La comerciante de libros (12 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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En esas ocasiones se despertaba como de un sueño, recordando lo escrupuloso que era su abuelo en sus hábitos personales, y acordándose también de su infancia, cuando él se esmeraba en convertirle el pelo en una perfecta corona de trenzas. Eran los tiempos en que vivían en Gante, antes de que empezara la mala época de la ciudad, de que los ingleses comenzaran a fabricar los tejidos por los que había sido famosa Flandes y de que los grandes mercaderes de paños se volvieran demasiado pobres para comprar libros.

Aunque Anna se hubiera marchado de Gante a los seis años, aún se acordaba del nombre de la calle donde vivían: Sint Veerleplein. A veces soñaba con ella, sobre todo por la mañana, cuando su cerebro ya había dormido bastante pero su voluntad se negaba a despertar. A mediodía, cuando el sol calentaba la cara este de su dormitorio, sacándola del olvido del sueño y forzándola a salir del lecho, Anna esperaba despertarse en aquel lugar de su infancia.

Hasta que se acordaba.

Y el tuétano se le volvía plomo y la dejaba con unos brazos y unas piernas demasiado pesados para moverse.
Dĕdeček
no estaba. Dormía en el camposanto, detrás de la iglesia de Tyn. Se había quedado totalmente sola. Y Martin... Cuando pensaba en Martin, con su sonrisa traviesa y la luz de sus ojos, la abrumaba el dolor hasta el punto de que gritaba en voz alta y aporreaba las paredes de su cuarto, pero lo único que conseguía era magullarse las manos tanto como el corazón.

Ni siquiera estaba maese Jerome. Le habían detenido tres días después del entierro del abuelo de Anna. La noticia se la había dado Jan Hus, junto con el consejo de vender sus pertenencias e irse a vivir con sus parientes. Incluso le había ofrecido la ayuda de un diácono de la capilla de Belén, pero Anna había declinado amablemente la propuesta.

Después se había acostado tras apagar la luz.

¿Cómo podía irse y dejar a
Dĕdeček
durmiendo solo en el cementerio de Tyn? Le había prometido buscar refugio en el castillo de sir John Oldcastle; tenía escrito el nombre en el cerebro, pero seguro que su abuelo no pretendía que emprendiera el viaje en solitario, y ahora ya no había nadie que pudiera acompañarla.

Muy de vez en cuando, avergonzada por el recuerdo de la escrupulosidad de su abuelo, Anna se peinaba, se cambiaba de vestido y de camisa, y barría la ceniza del hogar, donde no había lumbre encendida para cocinar. Incluso había veces en que engullía una galleta fría. Después entraba en el cuarto de su abuelo y buscaba su presencia con el sigilo de un fantasma, para no turbar el aire. Si se sentaba en la silla de
Dĕdeček
y se quedaba muy quieta, quizá él sintiera su dolor y apareciese. Pero nunca lo hacía.

Siempre se iba del cuarto con el mismo sigilo que al entrar, de puntillas, para no dejar ni siquiera el sonido de las pisadas en el suelo. Después se iba a comprar dos ramilletes a las floristas de la plaza.

Uno para el camposanto.

Otro para el puente.

Cada día lo mismo.

El viejo florista se compadecía de ella. Anna se lo veía en los ojos, aunque ella nunca le hubiera dicho para qué eran las flores.

—Dos al precio de uno —le decía—. De todos modos se marchitarían pronto.

Anna siempre intentaba darle las gracias, pero no le salían las palabras.

Era otro día como los demás, con el sol cerca del horizonte, cuando Anna salió del camposanto en dirección al puente. En la tierra de la nueva sepultura, endurecida por el sol, ya se empezaban a juntar las sombras. Cuando llegó al puente, la sombra del
hrad
de la colina se recostaba en el río.

Tenía en la mano izquierda el ramillete y en la derecha un puñado de piedras recogidas en la orilla del río. El primer día ya había empezado a gritar y a tirar piedras a los pájaros carroñeros, con tal éxito que éstos se habían dispersado entre batir de alas y graznidos, formando círculos en el cielo profundamente azul hasta posarse como gárgolas sobre la balaustrada de la entrada del puente. Sin embargo, Anna era consciente de que sólo esperaban a que se fuese para regresar. Aquel día sólo pensaba en proteger los cráneos, como Rizpah en la Biblia hebrea iluminada por
Dĕdeček
; Rizpah, que se pasaba meses acampando al pie de los cadáveres ahorcados de sus hijos para evitar su profanación. También Anna se había quedado agazapada durante horas en la base de las picas, lanzando gritos y piedras a las aves.

Pero sin mirar la cabeza de Martin.

No soportaba la idea de que el grotesco objeto clavado en la pica hubiera sido la hermosa cabeza de Martin. Prefería mirar las otras dos por si los pájaros daban señales de volver, porque siempre volvían. Entonces sacudía las picas y gritaba, tirando sus piedras a los cuervos hasta que llegaban soldados para echarla. Y así, día tras día, se iba temblando de alivio de que la expulsaran, pero llena de lágrimas y de reproches a sí misma por no tener la valentía de Rizpah.

