Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Los ojitos redondos de Agatha se abultaron de virtuosa indignación.
La cara de Matilde se endureció, perdiendo su habitual benignidad.
—Tú cuídate de tu alma y deja en paz la mía. Nuestro Señor dijo que quitásemos la paja del propio ojo antes de...
Kathryn levantó una mano.
—¡Basta! Hermana Agatha, ya conocéis la regla. Sabéis que hacemos de amanuenses para toda clase de literatura. Las páginas copiadas son nuestra producción, como la de otras casas es el pan, el vino o el queso. Nosotras hacemos libros, y hacer libros nos da un techo bajo el que vivir y nos permite atender a los pobres de Rochester.
—¡Pero, reverenda madre, es que la hermana Matilde hacía algo más que copiarla! ¡La estaba leyendo! —Su voz chirrió de indignación—. ¡Le he visto mover los labios!
Kathryn bajó la voz para compensar la estridencia de la de Agatha.
—Tal vez nos fuera bien leerla a todas. Las palabras de nuestro Señor son instructivas para nuestras almas en cualquier idioma.
La cara de la hermana Agatha se puso tan roja como la tela que cubría la capilla de la Virgen, situada a sus espaldas.
—Una blasfemia es lo que es.
—Ya lo hemos discutido muchas veces, hermana. —Kathryn se bajó el velo en señal de despedida—. Si no queréis copiar la Biblia de Wycliffe, podéis trabajar en la
Vida de santa Margarita
. Nos han hecho varios encargos. O en las
Revelaciones divinas de Juliana
o en las de santa Brígida.
—¿Las de santa Brígida? Tampoco pienso tocar ese libro. Otra mujer demasiado instruida para su propio bien.
La abadesa sintió tensarse por sí sola su columna vertebral.
—Quizá os convenga una temporadita en el huerto. Labrar un poco la tierra y recoger la fruta podría ser el descanso que necesitan vuestras manos de escribana.
La expresión de la hermana Agatha delató su gran sorpresa.
—Pero si soy la mejor...
—El orgullo es un pecado mortal, hermana, y ninguno tan grave como el orgullo espiritual.
Justo antes de que Agatha bajara la cabeza y murmurase: «Como digáis, reverenda madre», Kathryn percibió una mirada de resentimiento y tuvo la certeza de que empeoraría.
Pero ya habría tiempo de ocuparse de ello. De momento tenía que cuadrar las decaídas cuentas de la abadía, y había dormido tan mal, con sueños poblados de antiguos recuerdos y antiguos anhelos...
Después de que se fueran las dos monjas (que esta vez cruzaron la puerta en fila, serena la una, la otra ocultando a duras penas su animosidad), Kathryn se tapó con la mano el ojo derecho para mirar la habitación. Era una prueba que hacía cada cierto tiempo. Últimamente la visión de su ojo malo parecía mejorar. Ya era capaz de distinguir la luz de la oscuridad, y a veces incluso formas y sombras, insustanciales como fantasmas.
Y una de esas formas fue lo que vio en la bruma luminosa: un antiguo fantasma, tan real que pudo divisar una mancha minúscula de azul en la punta de marta del pincel que tenía en la mano, azul a juego con el de sus ojos. El viejo corazón de la abadesa estuvo a punto de dejar de latir. Levantó una mano para tocarle, pero en vez de hallar la mano de la aparición, sólo se topó con la fría barra metálica de la puerta que habían dejado abierta las monjas.
Cosas de su imaginación. Nada más.
La visión, sin embargo, dejó tras de sí un desasosiego, una arruga en la paz que desde tantos años llevaba encima Kathryn como un manto. Probablemente sólo fuera el nerviosismo provocado por las monjas pendencieras cuyas almas tenía a su cargo, pero en todo caso era nerviosismo, y no sólo eso, sino una especie de soledad angustiada, la sensación de pérdida inminente que se podía experimentar junto al lecho de muerte de un ser querido.
Tonterías, fantasías de vieja. Lo mejor era ponerse a trabajar para que se le pasara. Se lo había enseñado la experiencia. Cuando estaba baja de ánimos, cogía la pluma y la mojaba en un tintero. Fue lo que hizo.
Pero no la aplicó enseguida al pergamino sobre el que se cernía ya el plumín. Sus pensamientos cayeron presos de la imagen de una niña que fingía pintar con la luz de un rayo de sol. La imagen hizo brotar lágrimas. Distaba mucho de ser la primera vez en años que se preguntaba qué habría sido de la hijita de Colin. Su nieta ya debía de ser toda una mujer, probablemente con sus propios hijos. ¿Y Finn? No, en eso no quería pensar. Ya hacía tiempo que había hecho las paces con su elección y no pensaba negarla en las postrimerías de su vida.
No supo cuánto tiempo se quedó sentada antes de que llamaran suavemente a la puerta, sacándola de sus ensoñaciones.
—Madre, ha venido a veros un fraile, el hermano Gabriel. Dice que le envía el arzobispo.
—Le recibiré en el locutorio.
