La comerciante de libros (48 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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—Pues, en ese caso, sabed que se nos han entregado pruebas y que, si bien el registro de hoy no ha dado frutos, ya se han confiscado textos de contrabando. —El gris enfermizo de su cara daba náuseas a Anna—. ¿Quién se sienta en la mesa más cercana a la ventana del extremo occidental del
scriptorium
?

Anna oía una especie de zumbido. Tuvo miedo de desmayarse.

—Rotamos los asientos —dijo la abadesa.

—Entonces, entregad la lista de rotaciones.

—No la tengo. No las guardamos. Al final de cada semana las raspamos para volver a usar el pergamino.

En la cara gris del arzobispo se insinuaron toques de color por primera vez desde el principio de su parlamento.

—Os lo advierto, abadesa. Podemos responsabilizaros de lo que copian vuestras monjas. Sólo tengo que decir unas palabras para que el sargento se os quede en custodia hasta que seáis juzgada por herejía ante un tribunal eclesiástico, y si fuerais hallada culpable, se cerraría la abadía y las hermanas serían dispersadas. —Se giró hacia las monjas—. ¿Es lo que queréis para vuestra abadía y las demás monjas?

Anna se levantó. La abadesa era demasiado mayor. No podría sobrevivir a un interrogatorio. Además, ella le debía demasiado para dejar que pagase por todas. Era mejor que sufriera una sola persona. A su lado, el pequeño Bek farfulló algo para protestar, como si le leyera el pensamiento. La joven se vio convertida en el centro de todas las miradas, de todos los rostros teñidos por la misma luz gris verdosa de la ventana.

—Soy la que se sienta al lado de la ventana del extremo occidental del
scriptorium
—dijo.

El arzobispo puso cara de sorpresa.

—No eres una de las hermanas.

La abadesa también se levantó, mirando a la joven, y habló en voz alta para que la oyeran todas.

—Ilustrísima, Anna no forma parte de la abadía. Es una invitada, una viuda extranjera a quien hemos dado cobijo. Se irá pronto. Copia la poesía de Cristina de Pisan para pagar su estancia y la de su hijo enfermo, que está sentado a sus pies. Es una buena copista, pero no tiene vocación ni creo que pueda interesarle la teología. Sólo copia lo que le damos.

—Abadesa, estamos impresionados por vuestra caridad y vuestro afán de protección hacia los desconocidos que acuden a vuestras puertas.

El tono del arzobispo rezumaba sarcasmo. Miró a Anna.

—¿De dónde venís, señora.

—Antes vivía en Praga, Bohemia.

Arundel sonrió, como si la respuesta le diera una gran satisfacción.

—Praga. ¡La ciudad de Jan Hus! Un semillero de herejías.

A Anna le provocó mucha rabia haberle dado motivos para regodearse.

—No os preguntaré si habéis copiado las Escrituras en inglés. Acabáis de admitir que os sentáis en la mesa donde fueron confiscados los textos heréticos. De hecho, me es bastante indiferente que los copiaseis. Por lo que deseo preguntaros, señora, es por vuestra relación con sir John Oldcastle.

El silencio era absoluto. Ni siquiera se movía el pequeño Bek.

—Es un buen hombre, que me dio cobijo en malos momentos y nos trajo a mí y a mi hijo al refugio de esta abadía.

—Una respuesta medida, señora, pero poco prudente.

—¡Sargento! —Llamó al hombre que esperaba fuera de la capilla—. Volveremos a registrar la habitación de esta mujer, en su presencia y en la de la abadesa.

Se giró hacia la congregación de monjas.

—Volved a vuestras tareas —dijo de manera brusca, haciendo la señal de la cruz—.
Laborare est orare
.

XXXIII

La dignidad de Papa no tiene igual, tras él

viene siempre un emperador, un rey es correspondiente,

le sigue indignidad un alto cardenal

[...], después un príncipe, un arzobispo

es su igual...

John Russell
(siglo XIV)

—¿Qué pruebas tenéis de que decís la verdad?

Sonaba frío, pero fue lo único que se le ocurrió decir a Gabriel a la desconocida que acababa de servirle una tartaleta de manzana seca con canela. En un momento de más calma quizá se le hubiera ocurrido preguntarse de dónde sacaba una especia tan cara o si se reservaba el dinero para aquella ocasión, pero estaba demasiado nervioso para detenerse en aquellos detalles.

Lo que acababa de contarle la señora Clare socavaba los cimientos de todo lo que creía: que le había elegido y ungido Dios, que su salvador era el hermano Francis y su refugio de la Santa Iglesia. Si era cierto lo que decía aquella mujer, no sólo era hijo bastardo de un cura libertino, sino que tanto él como su madre habían sido cruelmente explotados para satisfacer los deseos, caprichos y ambiciones de un hombre cuyo corazón Gabriel siempre había identificado con el del mismísimo Jesucristo. No, tenía que haber otra respuesta.

Él nunca había presenciado ninguna muestra de intimidad espiritual o emocional entre el hermano Francís y la mujer a quien llamaba señora Clare. De hecho, más de una vez su mentor había calificado de acto de caridad el hecho de tenerla a su servicio. Por si fuera poco, aquella mujer fría y reservada no se parecía en nada a la mujer guapa y afectuosa que Gabriel guardaba en su memoria. ¿Cómo podía..., cómo podían haber vivido así si era verdad lo que decía ella?

