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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (42 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Miró a Anna con aquella sonrisa enigmática tan suya, moviendo los labios como un gato.

Conque no se trataba de ningún simpatizante lolardo. ¡Un buldero! Una de las aves de rapiña autorizadas de Roma. En realidad era poco probable que ella llegara a conocerle con un confesionario de por medio, aunque eso lady Joan ya lo sabía. Era su manera de mofarse a la vez del buldero y del prior sin que el insulto fuera evidente.

Como era de esperar, la ironía pasó desapercibida.

—El hermano Gabriel se ha encontrado mal poco después de que empezara el banquete. Ha sido justo cuando os acercabais en procesión al estrado. Todo muy raro. Se ha puesto pálido, ha murmurado algo sobre alguna dolencia y ha salido disparado hacia la puerta. Al ver que no volvía, he salido a buscarle, pero no le he encontrado.

—Sólo será un poco de fiebre palúdica. Mañana enviaré un mensaje a la abadía.

Anna no oyó las últimas palabras. Ya había cruzado el arco y caminaba hacia el retrete de la planta baja que daba servicio a la sala principal.

XXIX

Aunque tengas los bolsillos llenos de indulgencias

[...], aunque se te halle en la fraternidad

de todas las cuatro órdenes, aunque tengas

doble bula [...], ¡yo no doy ni una higa por

todas tus patentes e indulgencias!

William Langland
,
Piers Plowman
(siglo XIV)

La abadesa estaba tan acostumbrada a ver las caras a través de su fino velo negro que para ella todos los seres humanos guardaban un parecido sorprendente en color y tez. Sin embargo, la trama sutil del velo no le impidió apreciar algo distinto en la joven que había al otro lado de la mesa.

—Abadesa, os traigo un regalo. —Sir John pasó una mano por los hombros de la joven, empujándola con suavidad—. Os presento a Anna Bookman. Viene de Praga, donde trabajaba con su esposo, mártir de la causa que servimos vos y yo. Ha tenido el valor de acudir a nosotros en busca de refugio y trabajo.

Era el pelo. Ahí estaba la diferencia. La abadesa se levantó casi maquinalmente el velo, para ver mejor a la joven. En toda su vida sólo había conocido a una persona con un pelo así. Se puso de pie en respuesta a la presentación. La joven tenía su misma estatura. Se miraron con los ojos a la misma altura, sin nada entre las dos salvo la mesa. La abadesa palpó la pluma de su mano izquierda, llena de cicatrices. Lo hizo para evitar que se elevara por su propio impulso y empezara a acariciar aquellos tirabuzones cobrizos, que sólo retenía un poquito de encaje. La joven levantó una mano y se puso recto el pañuelo en un gesto reflejo.

—Refugio por supuesto que sí —dijo la abadesa—, y con mucho gusto, pero ¿qué trabajo puede desempeñar entre unas monjas que lo hacen todo por sí mismas, incluidas las tareas más viles?

La mirada de los ojos azules de la joven se mantuvo franca y firme. Apenas hubo un pequeño parpadeo de asombro en el momento en que la madre superiora se levantó el velo, dejando a la vista las cicatrices de su rostro. No se giró, incómoda, como hacían tantos en las pocas ocasiones en las que Kathryn se levantaba el velo. Incluso sir John habló con la mirada fija en un lugar indeterminado, por encima del hombro de la abadesa, que se bajó el velo para no incomodarle más. Él volvió a mirarla a la cara.

—Anna es muy buena copista. Copiaba las Sagradas Escrituras con su marido. Sabe traducir del latín al inglés y al checo. Ha trabajado con los seguidores de Jan Hus en la Universidad de Praga.

La abadesa conocía a Hus de nombre y sabía que, con él de cabecilla, con sus encendidas prédicas, la doctrina lolarda había adquirido mucha fuerza en Bohemia. También sabía que Praga era el destino final de muchas de las copias inglesas de las enseñanzas de Wycliffe que producía la abadía. Si era cierto que la joven sabía traducir directamente al checo, se ahorrarían un paso. No podía negarse que era una bendición.

—¿Es consciente del peligro? —Su confianza en sir John eran tan grande que no se le pasó por la cabeza que pudiera ser una espía—. ¿Es consciente de que estas traducciones son ilegales y de que se castigan con las penas más duras?

—Lo sabe de sobra. Por eso mataron a su marido y a ella la echaron de su casa. Ha pasado muchas penurias para llegar hasta aquí. Fue lo último que le pidió su marido.

La mirada de la joven ya no era tan firme. Se estaba mirando las manos. Seguro que era el nerviosismo de acordarse de su esposo.

—¿Es verdad, señora Bookman?

—Sí. —Respiró hondo y alzó la vista—. Es verdad. Soy copista y estaré encantada de traducir las Escrituras para vos. También es verdad que comparto vuestra creencia en que la santa palabra de Dios debería estar al alcance de todos los que puedan leerla en su propio idioma.

El azul de sus ojos era espectacular.

—Pues entonces, señora Bookman, sois más que bienvenida, y...

—Llamadme Anna, por favor.

—Vos podéis llamarme «madre».