Un día más, al acercarse al puente, hizo el esfuerzo de mirar hacia arriba, temiendo lo que pudiera encontrar, pero esta vez no había pájaros encaramados a la lisa calavera, ni uno solo.

El puente estaba vacío.

También lo estaban las orillas, a excepción de una vieja encogida al pie de un sauce, justo al borde del agua. La vieja murmuraba y sacudía la cabeza. El pavimento de piedra del puente irradiaba olas de calor y luz. En la parte central del puente montaban guardia las picas. ¿Era un efecto de luz o estaban vacías? ¿Había roído el duro hueso algún carroñero, algún ave del diablo salida del infierno con la misión de que su pico de hierro devorase aquel último vestigio?

Anna apartó la vista de la pica para contemplar el sol poniente, como si la respuesta pudiera estar grabada en su sangrienta faz. Un gran pájaro de alas negras flotaba por delante del hinchado orbe, en perezosos círculos. Anna volvió a mirar las picas. Tres postes, negros contra el sol, ninguno de ellos con adorno en la punta.

Soltó las piedras y, recogiéndose el vestido con la mano libre (la que no sujetaba las flores), corrió hacia el centro del puente. Ya no se oían los murmullos de la vieja. Anna estaba sola en el puente, corriendo por un mundo suspendido en el calor y el silencio. Las flores se balanceaban, sembrando esquirlas de color por las losas grises del suelo.

Se paró en seco en el centro del puente y miró hacia arriba. No, no era un efecto de la luz. Las picas estaban vacías. Las calaveras habían desaparecido.

Se quedó petrificada, con la mirada en lo alto y los músculos de la nuca agarrotados, y en aquel momento no se le apareció la cabeza de Martin en la pica central, sino otra: sus propios rizos claros, su propia boca muy abierta, morada de avispas y moscas. Gritó un poco y parpadeó con fuerza.

Después cerró los ojos, pero la imagen también se había pintado en sus párpados.

Sacudió intensamente la cabeza para ahuyentar la horripilante visión. Después abrió los ojos. Las picas volvían a estar vacías, aunque parecía que oscilasen un poco. A menos que fuese ella la que se balanceaba... Bajó la cabeza.

No era normal tanto silencio en el puente al cabo del día. Era como si hubiera vuelto Jesucristo en busca de sus santos, y sólo ella hubiese quedado abandonada y sola sobre el puente, sola en un mundo donde hasta el propio sol se había vuelto de sangre; ella y la vieja encogida al pie del puente, a la orilla del río, mirando a Anna como si todo fuera una gran pantomima...

«Debería llorar por Martin», pensó: un último reguero de lágrimas por quien habría sido su esposo; un hombre bueno, un hombre de hermoso semblante y de carácter todavía más hermoso. Un hombre que la había amado. Un hombre que habría sido el padre de sus hijos.

Sin embargo, sentía las cuencas de los ojos tan secas como las piedras cuyo ardor traspasaba el cuero de las suelas de sus zapatos. ¿Qué duelo guardar entonces por aquella despedida, la última, si ya no le quedaban lágrimas? Cogió las piedras, lisas y calientes, que había dejado caer cruzando el puente, y formó una cruz al pie de la pica. Después retrocedió para observar el resultado: una forma apenas más sólida que la bella carne desaparecida para alimentar a los pájaros. Sin embargo, la cruz aún marcaría aquel lugar durante un tiempo. Los viajeros que cruzaran el puente no osarían deshacer una cruz.

Miró el ramillete mustio que tenía en la mano, quebrados sus frágiles tallos por la presión del puño. Ya había terminado su vigilia. Ya no habría pájaros que ahuyentar. No más pájaros..., excepto en sueños. ¿Y ahora? ¿Qué hacer? Se apoyó en el pretil y miró el agua. Parecía tan fresca...

¿Adónde se las habían llevado? ¿Dónde estaban las cabezas de los tres jóvenes? Escrutó el agua y sus ondas oscuras a la sombra del puente. ¿Tan malo sería estar allá abajo? Era un sitio fresco, oscuro, hondo... Envidió a Martin por la paz de aquel lugar. No había que huir de nada. No hacía falta esconderse. Aquellas aguas sofocarían la hoguera de un obispo airado. Un bautismo final.

¿Lo que brillaba en el agua era un hueso blanco?

No, sólo era un pez reflejando la luz. Anna se inclinó y, con sensación de vértigo, fue tirando las flores al agua. El calor del puente se elevaba en ondas. Las piedras tórridas del pavimento tenían un olor característico. «¿Qué hacer? Sir John Oldcastle, lord Cobham.» El nombre se repitió por sí solo en su cabeza, pero ¿cómo cruzar el mar hasta Inglaterra? No podía volar, a diferencia de la gran gaviota cuya silueta ascendía contra el sol.

Quedó hipnotizada por las flores que bailaban en el viento y se alejaban flotando por la superficie rizada de las aguas. Tuvo la sensación de flotar junto a ellas.

Y de repente flotaba.

