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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (44 page)

BOOK: La comerciante de libros
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* * * * *

Cuando el arzobispo acudió a su llamado, el príncipe Harry estaba tocando una melodía en su laúd, a la vez que guiaba a lord Beaufort en la interpretación de la otra.

—No, ilustrísima, todavía no —dijo Harry cuando Arundel irrumpió en la estancia—. Aún no se sabe nada de su majestad real. Os he llamado por otra cuestión. Aguzad el oído para escuchar la composición de vuestro príncipe. —Harry le hizo a Beaufort una señal con la cabeza—. Salmo veintitrés. Es el que tendrán que cantar en el funeral de mi padre, pero no a los sones de un canto fúnebre. Los cantos fúnebres no son de mi agrado.

Pulsó las primeras notas de la segunda melodía.

El arzobispo frunció el entrecejo y no cambió de expresión hasta que dejó de sonar el laúd. La última nota, al apagarse, dejó la estancia en silencio.

—¿Qué?, ¿qué decís?

Harry no podía disimular la impaciencia.

—Alteza, es una melodía... digna del fallecimiento de un monarca, y estoy seguro de que aún lo sería más si vuestra excelencia tuviera un acompañante menos inepto. Sin embargo, cuando tengáis tiempo, quisiera plantearos algunos asuntos de mayor importancia. —El arzobispo dio un paso hacia atrás, esbozando apenas una reverencia—. Volveré cuando esté sola vuestra excelencia.

Irritado por el desdén del arzobispo hacia su preferido —y por su falta de gusto musical—, Harry replicó con dureza.

—No, ilustrísima, os lo ruego; plantead ya vuestros «asuntos de mayor importancia», que no hay secretos entre nos y mi tío.

«Ahora sí que tienes razones para estar ceñudo», pensó Harry, antes de recordarse que aún no era rey y que Arundel podía ser un enemigo muy poderoso. Pidió disculpas a Beaufort con un gesto de la cabeza.

—Tío, reuníos con nos después de haber cenado.

Beaufort se inclinó profundamente, ignorando a Arundel como si ni siquiera estuviera en la sala.

—Como ordene vuestra alteza.

Salió de espaldas.

—Bueno, ilustrísima, contáis con toda mi atención.

—Es sobre lord Cobham, alteza. Ya ha pasado la Candelaria, y no ha obedecido vuestra orden de comparecer en Leeds para responder de su herejía.

—Ha llovido tanto que los caminos prácticamente no se pueden transitar.

—Tampoco ha enviado un mensajero para explicar su retraso —replicó el arzobispo.

—Si le ha sido imposible venir personalmente, ¿cómo podemos esperar a un mensajero?

Harry no se podía aguantar la irritación.

El arzobispo se limitó a asentir con la cabeza, dándole a regañadientes la razón.

—Hay algo más, excelencia.

¿Algo más? ¿Qué más podía haber que la desobediencia intencionada de un súbdito a su señor?

—Pues decidlo antes de que os queme los labios, ya que ardéis en deseos de que un amigo de vuestro príncipe comparezca ante él encadenado.

—El hermano Gabriel ha registrado el
scriptorium
de la abadía que goza de la protección de lord Cobham y ha encontrado pruebas francamente condenatorias.

—¿Pruebas de qué tipo?

—Las hermanas están copiando los textos prohibidos.

—¿Queréis decir las Escrituras inglesas?

—No sólo las Escrituras, excelencia, sino que traducen y copian las palabras del mismísimo hereje Wycliffe.

Arundel metió la mano en el pesado faldón de su capa roja de lana y sacó una fina mano de pergamino para dársela a Harry. La caligrafía era excelente, pero el idioma incomprensible. Sin embargo, Harry reconoció el nombre de John Wycliffe en la cabecera.

—¿Cómo lo habéis conseguido? ¿Cómo sabemos que no es ninguna falsificación?

—¿Falsificación, excelencia? ¡No estaréis acusando a la Santa Iglesia de...!

—Yo no acuso a nadie. Me limito a buscar la verdad.

—Esta prueba la trajo el hermano Gabriel personalmente, enfrentándose a los caminos inundados para servir a su Iglesia y su rey. Pero hay más: en Paternoster Row ha aparecido una Biblia en inglés como las que llevan los lolardos y contiene una factura a nombre de sir John Oldcastle.

Como no había manera de quitarse de encima al arzobispo, Harry decidió hacer una concesión.

—Pedidle al hermano Gabriel que comparezca ante nos.

—El hermano Gabriel ya se ha ido. Tenía asuntos personales que solucionar y le he dado permiso en recompensa a su valor. Sin embargo, podrá comparecer como testigo durante el juicio.

—¡Juicio! Cuidado, ilustrísima, no os lancéis a juicios prematuros, que no sería de recibo que nuestra primera decisión como soberano fuera llevar a juicio a una abadía de monjas.

—Las monjas sólo serán un medio para llegar hasta sir John. Sólo tenemos que asustarlas para que confiesen...

—Traednos los pergaminos y el libro con la factura, que los estudiaremos, tengan o no alguna importancia.

—Pero, excelencia, sin duda...

