzos.

—¿Qué pecado cometisteis para que vuestro confesor considerase necesaria una penitencia tan inoportuna?

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