La muchacha tragó saliva con dificultad y asintió.

—Sí..., madre. —Fue poco más que un susurro—. Gracias por acogernos —añadió.

—¿Acogernos?

Sir John carraspeó.

—Tengo otra cosa que deciros. Hay otra persona, un niño enfermo. Pero si la abadía no puede darle cobijo...

—¿Qué edad tiene?

La abadesa se lo preguntó a la joven.

—Entre seis y ocho años. No lo sé de cierto, porque le abandonaron a causa de su enfermedad.

Anna volvió a estirarse el pañuelo de encaje y se metió un rizo por debajo.

—¿Le cuidáis sola?

—Sí..., madre... Había otra persona, pero murió.

—Pues aquí tendréis ayuda. El pequeño gozará del amor de las hermanas.

Por primera vez desde el principio de la entrevista, las arrugas del rostro de la joven se relajaron, aunque la abadesa observó que mantenía rígidos los hombros.

—Queda algo más —dijo Anna—. Va a haber otro.

—¿Otro?

Se puso un brazo en la barriga, en un movimiento protector.

—Ah, ya entiendo... —dijo la abadesa.

—Fue antes de..., de que mataran a Martin.

La abadesa se fijó en sir John, cuya mirada parecía haber sucumbido de nuevo a la fascinación de la pared del fondo. Tenía la cara muy roja.

—Bueno, sir John, parece que en el día de hoy no nos habéis traído un solo regalo, sino tres. A Anna podéis dejarla conmigo. Nos ocuparemos de su alojamiento esta misma noche. Una vez que hayamos tenido la oportunidad de conocernos (creo que entre hoy y mañana habrá margen de sobra), podréis traer al niño. Si os parece bien, por supuesto...

Él sonrió de oreja a oreja, mientras su tercera papada pasaba del color rojo al rosa.

—Me parece perfecto. Mañana vendremos el pequeño Bek y yo. Le he dejado jugando con un silbato de hojalata, más feliz que un cerdo en el barro.

—Creo que sir John está contento de poder abandonar estas conversaciones de mujeres. —La abadesa se rió—. Sentaos, que ahora mismo pido un refrigerio. Así podremos conocernos mejor. Después os enseñarán dónde dormiréis. Por desgracia, las celdas de invitados están ocupadas por un clérigo, huésped eventual de la casa, pero detrás del refectorio hay dos habitaciones, pequeñas pero no tanto como las celdas de las monjas, donde podréis estar cómodamente vos y vuestros hijos.

Se oyó el monótono tañido de una campana en la torre de la capilla.

—Llaman a oración. Las hermanas estarán ocupadas. Iré yo misma a buscar pan, mantequilla y sidra caliente. Vos limitaos a descansar.

Poco después, cuando la madre superiora volvió con una jarra de loza, se encontró a la joven con la cabeza en el respaldo alto de la silla, los ojos cerrados y un ronquido casi imperceptible que delataba la regularidad de su respiración. Se había quitado el pañuelo, que guardaba en una mano y su pelo caía por los hombros, pero la causa de que el corazón de la abadesa diera un vuelco fue el rizo que cruzaba la ancha frente. Parecía mentira que algo tan trivial, como el color del pelo de alguien, pudiera despertar el recuerdo de una vida olvidada. «Eres una vieja tonta y sentimental», se regañó. Aun así, levantó la mano y apartó el rizo del párpado cerrado de la joven.

En la pequeña chimenea que calentaba el despacho de la madre superiora se movió un trozo de carbón, que provocó una lluvia inversa de chispas. El ritmo de la respiración de la joven no se alteró en lo más mínimo. A pesar del mucho tiempo transcurrido —tanto, que parecía que le hubiera pasado a otra persona—, la abadesa se acordó de su cansancio durante el embarazo. Al dar a luz a sus gemelos, tenía aproximadamente la misma edad que aquella joven, un poco mayor para ser madre primeriza. Suspirando, Kathryn tapó a la muchacha con el chal de lana que tenía ella en el respaldo de su silla y encendió la vela de sebo de la mesa. No se podía saber cuánto dormiría Anna.

Cogió la pluma. Como mínimo podría copiar algunas líneas antes de que se desvaneciera totalmente la luz del día. Por alguna razón, la presencia de la mujer dormida hacía que parecieran menos solitarias las sombras del anochecer. Sintió en su alma una ligereza inexplicable.

* * * * *

A Anna, la estrechez de las habitaciones de la abadía le resultó de lo más acogedora. El día siguiente, cumpliendo su promesa, sir John trajo a Bek. Los dos cabían sin problemas junto a la pequeña chimenea. El día después cayó una lluvia fría que encapsuló la abadía en un mundo gris.

De noche Anna dormía bien, arrullada por la lluvia que goteaba del alero. De día comía vorazmente los platos sencillos pero nutritivos que salían de la cocina de la abadía: sopas espesas a base de cebada hervida, tuétano y tubérculos demasiado secos y arrugados para ser comidos de otra manera, con el invariable acompañamiento de mucho pan fresco y nata del pequeño rebaño de vacas que cuidaban las hermanas.