Anna jamás llegaría a saber si había sido un salto o una caída, si el calor, la pena y el esfuerzo hecho en el puente la habían llevado un paso más allá del cansancio, o si era el anhelo de su alma el que había impuesto su voluntad al cuerpo, como un titiritero invisible.

Sólo supo que al zambullirse en el agua fría sintió una repentina ligereza, como si le hubiesen quitado de encima un peso atroz. Levantando sus faldas, el agua la hizo mecerse como un pétalo, una hoja, una libélula flotando en la faz de las aguas.

Libre. Libre de todo su dolor. Libre de su promesa.

Un espíritu que ya no era esclavo de la carne. Después su ropa se empapó y ella se empezó a hundir. No se resistió. Se sumergió sin más en la fresca oscuridad, abrazando a la muerte como si fuera el amante imaginado.

¿Habría sido así con Martin? A menos que no fuera el río, sino Martin, quien la abrazaba, y el río no fuera más que un sueño, y la cabeza de la pica una terrible pesadilla... Se relajó mientras se alejaba despacio de la superficie y de sus ondas. El agua se cerró sobre sus ojos, penetró en su boca y la encerró en su seno, aceptándola como previamente había aceptado las otras ofrendas caídas desde el puente.

En la superficie del agua, un pétalo se enganchó a una pluma errante y flotó suavemente hasta la orilla, donde aguardaba la vieja.

X

¿Quién al señor distinguirá del siervo

(aunque su amigo fuera en vida)

al ver su carne a huesos reducida

y a gusanos comiéndose su cuerpo?

Cristianos, judíos y paganos, todos sirven

a aquel que nutre a maravilla a cuanto vive.

Walter Von Der Vogelweide
(siglo XIII)

Anna se despertó. Una punzada de pánico.

Aquellos gritos, aquel
bek, bek, bek
, ¿eran los alaridos de las almas de los condenados? Abrió despacio los ojos. Aquella luz, aquel resplandor rojo en una especie de cueva, ¿era el reflejo de las calderas del diablo? ¿Tendrían razón desde el principio los curas de sotana negra que amonestaban a los fieles sobre la perdición de las almas inconfesas? ¿Estaban ahorcando su cuerpo y llevándolo a rastras por las calles en castigo por el suicidio al tiempo que su alma se despertaba en el infierno?

No. Algo más que su alma. Sentía su cuerpo físico. Le dolía. Pero ¿cómo podía no dolerle en el tormento eterno? Al menos era lo que habrían dicho los doctos frailes.

De todos modos, si se trataba del infierno no olía a azufre. Ni por asomo. En eso se habían equivocado. A lo que olía era a fritura. Se oía un silbido de grasa muy caliente. No era un olor desagradable. Olía como a... ¿panceta? La incongruente imagen de un diablo con cuernos aguantando la horquilla sobre el fuego como si fuera un espetón la habría hecho reír, si hubiera tenido aliento para risas. O gritar de miedo, si hubiera tenido aliento para gritos.

Abrió la boca e intentó respirar profundamente, pero se atragantó de aire demasiado caliente y empezó a toser y escupir. Se incorporó, presa del pánico. La luz roja parpadeaba y ondulaba al fondo de un espacio pequeño y alargado, con la fuerza de una cortina de ascuas. Con el siguiente hilillo de aire, sus pulmones temblorosos volvieron a sofocarla. La cortina se abrió. El movimiento provocó un chisporroteo, un estremecimiento de brasas.

Apareció una anciana, de rostro moreno y arrugado, y recio pelo gris. ¿Un secuaz del demonio que venía a atormentarla? ¿A roerle el hígado o a retorcerle las carnes con pinzas al rojo vivo, como en los relieves de las puertas de las catedrales?

—Bebe, niña.

Unos ojos extraños se movían rápidos como luciérnagas sobre una mano con aspecto de garra, que le tendía un vaso de metal. ¿Un vaso de agua en el infierno? No, a menos que aquel ser viniera a tentarla, como a Tántalo...

Anna cogió el recipiente metálico y lo sujetó con ambas manos, pero sin beber. Tosió otra vez, con menos fuerza. Los espasmos del pecho se estaban suavizando. Empezaba a acordarse.

Y el pánico comenzaba a remitir.

Levantó la cabeza con cuidado, sintiéndola pesada, abotargada, a pesar de lo cual pudo examinar con calma lo que la rodeaba. Estaba tumbada en un suelo de madera, sobre un montón de mantas. El techo era semicircular. Había ventanas en los lados, con telas tupidas que filtraban la fuerte luz del sol. La cortina de brasas del fondo estaba hecha de hileras de cuentas de colores vivos. La vieja con el vaso, las manos como garras... Era la vieja de debajo del puente.

Algo intentaba despuntar: un recuerdo, como de algo soñado; el recuerdo de ser sacada del agua, golpeada, vapuleada, llevada medio a rastras y, por último, levantada por muchas manos (bajo ojos negros de mirada escrutadora y rostros llenos de curiosidad) a donde estaba ahora. Era una especie de carro, no del todo distinto a los suntuosos carruajes en que se desplazaba la nobleza, pero más pequeño y de peores materiales.

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