La comerciante de libros (4 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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—Creía que Oldcastle era amigo del príncipe Harry...

—Y yo soy el arzobispo de Canterbury. ¿Qué posibilidades tendría el príncipe Harry de convertirse en Enrique V sin mi beneplácito? Conseguiremos la autorización.

¿Y yo? ¿Dónde encajo en este plan?, se preguntó Gabriel, con el brusco deseo de estar en otro sitio.

III

Por ende decretamos y ordenamos que de

ahora en adelante nadie traduzca por su

propia autoridad texto alguno de las Escrituras

al inglés [...] el nefasto John Wycliffe,

de infausta memoria, hijo del viejo demonio,

e hijo o pupilo él mismo del Anticristo.

De un edicto de
Thomas Arundel
,

arzobispo de Canterbury

Al príncipe Harry no le apetecía nada ir a la reunión. Era su primer concilio eclesiástico oficial, y ya llegaba tarde. Se había quedado dormido después de comer y seguiría estándolo si no le hubiera despertado el chambelán. ¡Con lo agradable que era el sueño! A decir verdad, se había resistido mucho a interrumpirlo.

Soñaba que era el príncipe Hal, no Harry, ni el futuro Enrique V, y que volvía a estar con Merry Jack y los de siempre. Él y Jack se enfrentaban en un tremendo pulso sobre el tablón de la posada de la señora Quickly, rodeados de gente que los animaba, ya que al vencedor le tocaría pagar la siguiente ronda.

—¡Dadle al crío un revolcón, sir John! —gruñía la voz gutural de Pistol.

—Pues yo apuesto por el príncipe Hal. ¡Lo que le falta de peso lo compensa con agallas!

Bardolph subrayaba sus palabras con una palmada en el muslo.

—¡Cuidado, que vais a romper la botella! ¡Llamaré al alguacil para que se os lleve a todos!

La aflautada protesta tenía su origen en la señora Quickly.

Los brazos ya se habían inclinado en ambos sentidos: primero hacia Jack, luego hacia Hal y de nuevo hacia Jack, hasta que Hal respiró hondo y estuvo a punto de...

—¡Excelencia, excelencia, despertad! Está aquí lord Beaufort. Dice que debéis estar en Lambeth dentro de una hora.

Al abrir un ojo, Harry se topó con la ansiosa figura de su chambelán, inclinado sobre él.

Los buenos tiempos, los días felices, se esfumaron en la nube de ajo de su aliento.

Tras abrir el otro ojo, se levantó de un salto y se puso las botas.

—Que pase.

Beaufort entró en la sala mientras Harry se ponía el jubón a golpe de hombros. Mientras se abrochaba la hebilla del cinto con una mano, alargó la izquierda hacia la copa de vino.

—Excelencia —dijo lord Beaufort—, no estoy seguro de que sea buena idea que os acompañe. Arundel no se alegrará de verme.

—Razón de más —dijo Harry, una vez apurada la copa—. El arzobispo tiene que aprender a compartir el poder.

* * * * *

Justo cuando Gabriel se disponía a elevar una suave protesta al arzobispo por su falta de credenciales para participar en una caza de herejes (a pesar del destacado honor que se le había hecho llamándole a la reunión), oyó pasos fuera de la capilla y reconoció al clérigo Flemmynge por su elegante indumentaria y su afectación. Le conocía de un único y fugaz encuentro en Blackfriars Hall, que no le había dejado muy buena impresión. Flemmynge tenía algo de adulador. El recién llegado se sentó frente al fraile, murmurando con la cara roja lo mal que estaba el tráfico en el puente de Londres.

Arundel frunció el ceño.

—Creo que ya conocéis a fray Gabriel. Ha cruzado el mismo puente y ha llegado antes.