¿Un fraile? ¿Qué traería hasta ahí a tan docto predicador? Esperó que sólo buscase hospitalidad para la noche. Los frailes, con su doctrina «pura», la ponían nerviosa. Siempre que leía sobre los fariseos, que retaron a Cristo, se los imaginaba con hábitos de dominicos.
Tapó el manuscrito que había estado copiando y comprobó que su rostro estuviera cubierto.
Fue a ver al fraile con el ánimo inquieto, cerrando bien la puerta al salir.
No temáis a quienes matan el cuerpo [...], todo
aquel que conoce la verdad, sea sacerdote o
lego, debería defenderla hasta la muerte; de lo
contrario, es un traidor a la verdad y también
a Cristo.
Jan Hus
, en una carta a los habitantes dePilsen, octubre de 1411
Anna cruzó deprisa la plaza de la Ciudad Vieja, cuyo empedrado hacía rebotar la luz en trémulas olas de calor. La iglesia de Tyn, con sus campanarios gemelos e irregulares erizados de agujas y pináculos, brillaba temblorosa bajo el sol veraniego de Praga.
Todo estaba más quieto de lo normal. Ni siquiera había palomas en la escalinata.
Subió hasta la gran puerta. No había ningún aviso de castigos públicos o censuras eclesiásticas. Tampoco en la puerta del ayuntamiento.
Sus malos presagios eran absurdos. La iglesia estaba silenciosa a causa del calor. Se estaba dejando llevar por la imaginación. Lo más probable era que Martin y los otros hubieran sido liberados con una simple amenaza. Decidió volver a casa y decirle a su abuelo que sus temores eran injustificados, que aquel recado era tiempo malgastado y que habría sido mucho más provechoso emplearlo en lavar la ropa sucia, pero justo entonces oyó gritos que venían del río Vltava, más concretamente del puente de piedra. Gritos de ira. Abucheos.
Al acercarse, se puso más nerviosa. ¿Azotes públicos? No quería ver al pobre desgraciado. Ya había visto una vez azotes públicos. Sería mejor ir a la universidad para informarse de si habían puesto en libertad a los estudiantes.
El clamor aumentaba.
Los azotes que había presenciado Anna los había recibido un cazador furtivo, sorprendido matando ciervos del rey en
Hrad
cany. Le habían llevado a la plaza de la Ciudad Vieja para dar ejemplo. Todos los burgueses estaban de acuerdo en que azotar al villano en vez de ahorcarle, tal como decretaba la ley, era un gesto de clemencia, un favor otorgado por el rey Wenceslao.
A Anna no le había parecido nada clemente. A aquel hombre, cuyo delito era buscar carne para su familia en lo más crudo del invierno, le habían desnudado de cintura para arriba y la guardia del rey le había atado a un poste mientras su mujer los veía dejar su espalda en carne viva. La pobre forcejeaba y gritaba el nombre de su esposo mientras la sujetaban los soldados. Karl, se llamaba Karl, y tenía más o menos la misma edad que Martin.
¡Martin! Pero no, los azotes los administraban hombres del rey, y el rey apoyaba a los husitas. ¿O no?
Además, razonó Anna, no habrían dado azotes en el puente.
¡Pues entonces una inmersión! Una advertencia a todos por parte del obispo. Para eso no necesitaba el permiso del rey. Martin odiaba el agua. Hasta evitaba coger peces con la mano en los bajíos.
Se recogió la falda y echó a correr.
Al acercarse a la torre almenada de acceso al puente, se cruzó con estudiantes que corrían en sentido contrario. Uno de ellos la apartó sin contemplaciones.
—¡Mira por dónde...!
—¡Anna!
Le cogieron el brazo. Era un hombre de edad avanzada. Jerome.
—No, Anna, no vayas. Es mejor que no veas...
—Tengo que ir con él. Sea cual sea el castigo, debe saber que estoy cerca para darle valor.
Se soltó y empezó a avanzar entre la muchedumbre con el pulso desbocado.
Dejando atrás la torre.
—Anna, te verán y...
Y el gran crucifijo de bronce que la decoraba.
Casi no se dio cuenta de que Jerome le estiraba la falda, hasta que la soltó.
—Anna, por favor... Piensa en tu abuelo, por favor. ¡Vas a ponernos a todos en peligro!
Siguió adelante sin saber si Jerome aún la seguía. Le daba igual. Llegó al frente de la muchedumbre, donde de pronto todo era silencio.
Todos los ojos miraban hacia arriba. Hizo lo mismo.
Junto al gran crucifijo de bronce de Jesús había tres postes; como las tres cruces del Gólgota, pensaría después, cuando en lo más profundo de la noche reprodujese mentalmente una y otra vez las truculentas imágenes.
En lo más alto de cada poste había una cabeza humana.
A la izquierda Jan, el del trívium. A la derecha, Stasik.
Y empalada en el poste de en medio, la cabeza de Martin, del antaño guapo Martin, con sangre goteando de sus rizos negros sobre las piedras del puente.