—Y ahora, ilustrísima, podéis dejarnos solos para estudiar las «pruebas» en cuestión.

—Como queráis, excelencia.

Después de que se fuera Arundel, Harry cogió el laúd y empezó a rasgar la melodía, pensando que a fin de cuentas sí parecía un canto fúnebre.

* * * * *

Una vez concluida su misión, el hermano Gabriel resolvió ir en busca de la señora Clare. Quería hablar con ella sin que nada nublase su raciocinio. Quería mirarla a los ojos y oírla repetir que su padre era el hermano Francis. Ella había dicho que Jane Paul estaba muerta, pero quería averiguar las circunstancias de su muerte y descubrir si tenía más hijos. Podía ser hermano o tío... Fue una idea que le sobresaltó, pero que de algún modo también le resultó agradable. Por otro lado, si era cierto que Jane Paul estaba muerta, podría dejar algo sobre su tumba y dar paz a su espíritu. No era mucho pedir para aquella mujer de dulce rostro que lloraba al no ver correspondido su abrazo.

El arzobispo había hecho algunas averiguaciones. A través de la abadía, la señora Clare se había comprado una casita cerca de Appledore, en Romney Marsh, donde las tierras estaban baratas. Probablemente se hubiera retirado a ella tras la muerte del hermano Francis. Gabriel estaba resuelto a ir en su búsqueda sin dilación.

¿Y después? Después cruzaría el canal de la Mancha. Necesitaba ver una vez más a Anna. Necesitaba decirle... ¿Qué? La verdad... si tenía el valor de decírsela. Era lo mínimo que le debía. Le había prometido que VanClef regresaría. Si éste no podía hacerlo, al menos tendría que explicárselo todo el hermano Gabriel.

Sin embargo, quedaba algo más que hacer antes de enfrentarse a sus propios demonios. Al llegar a Wrotham, su caballo giró al norte, hacia Gravesend, no al sudeste, hacia Romney Marsh. De vuelta a Rochester. De vuelta a la abadía.

Pondría sobre aviso a la madre superiora de que pronto sería convocada para responder de las pruebas adversas que él había facilitado al arzobispo. Seguro que ella avisaba a sir John, pero ¿dónde estaba escrito que no tuvieran derecho a defenderse? Sir John era un hombre con bastante poder como para pedirle al rey que actuase con dignidad, no aterrorizando a una abadía de monjas (la mayoría de ellas probablemente inocentes) con registros chapuceros y amenazas de tortura y fuego.

A fin de cuentas, el hermano Gabriel había cumplido su misión con creces. El arzobispo había expresado su satisfacción llamándole hijo leal de la Iglesia, elogio que a él le había sentado más como una condena que como una bendición. En todo aquello había algo que no le gustaba. ¿La lealtad a la Iglesia no era lo mismo que la lealtad a Cristo? El hermano Francis habría dicho que sí, pero sin haber visto muchas investigaciones por el estilo, ni saber cómo se obtenían las confesiones. Todo el proceso tenía muy poca afinidad con Jesucristo. Poca justicia y menos misericordia.

Al pensar en las pruebas condenatorias que había descubierto, los tratados de Wycliffe ya traducidos al checo, inocentemente ocultos bajo un poema en francés de Cristina de Pisan, clavó con fuerza las espuelas en los flancos del caballo. Volvía a llover. Sólo quedaban una o dos horas de luz diurna. Lo mejor, para ir a Rochester, era alquilar un carruaje y un cochero en Wrotham.

Mientras pensaba en el viaje por caminos inundados, empezó a dolerle la pierna. También le dolía la cabeza de pensar en el encuentro para el que sólo faltaban unas horas.

* * * * *

Anna llamó a la puerta de la abadesa, renuente a molestarla.

—¿Sí?

Una voz impaciente y cansada, acompañada por un ruido de papeles.

—Soy Anna. Es que todas las hermanas estaban ocupadas y os he traído la cena. ¿La dejo en la puerta?

—Anna... No. —El tono se animó—. No la dejes. Entra.

La joven levantó el pestillo con la mano izquierda, mientras equilibraba en la derecha la bandejita con el pan, el queso, una jarra de sidra caliente y lengua de buey hervida. Las monjas sólo comían carne cuando estaban enfermas. Desde hacía unos días, la madre superiora estaba pálida y se cansaba con facilidad. La hermana encargada de la enfermería le había prescrito carne para darle fuerzas. Cuando entró Anna, la abadesa, que estaba sentada detrás de la mesa, se bajó el velo. La joven dejó la comida en una esquina de la mesa donde no había plumas ni pergaminos y se giró para irse.

—Espera, no te vayas. Quédate conmigo y cuéntame si a Bek le gusta su nuevo laúd.

—Si me quedo, ¿os levantaréis el velo para poder comer antes de que se enfríe la comida?

Anna se sorprendió de su propio atrevimiento. Sintió que se ruborizaba.

La madre superiora se rió.

—Negocias como los mercaderes de los gremios —dijo, apartando lo justo la silla de la ventana que había al lado de la mesa para que no le diera la luz en la cara.