Flemmynge, aún más rojo que antes por la reprimenda implícita, movió escuetamente la cabeza en dirección al fraile. Su balbuceo de disculpa se vio interrumpido por una breve salva del heraldo del rey, que resonó con disonancia por la cripta. El arzobispo y el obispo se levantaron muy deprisa, como si les empujasen. Gabriel hizo lo propio.

Entraron dos hombres.

El príncipe tomó asiento en la silla de respaldo alto que tenía reservada en la cabecera de la mesa. El otro hombre se quedó de pie a su derecha, justo enfrente del arzobispo.

Gabriel observó al príncipe con una mirada respetuosamente baja. No se correspondía para nada con el joven bribón que tantos chismorreos despertaba en las tabernas. Parecía mayor y más serio. Llevaba el pelo rapado hasta encima de las orejas, como los monjes, y un simple atuendo de soldado, compuesto por un jubón de cuero con remaches y unas calzas. Carraspeó y tomó la palabra con un tono bien modulado, casi experimentado.

—Podéis hacer las presentaciones, arzobispo Arundel. Naturalmente, ya conocéis a mi honorable tío Henry Beaufort, obispo de Winchester, a quien hemos invitado a venir y a quien reinstauraremos sin gran dilación en el puesto de canciller.

La expresión forzada del arzobispo y el color rosado que teñía sus enjutas mejillas delataban poco agrado ante la decisión del príncipe. Como bastardo de Juan de Gante, Beaufort era tío del rey, pero a juicio del arzobispo, su bastardía habría bastado para excluirle del Consejo Privado.

Gabriel había oído decir que se tenían animadversión, aunque no conocía los detalles ni quería conocerlos. Cuanto menos se implicase en las intrigas de la corte, mejor. De hecho, la emoción inicial que había sentido al ser llamado a tan augusta junta empezaba a desvanecerse. Se había imaginado a muchos participantes debatiendo sobre la ortodoxia, un cuerpo erudito que representase a los mejores cerebros de la Iglesia.

—¿Canciller? Ejem... Como gustéis, excelencia —dijo Arundel, pero la hostilidad de su mirada hacia Beaufort habría marchitado hasta una col—. Junto a lord Beaufort... —su cara avinagrada parecía indicar que precisamente a vinagre sabía el nombre de Beaufort— tenemos a Richard Flemmynge, de Oxford College, bachiller en teología, a quien su majestad, vuestro padre, ha encomendado que examine por herejía los escritos del difunto John Wycliffe y proceda a su extinción.

Adelantándose, Flemmynge hincó una rodilla en el suelo, gesto que hizo que sus refinadas mangas jironadas barriesen el polvo del suelo con los bordes.

—Excelencia...

De pronto el fraile tuvo ganas de estar en otro sitio.

—¿Y a vuestra derecha?

Recibió de pleno la mirada del príncipe Harry, que le calibraba con los ojos.

—Excelencia, se trata del hermano Gabriel, un fraile de la orden dominica; joven en años, pero ya muy avanzado en el servicio a la Iglesia. Como enviado a Roma de la abadía de Battle, fue recibido en audiencia por Su Santidad y ahora se le presenta la oportunidad excepcional de recorrer ambientes que algunos de nosotros nunca vemos. Predica con los ojos y los oídos muy abiertos, siempre atento a cualquier herejía.

¡Cualquier otro sitio!

—Hermano Gabriel...

El príncipe Harry inclinó un poco la cabeza en respuesta a la presentación.

El fraile esperó que su reverencia se ajustase al protocolo.

—¿Habéis sustituido la trompeta del arcángel Gabriel por la bolsa de terciopelo de buldero que lleváis en la cintura? —preguntó el príncipe.

Fue el arzobispo quien contestó.

—Además de ser predicador y sacerdote ordenado, el hermano Gabriel sirve a su Iglesia en calidad de algo muy raro y valioso, excelencia, como es su condición de buldero honrado. Cada alma que recibe el perdón del sagrado tesoro de mérito erigido por Cristo y todos los santos es también un enriquecimiento para la Corona.