En el
scriptorium
le asignaron una mesa con dos tinteros, uno para el rojo y el otro para el negro de agallas, ambos milagrosamente llenos cada mañana, y un taburete alto junto a una monja mayor y muy afable, la hermana Matilde. Las dieciséis copistas formaban hileras de cuatro, separadas por un pasillo que cruzaba una sala larga y rectangular y que a su vez estaba cortado por otro pasillo. Anna supuso que las mesas estaban separadas ex profeso, para evitar chismorreos y —teniendo en cuenta las actividades de la abadía evitar miradas indiscretas. La de Anna era la última, justo al lado de la ventana oeste, para aprovechar la última luz. La abadesa le había explicado que muchas de las copistas también se ocupaban de cocinar y cuidar el jardín. Con todo, Anna se fijó en que su mesa, la de la hermana Matilde y cuatro o cinco más casi nunca estaban desocupadas.

—Debemos ser discretas, querida —le dijo la monja al entregarle un bifolio a medio copiar, una lámina plegada de vitela que formaba dos páginas. Varios bifolio formaban una mano, y varias manos se podían coser para formar un libro. Aquel bifolio era un poema de Cristina de Pisan, destinado a tapar la auténtica labor de Anna cada vez que entrasen visitantes en el
scriptorium
. En el atril de encima de su mesa, además del delgado volumen de los sermones de John Wycliffe que estaba copiando y traduciendo al idioma checo, también había un libro de Cristina de Pisan.

La hermana Matilde le hizo una demostración de cómo deslizar una lámina debajo de la otra, mientras decía:

—De hecho, hay algunas hermanas que no están al corriente de todo lo que copiamos.

Señaló elocuentemente el fondo del
scriptorium
con la cabeza. Había una monja de gran corpulencia, que las miraba muy seria.

Aquella semana, sin embargo, Anna no tuvo que poner en práctica sus artes de prestidigitación. La hermana Agatha no se paró en su mesa para hablar con la más nueva de las copistas. Se contentó con lanzar algunas miradas inquisitivas y torvas, mientras sus anchas caderas se bamboleaban pasillo arriba o abajo.

La abadía no recibió visitas. Las lluvias y nieblas invernales mantenían cerca de sus chimeneas a los viajeros. A Anna se le iba el día trabajando en lo que le gustaba. Hasta Bek encontró su vocación. Toleraba los tañidos de la campana de la capilla, que llamaba a rezar a las hermanas, y los seguía entusiasmado. El oficio divino se cantaba con el acompañamiento agudo y estridente del pequeño silbato de hojalata de Bek. Al principio las hermanas no le hacían caso. Después le toleraban, y al final le aceptaron en su mundo. Algunas le saludaban con un guiño y una sonrisa al pasar junto al cojín sobre el que el niño practicaba su música a los pies del taburete de Anna. Ella estaba contenta de que la hermana Matilde le hubiera asegurado que no le molestaba el silbato. El suave aliento de Bek imprimía ligereza y fluidez a las notas, como los colgantes sonoros hechos con conchas que recordaba Anna en su pequeño patio de Praga.

Sonaron las campanas de la capilla: tres tañidos para llamar a las hermanas a nona, la última de las «horas menores» de la tarde. Sin hacerse de rogar, las monjas dejaron las plumas en las mesas y se levantaron. Algunas se desperezaban discretamente, mientras que otras se aguantaban un bostezo, contentas, sin duda, de tener un respiro en su tediosa labor de copistas. El niño se puso de pie con esfuerzo, sujetándose en una pata del taburete de Anna y en la mano de la hermana Matilde. Se unieron a la procesión. La hermana Matilde siempre iba la última, a causa de la enfermedad de Bek. De todos modos, Anna consideraba un auténtico milagro que el pequeño pudiera caminar sin la muleta fabricada por VanClef. Aún se le doblaban las piernas, pero al menos aguantaban su peso.

El
scriptorium
se quedó vacío, a excepción de Anna, excluida de la obligatoriedad de los oficios divinos. Era una exclusión —si podía llamarse así— que, curiosamente, no le dolía como la de las gitanas. Probablemente las hermanas se hubieran alegrado de que participase, pero ella no tenía ganas de entonar el ritual de la oración. Aun así sentía una especie de vínculo con aquellas mujeres, e incluso con sus rezos; era el vínculo de una causa común, aunque ella prefería rezar sola, en una plegaria personal e íntima para dar gracias a Dios por que ella y Bek hubieran hallado finalmente un hogar.

Su abuelo había acertado al enviarla ahí. Debería haberse dado más prisa. Pero no, no pensaba arrepentirse de los días de Reims. ¿Cómo, con el recuerdo de los brazos de VanClef rodeando su cuerpo? Recuerdo del que tal vez tuviera que vivir para siempre, rodeada de mujeres... Por otro lado, ¿cómo arrepentirse de su «extravío pecaminoso», como lo habrían llamado otros, sabiendo que un niño crecía en sus entrañas, un niño al que ya quería? Aun así tuvo un remordimiento de conciencia. Se preguntó qué habría dicho la madre superiora al enterarse de la verdad sobre el hijo de Anna.

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