Levantó el velo y se lo echó hacia atrás.

—Debo de parecerte una vanidosa —dijo—. Sólo me lo pongo para proteger a los demás... y un poco a mí misma. Con el velo no se incomodan y no me hacen preguntas.

—No me parecéis vanidosa. Me parecéis guapa, valiente, bondadosa y...

La abadesa levantó una mano, en un gesto que decía «basta». Anna se notó la cara todavía más caliente.

—Es que estoy agradecida, madre.

—Yo también estoy agradecida, Anna; agradecida de que nuestro Señor haya tenido a bien enviarnos a una copista de talento e industriosidad ejemplares. Y a un joven músico. —Cortó por la mitad la lengua de buey, puso un trozo sobre una rebanada de pan y se lo dio a Anna—. Cómete esto, por el bien del niño que llevas en tu seno. Debería haberlo pensado antes. Daré órdenes a la cocina de que te den carne roja una vez por semana y un huevo al día. Queremos que tu pequeño tenga los huesos fuertes.

A Anna, la textura salada y apretada de la carne de buey le trajo recuerdos. Su abuelo siempre insistía en que hubiera carne en la mesa, como mínimo una vez por semana, y la compartía con los alumnos de la universidad. «Vienen buscando comida para el cuerpo —decía—, y vuelven buscando comida para el alma.»

La abadesa no hizo ningún comentario acerca de las lágrimas que aparecieron en los ojos de Anna a causa de los recuerdos de Praga. Masticaron un momento en silencio amigable.

—¿Bek ya ha aprendido a tocar alguna melodía en su nuevo laúd? —preguntó entre bocado y bocado la madre superiora.

—Sí. —Anna tragó lo que tenía en la boca y se lamió un poco de grasa de los dedos con delicadeza—. Gracias por darle el laúd, madre. Os lo agradecería él mismo, si pudiera. Le cuesta tanto cada palabra...

—No estaba segura de que tuviera bastante dominio de los dedos como para pulsar las cuerdas.

—Parece mentira. Es la música lo que le empuja más allá de lo que está dispuesto a hacer su cuerpo. Ya está sacando melodías al instrumento. —Anna se rió—. Y tiene un sonido más dulce que el silbato de hojalata.

Su risa hizo sonreír a la abadesa. De hecho, sorprendió a la propia Anna. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la sensación de reír. Era la influencia de la madre superiora. Parecía vivir en un lago de tranquilidad, y estar cerca de ella era como recibir el bautismo en ese lago. Se preguntó qué opinión le habría merecido a
Dĕdeček
. Habría sido divertido verlos juntos: dos voluntades fuertes, unidas en un objetivo común. Temible fuerza la que habrían constituido.

Anna había intentado apañar algún que otro encuentro con viudas de buen talante o solteras de buen ver, pero su abuelo siempre se negaba. «De esa manera ya he querido a dos mujeres, bastantes para cualquier hombre en su sano juicio.» Y sus ojos azules se endurecían hasta parecer de cristal, lo que la disuadían de cualquier insistencia.

La sacó de sus ensoñaciones el ruido de la sidra al romper en su vaso.

—Lo siento, madre. Debería serviros yo a vos.

—Todas debemos servirnos a todas, Anna. —La abadesa dejó la jarra en la bandeja—. Me preocupa que puedas estar nerviosa por el peligro inherente al trabajo que haces. ¿Duermes bien?

—Muy bien, gracias, madre. El trabajo me encanta, y no tengo miedo.

Justo cuando Anna iba a decir que no era la primera vez que arrostraba el peligro y que había tenido un magnífico ejemplo del que aprender a ser valiente, llamaron a la puerta.

—Madre, es el fraile. Ya le he dicho que estáis cenando y que no queréis que se os moleste, pero insiste en que le veáis ahora mismo. Dice que es urgente.

La joven se levantó al reconocer la voz de la hermana Matilde al otro lado de la puerta de roble macizo y recogió los restos de la cena.

—No, Anna, quédate. Es el fraile residente del que te hablé. Me gustaría presentártelo. Es buldero, y hasta puede que honrado. No estoy segura. Puedes ayudarme a decidir.

La abadesa se bajó el velo justo cuando la hermana Matilde abría la puerta. Tras ella venía un clérigo romano de cuya capucha y hábito caían gotas sobre los juncos del suelo. Anna retrocedió unos pasos y se giró de espaldas a la puerta para dejar la bandeja en el arcón del fondo de la sala. Fue donde se quedó, para cederle al fraile la silla del otro lado del escritorio de la abadesa y para tener tiempo de componer una expresión que no exhibiese su natural hostilidad hacia los bulderos.

—Me disculpo por la intromisión, abadesa, pero es que vengo en misión de ayuda.

Anna dio un respingo al oír el timbre de su voz.

—Es necesario que sepáis que pronto podría promulgarse una orden de arresto contra sir John, acusado de herejía.

Anna estaba tan impresionada por la voz en sí que al principio no asimiló todas las consecuencias de lo que decía. Pensó que se parecía muchísimo a la de VanClef, pero que a la vez tenía un tono muy distinto, muy autoritario.

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