Una respuesta política, pensó el fraile, que recordaba al príncipe que la venta de las ansiadas indulgencias engrosaba sus propias arcas, por lo que la Corona tenía todo el interés del mundo en suprimir a los lolardos, muy críticos con dicha práctica.

—En tal caso, servís doblemente, hermano Gabriel: a vuestra Iglesia y a vuestro rey.

—Todos los presentes en esta sala, mi señor (el comisionado Flemmynge, fray Gabriel y yo mismo), estamos resueltos a aplastar esta herejía contra la que tan duramente luchó vuestro padre el rey. Con la excepción del obispo Beaufort, naturalmente. Ignoro cuál es su postura sobre el tema de los lolardos.

Era un desafío directo a Beaufort, pero el príncipe Harry tomó a su cargo la respuesta.

—En tanto que canciller, lord Beaufort se deberá a temas más seculares. Nos aconsejará sobre la guerra con Francia. Hoy, sin embargo, ha venido en calidad de principal consejero del rey a quien sirve
ex officio
sobre todos los asuntos de importancia para Inglaterra. Podéis tomar asiento, señores, y que empiece el debate.

El carraspeo de Thomas Arundel se hizo oír sobre el ruido de las sillas y las suelas, y sobre el roce de las calzas de seda.

—Excelencia, considero que no basta con perseguir a los campesinos y los llamados curas pobres. La herejía lolarda se ha extendido más allá del campesinado, al que atrae la herética noción de que Dios creó a todos los hombres iguales. En este momento, tanto en las universidades como en las ciudades hay gente que se reúne sin temor a represalias para comentar las arengas de Wycliffe contra la Santa Iglesia y leer las blasfemas Biblias en inglés. Es más: a día de hoy podemos afirmar que gozamos de la distinción de haber exportado la herejía a otros países. El intercambio de ideas académicas entre las universidades de Oxford y Bohemia ha llevado hasta ahí las enseñanzas lolardas.

—¡Tan lejos!

También para Gabriel fue una sorpresa, hasta que se acordó de que en tiempos de la reina Ana, perteneciente a la casa real de Bohemia, había empezado un intercambio de estudiosos entre las universidades de Praga y Oxford. La inclusión de los textos de John Wycliffe entre las obras intercambiadas no dejaba de ser lógica, sobre todo al principio.

—Se está extendiendo por el Sacro Imperio Romano como una epidemia. Hace dos veranos, el obispo Zybnek de Praga quemó los desvaríos heréticos de Wycliffe en la plaza pública y prohibió sus enseñanzas, pero de poco le sirvió. Todavía hay un hereje, de nombre Jan Hus, que las predica a diario desde el púlpito, y cada vez hay más praguenses en su bando. Si no actuamos ahora mismo, Inglaterra se convertirá en otra Bohemia.

El príncipe parecía pensativo; Arundel, impaciente.

Finalmente habló el primero.

—¿Por qué es tan malo que alguien lea la Biblia por su cuenta? Incluso nos, ahora que se ha reavivado nuestro interés (bajo la tutela de nuestro señor arzobispo en materia de fe), hemos pensado con frecuencia que nos agradaría leer personalmente las Escrituras. Por desgracia, nuestros conocimientos de latín lo convierten en una labor más pesada que placentera.

Oyendo cortarse una respiración, Gabriel esperó que no fuera la suya. La cara de Arundel se puso del color de la bilis. Gabriel se encogió al verle dar un puñetazo en la mesa.

