Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
La abadesa ignoró el comentario y el tono de admiración con que fue pronunciado.
—El hermano Gabriel es un hombre encantador, pero me alegro de no tenerle cerca durante una temporada, al menos hasta haber pensado en alguna solución para el problema de la hermana Agatha.
Se levantó.
—Venid, voy a daros las copias para la reunión de esta noche. Eso sí, os aconsejo que las escondáis muy bien, porque percibo un endurecimiento de la voluntad romana, y el arzobispo no piensa en otra cosa que en su legado.
—Daré los evangelios a los congregantes.
—Pues sed cauto a la hora de distribuirlos, amigo mío. El hermano Gabriel dice que pronto el mero hecho de tener una Biblia en inglés será bastante para ser acusado de herejía.
—Sí, yo también lo he oído. Es una ley con mucho apoyo dentro del Parlamento, aunque yo estoy luchando con el mismo denuedo en contra de ella. Por otro lado, tengo la corazonada de que el nuevo rey tenderá a la tolerancia. Le conozco; es un hombre razonable, y según los rumores el viejo Arundel está a las puertas de la muerte. Sin combustible, se apagará la llama.
Era una buena noticia. A la abadesa le sorprendió que el heredero de Enrique IV pudiera ser menos hostil a su causa, pero sabía que sir John, dada su pertenencia al Parlamento, era una fuente de información fidedigna.
—Aja... Conque pronto tendremos nuevo rey y nuevo arzobispo. ¿Y vos albergáis esperanzas para la tolerancia religiosa?
—Sí, abadesa, estoy esperanzado; esperanzado, pero cauto. En lo tocante a Roma, nunca se puede estar seguro de la tolerancia.
—No, seguro nunca —dijo ella—. Al menos si se es prudente.
Sonó tres veces una campana, llamando a las hermanas a la oración.
—Tenemos que darnos prisa, no sea que la hermana Agatha os sorprenda con los brazos cargados de libros.
Salió con sir John del jardín soleado y, cruzando la penumbra de la capilla, le acompañó al cuarto de las visitas.
—Esperadme aquí —le indicó.
Se fue a su habitación y entró en el ropero, de cuyo más profundo recoveco sacó un montón de manuscritos.
Cuando volvió con su carga al locutorio, sir John corrió en su ayuda.
—¡Menudo cargamento! ¿Cómo podéis copiar tantos? preguntó—. ¡Sobre todo con lo reticentes que son vuestras monjas!
—No todas lo son. Algunas están muy entregadas a la causa. Además, cada una cree que las demás trabajan en otros menesteres. Lo otro (poesía, textos latinos, cancioneros y opúsculos de agricultura) lo dosifico en la cantidad necesaria para que aparentemos legitimidad.
Tras comprobar escrupulosamente que encima de todo hubiera algunas páginas de «lo otro», abrió un gran saco para meter el cargamento.
—El recibo está dentro del último ejemplar. Ya sabéis que lo copiaríamos gustosamente a cambio de nada, al menos algunas de nosotras, pero sin vuestro generoso tributo no podríamos continuar. Sólo somos un grupo de monjas pobres, sin una triste donación o dote digna de ese nombre. Os agradecemos muchísimo vuestra protección.
—Y yo vuestro esfuerzo. Si vos y las hermanas no tuvierais que dedicar tanto tiempo a cumplir mis encargos, produciríais bastante de «lo otro» para tener bien provisto el refectorio. Concentraos en que sigan saliendo y no os preocupéis por el coste.
La abadesa agradeció la naturalidad con que sir John restaba importancia al gasto, así como la profundidad de su bolsa.
—¿Cómo difundís tantos? —preguntó.
—Los sermones de Wycliffe los mando a la Universidad de Praga a través de los alumnos de intercambio de Oxford. Allá el movimiento está más que en sazón. Traducen los textos de Wycliffe al idioma de Bohemia con la misma velocidad a la que es capaz de quemarlos Roma. Los sacerdotes laicos pueden usar tantos evangelios como sean capaces de producir vuestras industriosas escribanas y más. La gente está hambrienta de la verdad de la Palabra.