* * * * *
Finn esperaba el regreso de Anna. La había visto cruzar la plaza y perderse de vista en dirección al río. Los nervios y la intensidad de la luz que entraba por la puerta abierta le daban dolor de cabeza. Sólo conseguía aspirar pequeñas cantidades de aire. Sabía que tenía fiebre. Lo notaba en la piel reseca de los labios y en que se le pegaba la lengua al paladar. También tenía frío. A pesar de las olas de calor que temblaban al sol, él tiritaba debajo de una manta, anhelando cerrar los ojos para protegerse del resplandor, pero sin cerrarlos por si volvía Anna.
Finalmente apareció en la puerta.
Se apoyó en el marco sin cruzarlo. Tenía la cara lívida y la piel tensa por encima de los huesos.
Finn se llevó una mano al corazón. Finalmente sucedía, y a pesar de las amenazas del arzobispo y de las advertencias de Hus, le pillaba desprevenido.
Se levantó y fue hacia la puerta lo más deprisa que pudo, para coger a Anna antes de que se cayera.
Ella tenía los ojos muy abiertos, fijos.
—
Dĕdeček
, han matado a Martin. Le han... cortado la cabeza.
Se le quebró la voz en la última palabra, llena de incredulidad. Hablaba tan bajo que Finn sólo la oyó porque la tenía en brazos.
—Se la han cortado a todos.
¿Decapitados? ¿Había oído bien? Debía guardar la calma por el bien de Anna.
—Tranquila, no pasa nada.
Nada más pronunciar esas palabras, las mismas que siempre había usado para calmar el llanto de su nieta, pensó en lo absurdas que sonaban. No tenía en sus brazos a una niña que se hubiera arañado la rodilla o a la que se le hubiera roto su juguete favorito. Habían matado, prácticamente en sus narices, a quien debía ser su futuro marido. Había sido mala idea hacerla salir de casa. Debería haber ido él, pero no se imaginaba que la situación llegase a esos extremos. Dios, por favor, que no hubiera tenido que presenciar la ejecución...
—Cuéntamelo, pequeña.
—En el puente. Las cabezas están clavadas en picas... en el puente.
La llevó al banco de madera que había junto a la ventana, sintiendo su peso en los brazos y en el corazón.
—Cuéntamelo todo —dijo, acariciándole la cabeza—. Estoy aquí.
—Están muertos —susurró Anna con voz ronca—. Sus cabezas en picas, en el puente. Los tres. Jan, Stasik... y Martin. Martin está en el centro. Como Cristo.
Finn cerró los ojos y respiró dolorosamente ante la visión que despertaban las palabras de Anna. Sabía que la persecución era inminente, pero no se había imaginado que pudiera estallar como una tormenta sobre sus cabezas. Creía que habría más avisos, y hasta entonces sólo se oían truenos lejanos, rumores en el horizonte. Esperaba tener tiempo, si no para protegerse a sí mismo, sí para protegerla a ella. ¡Qué egoísta había sido, qué tonto y ciego!
—Martin quería pedirte mi mano, pero le hice esperar. Mal hecho. Entonces habría sido menos imprudente. Es culpa mía..., culpa mía... por hacerle esperar.
Anna empezó a sollozar a grandes bocanadas que le henchían temblorosamente el pecho, robándole el aliento, como se lo robaban a Finn.
—Cállate, niña. ¡Qué va a ser culpa tuya! Si hay algún culpable, aparte del arzobispo, soy yo, no tú. Debería haberlo previsto.
Anna empezó a levantarse, pero se derrumbó en el suelo y abrazó los pies de Finn, escondiendo la cara en sus rodillas. Él luchó por recuperar el dominio de sí mismo, sintiendo el temblor de los hombros de su nieta a través de la tela de sus pantalones.
Durante la infancia de Anna, él nunca la había llevado a ver las cabezas sobre picas de los delincuentes, como era costumbre entre los padres (la lección perfecta: o te portas bien o algún día tu cabeza podría acabar allá arriba, y si no puedes portarte bien, al menos sé listo). Se arrepintió. Entonces aquel trance no habría sido tan duro para Anna, sino algo normal. Porque era algo normal. «Y sin embargo esta vez son chicos que conoces, que quieres, a quienes ayudaste a llevar hacia el peligro», insistía una voz en su cabeza.
Stasik y Jan. Y Martin. Sus cortas vidas apagadas como velas. ¿Qué sería de Anna?
Su viejo corazón latía erráticamente. Respiró para llenarse los pulmones, porque tenía la sensación de que se les escapaba el aire. ¡Tiempo! ¡No había bastante tiempo!
—No hables, Anna. Haz de tripas corazón. —Lo dijo casi sin resuello—. Tienes que ser fuerte. A Martin y a los otros ya les lloraremos. Ahora mismo tenemos que salvarnos. Levántate y ve a buscar a Jerome.
—Ya le he visto,
Dĕdeček
; estaba en el puente, donde han..., donde he visto...
—Ya lo sé, pequeña, ya sé qué has visto, pero no tenemos mucho tiempo. —Finn hizo acopio de aire, mientras sentía un silbido en sus pulmones—. Jerome volverá a la universidad para avisar a los demás. Dile que tengo que verle ahora mismo. Tengo que darle instrucciones.