—Os lo diré, excelencia: la lectura de la Biblia por las masas incultas fomenta la rebelión. Sois demasiado joven para recordar los tumultos del año 81, pero yo sí me acuerdo. Los campesinos ignorantes usaron su imperfecta comprensión de las Sagradas Escrituras como excusa para quemar y saquear las propiedades de sus superiores. También vuestro padre lo recuerda. Preguntádselo; pedid a Henry Bolingbroke que os cuente cómo los rebeldes incendiaron el palacio de Savoy, decapitaron al arzobispo y chantajearon al joven rey Ricardo marchando sobre Londres. ¿Por qué creéis que vuestro padre ha empleado tanto esfuerzo y dinero en erradicar esta herejía? Si los lolardos, excelencia, son capaces de matar a un arzobispo, ¿creéis de veras que dudarían en derrocar a un rey?

Arundel hizo una pausa para que sus palabras fueran digeridas. Después adoptó un tono más razonable.

—También hay otra cuestión, la de la venta de indulgencias, que es despreciada por los lolardos. Una parte de ese dinero lo recibe la Corona.

El príncipe levantó la mano en señal de que había entendido el razonamiento.

—Si las lecturas lolardas de la Biblia están prohibidas, ¿por qué no irrumpimos en las reuniones y confiscamos los materiales? —preguntó—. Si es la ley del país... Porque es la ley, ¿verdad?

Thomas Arundel asintió con la cabeza.

—El decreto
De Haeretico Comburendo
, sobre la quema de herejes.

—Pues entonces, si es la ley, ponedla en práctica. ¿No tenemos soldados?

—Ya lo hemos intentado. Hasta quemamos a un sacerdote hereje, William Sawtry. Se hacen llamar curas legos, desacatan abiertamente la ley y cada vez son más. Se salen con la suya porque algunos de vuestros nobles han sucumbido a la herejía y los protegen. Incluso hay algunos que se sientan en el Parlamento. Sois consciente, imagino, del peligro que supone; si la herejía se propaga por el Parlamento... No avanzaremos hasta que hayamos encausado a una o más de estas personas.

—¿La nobleza? —preguntó el príncipe Harry—. Es una acusación muy grave. ¿Tenéis pruebas?

—No bastantes para ir a juicio, pero estamos resueltos a obtenerlas con vuestro permiso.

—¿Os referís a espiar a mis nobles? Me resisto profundamente a ello.

Gabriel sintió cierta simpatía hacia el príncipe. Estaba claro que no quería cometer el mismo error que su padre, Henry Bolingbroke; no quería que se le volvieran en contra la mitad de sus nobles. Una guerra civil sería un principio muy poco halagüeño para un nuevo reinado.

El ceño fruncido del arzobispo Arundel acentuó las arrugas de su rostro, que poco después relajó una sonrisa. Gabriel se lo vio venir.

—Incurrir en herejía es exponerse a acabar en el infierno —dijo el arzobispo—. Vos, como príncipe, sois responsable de sus almas. Seguro que ya lo sabéis. Quien lo sabía, y mucho, era vuestro padre, que no tuvo reparos en espiar a los nobles para salvar sus almas. Si se permite que esta herejía extienda su dominio, toda Inglaterra podría ser sometida a un interdicto del Papa. ¿Estáis dispuesto a tener tantas almas sobre vuestra conciencia?

Era el látigo que siempre usaba la Iglesia para llamar al orden a un monarca: la excomunión. Cerrar las puertas del cielo. Rechazar al rey y a todos sus súbditos. La desazón de Gabriel aumentaba a la par que la del príncipe Harry. No sabía muy bien qué papel le tocaba en todo aquello, pero cualquier persona que se acercase demasiado a Arundel estaba destinada a que el celo del arzobispo, todo fuego, le chamuscase el alma.

—Y una vez que se obtengan las pruebas —preguntó el príncipe—, ¿quién decidirá a quién procesar?

—Antes de emprender cualquier acción punitiva, todas las pruebas que se obtengan deberán ser presentadas a su majestad, en caso de que se recupere, o a vos, excelencia, si su majestad siguiera indispuesta. También es la ley—. Arundel frunció el entrecejo, como si no fuera una ley de su agrado—. Probablemente baste con el encausamiento de uno solo para que los demás vuelvan al redil.

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