—Es un gran riesgo, sir John. ¿Por qué lo hacéis?
La abadesa se frotó la parte del brazo izquierdo que se resentía del peso de los manuscritos.
—¿Por qué, me preguntáis? La respuesta es muy fácil, abadesa: cuando un hombre ha visto la luz de la verdad, ya no puede darle la espalda, al menos si quiere seguir llamándose hombre. Yo os pregunto lo mismo. Os sería muy fácil mantener este recinto sin copiar textos de contrabando. Es una empresa peligrosa para vos, sobre todo si el Parlamento prohíbe la posesión.
—¿Yo? Yo lo hago por él.
—Por nuestro Señor.
—Sí, también —dijo la abadesa, sorprendiéndose a sí misma; sorprendiéndose de haber dado voz a un secreto tan oculto en sus entrañas que en realidad nunca lo había reconocido ni para sus adentros.
Sir John sonrió.
—Ese conejo no lo cazaré —dijo—. Las damas tienen derecho a albergar secretos en su corazón.
La abadesa le vio salir por la puerta con el pesado saco en un brazo, como si se tratara de un simple saco de nabos, y temió por él; tembló por la confianza que tenía en su propio poder, en sus capacidades y en su causa. No sería el primer hombre fuerte a quien hubiera visto abatido por culpa de una excesiva confianza en el poder de la verdad.
«Secretos en su corazón», había dicho.
En el cuarto de la abadesa no hacía tanto calor. Al mirar por la ventana que daba al jardín del claustro, vio que había vuelto la mariposa amarilla y que estaba posada en una caléndula. Sus alas palpitaban en el silencio, moviéndose apenas, suspendidas en el calor. Todas las monjas estaban en la capilla. Su canto llano respondía a los murmullos del anciano sacerdote, que leía el oficio divino. Parecía el zumbido de las abejas en verano. La abadesa decidió concederse el más exquisito de todos los lujos: sentarse tranquilamente en la sombra de su habitación. Mientras el sol de la tarde maduraba el luminoso jardín que se abría a los pies de su ventana, y mientras los seres que vivían en aquella clausura, tanto humanos como no humanos, cumplían sus labores bien pautadas, ella se detendría en sus recuerdos como una avara feliz examinando una por una las joyas del arcón de su memoria.
Al apartar el velo, sintió una ráfaga de aire en su mejilla izquierda, y por primera vez en mucho, mucho tiempo, reconoció la humedad de una lágrima que resbalaba por su rostro destrozado. Por eso lo hago, sí, pensó. Lo cual no quería decir que no creyese de todo corazón en el derecho de la gente a hablar directamente con Dios y a leer la verdad esplendorosa de los Evangelios en un idioma que entendieran, de igual modo que reconocía lo cierto de las otras doctrinas que condenaba la Iglesia en la herejía lolarda. De modo que sir John no iba tan errado en su interpretación de la respuesta. En efecto, lo hacía por él, por Dios.
Sin embargo, podría haberle servido de muchas otras maneras, todas menos peligrosas. Si estaba dispuesta a Correr el riesgo y a trabajar cuando sus años ya hacía tiempo que no lo aconsejaban, era por otro «él»: porque con cada trazo de su pluma, con cada texto pasado de contrabando, sentía su recordada presencia. Y sabía que él habría estado satisfecho. Copiar la palabra de Dios era una ocupación que compartía con un viejo amor.
Intentó acordarse de la forma de su mano al sujetar la pluma, de su ceja arqueada y del contacto de su mano en la piel; de su cara, pero no podía. Todo eso se le había escapado hacía una eternidad. En cambio, durante todos esos años, cada vez que se le agarrotaban los dedos de cansancio y le dolían los ojos por el exceso de trabajo, tenía la sensación de compartir la habitación con él. Cerró los ojos e invocó una vez más su presencia.
Algo después oyó arrastrarse los pies de las hermanas, que regresaban silenciosamente de la capilla. Lo siguiente fue un murmullo de voces en el refectorio. Estaban poniendo la mesa para la cena. La abadesa se bajó el velo, encendió la lámpara y cogió la pluma en espera del golpe en la puerta que la convocaría a una cena sencilla en compañía de mujeres.
* * * * *
Will Jaggers odiaba robar a los curas; daba mala suerte, y aquél, a juzgar por lo gastado de su hábito, la llevaba consigo a todas partes. Por otra parte, probablemente en su bolsa hubiera pan y tal vez una corteza de queso, y Will Jaggers no comía desde el día anterior, desde el mísero mendrugo que le habían dado en la cocina del castillo de Rochester, más conocido por la dama blanca fantasma que erraba por sus almenas que por su caridad.
A pesar de la hora (ya avanzada la mañana), el cura aún dormía delante de la hoguera. Iba a ser un trabajito fácil, aunque Will tendría que moverle. Se acercó sigilosamente y estiró con cuidado la correa de la bolsa. El cura no se movió. Dentro de la bolsa había una botella (lo vio por el contorno), y no de agua, a juzgar por lo profundamente que dormía el cura. Will le hizo rodar con menos suavidad para dejar libre la bolsa, momento en que dijo una palabrota y se santiguó.
Will Jaggers ya había visto bastantes muertos a lo largo de su vida para saber reconocerlos. En caso contrario, lo habría deducido del cuchillo clavado hasta un puño de factura tosca en el pecho del cadáver. ¡Pobre desgraciado! Seguro que ni siquiera había tenido la oportunidad de defenderse. Lo raro era que no hubiese indicios de robo.
Probablemente se hubiera cruzado con una pandilla de fanáticos que estaban en desacuerdo con sus preferencias religiosas y que habían tenido la ocurrencia de librar al mundo de un hereje más. Era uno de aquellos curas pobres, los lolardos, que no tenían fama de vivir muy desahogadamente. Will pensó que había que tener muy mala suerte para toparse con un cura pobre y muerto, en vez de con un fraile rico, pero, bueno, no estaba todo perdido; ahora que se avecinaban noches frías, al menos la sotana le daría calor, y un cura pobre conseguía mejores limosnas que un vulgar mendigo.
Miró a su alrededor, y cuando estuvo seguro de que no le veía nadie, arrastró al cura detrás de los arbustos y le desvistió en un santiamén. Lo que le dejó fueron los calzoncillos. Hasta los muertos se merecían un mínimo de dignidad. Después se puso la sotana marrón y posó un momento con los brazos cruzados y las manos dentro de las anchas mangas. Se probó la capucha. Perfecto para una noche fría, sí, pero no para el sol de la tarde, que era lo que brillaba en el cielo. Se quitó la sotana, recogió la bolsa y la giró del revés. Lo único que flotó hasta el suelo fue un trocito de papel. De comida nada, ni un mendrugo enmohecido. La botella sólo contenía agua. La tiró al suelo, asqueado, y recogió el papel.
Era un mapa.
Aunque no supiera leer, reconoció el dibujo muy rudimentario de un castillo, con una gran torre redonda que recordaba mucho la de Rochester. También había una línea que se curvaba hacia el nordeste hasta acabar en una equis, otro dibujo mal hecho de una torre más pequeña y las letras COOLING C. No había que ser muy listo para deducir que el cura había salido de Rochester en dirección a otro lugar. Will conocía otro castillo en la zona, justo al norte de Gravesend: el de lord Cobham. Había pasado una vez, y el cocinero le había dado una empanada, una jarra de cerveza y un poco de pan para el viaje. Quedaba un poco apartado del camino principal, sobre un despeñadero que dominaba las marismas. Había que andar bastante, pero quizá valiera la pena. Probablemente le dieran una buena comida.
Mientras tapaba el cadáver con maleza (al menos no se quedaría a la vista de todos), intentó acordarse del padrenuestro, pero sus esfuerzos fueron vanos y al final sólo se santiguó y masculló:
—Que tenga un buen día, padre.
Fue hacia el oeste, en dirección a Gravesend, con la sensación de no ser un mendigo. Caminaba despacio, con las manos en las mangas.
El hermano William. Sonaba bien.
—Dios te bendiga, hijo mío —le dijo a un arbusto esmirriado.
Sonrió al pensar en lo oportuno que era poder impartir la bendición en inglés. Ni siquiera tendría que preocuparse de farfullar falsas palabras en latín.
Alguien más sensato que Will habría tenido en cuenta que una bendición en inglés podía ser perfectamente lo que había llevado a la muerte al propietario original de la sotana robada.
* * * * *
Mientras cubría a caballo la legua y media de regreso desde el castillo de Cooling, el hermano Gabriel se regañó a sí mismo. Debería haberse despedido personalmente de lady Cobham. Seguro que a sir John le había extrañado su visita: un rodeo hacia el norte de una legua y media, cuando el rumbo del cura era hacia el sur, y todo con el simple pretexto de despedirse de dos personas a quienes acababa de conocer, argucia torpe entorpecida aún más por su sonrojo adolescente... Ya sabía que el señor y la señora de Cobham sospechaban que les estaba espiando. Una visita cuyo propósito era hacerles bajar la guardia había logrado lo contrario: atizar las sospechas a causa de su estúpido comportamiento.
Ya faltaba poco para Rochester. Esta vez no tomó el camino de la abadía. La abadía... He ahí un lugar donde sí le echarían de menos. Se había ganado el favor de todas las hermanas, sobre todo de una que se sentía halagada por su compañía. La hermana Agatha tenía la lengua muy suelta. Con lo que le había oído decir, el hermano Gabriel ya tenía la certeza de que la abadía estaba metida en la herejía hasta los codos. Por mucho que la abadesa pretendiera no aceptar más encargos de Escrituras en inglés, Gabriel sabía que, como mínimo, tenía un buen cliente, pero ¿cómo demostrarlo? La posesión de una sola copia, como la que Cobham tenía audazmente a la vista de todos en su solana, no bastaba para acusar de herejía a un noble; tal vez a un campesino o incluso a un mercader, pero no a un lord inglés con asiento en el Parlamento, ni a la abadesa a quien protegía dicho lord. De todos modos, a decir verdad, el hermano Gabriel dudaba de que una sola y pequeña abadía pudiera producir bastante para la exportación. Se lo diría al arzobispo en su último informe.
Arundel le había aconsejado ausentarse brevemente de la abadía y de los Cobham para aliviar las sospechas: un interludio de dos semanas dedicado a vender algunas indulgencias a los peregrinos antes del final de la temporada. Tal vez los señores del castillo de Cooling, e incluso la abadesa, se acostumbrasen a sus idas y venidas, y fueran perdiendo su reticencia a aceptarle como una figura semipermanente de su comunidad. Así serían menos cautos en su presencia.
A Gabriel, el respiro le iba de perlas. Aborrecía espiar a los Cobham. De hecho, le caían bastante bien y hasta envidiaba el evidente placer que les daba estar juntos, su intimidad sin tensiones, su muda comunicación... Sin embargo, estar en presencia de ambos le había hecho acusar intensamente su propia soledad, y estaba contento de irse. No conseguía borrar de su cabeza lo que había estado a punto de ver en el bosque, por mucho entusiasmo que pusiera en pellizcarse el muslo o tensar su cilicio. Justo cuando se disponía a salir de la maleza tras ver cómo sir John cavaba con las manos bajo la cascada y adivinar su objetivo de desviarla, había visto cómo la pareja, con la inocencia de los niños, penetraba en el bosque, y nada más comprender sus intenciones había dado media vuelta para huir.