La señora Clare se levantó de la mesa y se agachó para avivar el triste fuego del hogar.

—Empiezo a tener miedo de que él te enfriara el corazón —dijo con una tristeza que emocionó a Gabriel—. La prueba que buscas está dentro de ti.

—Lo siento. Es que sois tan distinta de...

—Del burdel de Bankside Street... —Siguió atizando el fuego, hasta que sus esfuerzos se vieron recompensados por la aparición de una minúscula llama naranja. Después se giró a mirarle con aquella expresión recelosa e inescrutable que él tan bien recordaba—. ¿Tienes algún recuerdo de Bankside Street?

Gabriel volvió a ver la salita con la ventana llena de mugre y la escalera al infierno de arriba. «Si tiene debilidad por las Janes, seré su Jane, padre.» Le hizo a la señora Clare una señal de que siguiera.

Ella dejó el atizador de hierro y se acercó a la ventanita acristalada —su único lujo, le había dicho orgullosa al enseñarle la casa, pequeña y pulcra— para contemplar el páramo.

—Tú y yo vivíamos con las demás en el primer piso. En nuestra habitación había un armario pequeño. Cada vez..., cada vez... —Respiró hondo. Por lo visto era un recuerdo tan doloroso para ella como para él—. Siempre insistía en que te encerrase en el armario antes de su llegada.

Hablaba tan bajo que Gabriel tenía que esforzarse para entenderla.

—A ti no te gustaba nada; decías que estaba demasiado oscuro, pero yo nunca cerraba con llave, como quería él. Nunca hizo falta. Siempre fuiste un niño tan bueno... Nunca salías hasta que se había ido. Pero a veces te oía llorar.

Agitó en el aire una mano larga y delgada, con unos huesos bien formados, a pesar de lo curtido de la piel. Era un gesto de futilidad, un gesto conocido: el mismo del día en que, tras abrazar a Gabriel, él le había dado la espalda, malhumorado por el abrazo y enfadado con ella por venir tan pocas veces y por estar embarazada. No se habían vuelto a ver. Según el hermano Francis, ella le había abandonado.

Dentro de la casita parecía que costara respirar. El olor a canela y manzana se mezclaba hasta extremos asfixiantes con el humo de la chimenea. Gabriel acababa de pedir pruebas. Pues ahí las tenía. ¿O no?

La señora Clare estaba de espaldas a él mirando por la ventana. Gabriel no pudo ver cómo agitaba su mano ante sus ojos, pero sí percibir un leve movimiento de sus hombros.

—¿Qué pasaba, que no me quería ver? ¿Por eso os pedía que me encerraseis? —preguntó Gabriel.

La señora Clare se giró para mirarle. Su cara era el espejo de la amargura de su corazón.

—¡No te quería ver! No le interesabas. No quería que le recordasen tu existencia, hasta que una vez vino por la mañana y te vio jugando en el cuarto de abajo. Los días de sol siempre jugabas al lado de la ventana. —Se le suavizó la expresión—. Tenías un caballito de peluche. Al verte jugar, se dio cuenta de lo guapo y listo que eras. Te inventabas juegos con el caballo, juegos complicados, con varias voces. Yo vi que te observaba y le dije: «Es tu hijo». Quería que te quisiera. ¡Qué tonta era! ¡Qué boba!

»¡Cuando dijo que se te llevaría, lo primero que sentí, aunque parezca mentira, fue alivio! Tenía tantas ganas de darte una vida mejor, Gabriel... ¿Sabes que el nombre te lo puse yo? Cuando te daba la luz en el pelo, parecías un ángel.

La mujer taciturna, en cuya boca Gabriel nunca había oído más de una o dos frases, parecía un manantial de palabras. Tuvo ganas de poder apagarlo. Tenía demasiadas palabras chocando dentro de su cráneo. Necesitaba pensar, pero ella seguía hablando.

—Al principio, después de que se te llevara, me dejaba visitarte; pocas veces, pero me dejaba. Yo fui viendo que te convertía en una versión joven de sí mismo. Jane Paul se moría un poco cada día.

Gabriel recuperó la voz.

—Ya no seguisteis visitándome en la abadía. ¿Por qué dejasteis de venir?

Tenía un vago miedo a la respuesta. De niño ya se había arrepentido de su odioso rechazo.

—Porque me lo prohibió.

—¿Y vos lo aceptasteis?

—Al principio no. Primero discutí y después supliqué. Entonces estaba embarazada de su segundo hijo. Él dijo que era indigna de ser tu madre. Dijo que la única madre que necesitarías era la Santa Iglesia. Me llamó puta, a pesar de que yo nunca me había acostado con ningún otro hombre. Es necesario que sepas que tu madre no era una puta. Yo le fui tan fiel como a un marido, pero él dijo que te avergonzaría con mi presencia.

—¿Y el segundo hijo? ¿Tengo un hermano o una hermana?

La señora Clare sonrió con una mueca amarga.

—Era una niña perfecta. Muerta al nacer.

—¿Cómo llegasteis a vivir con él?

—Me acogió por caridad, como me recordaba a menudo. No era un mal hombre, aunque sí ciego, víctima de su propia ambición. Yo, que no tenía adónde ir, le prometí que no sabrías que tu madre era yo y que no intentaría verte.

Gabriel trató de acordarse de la primera vez que había visto a la señora Clare. Siempre era el hermano Francis quien iba a verle a la abadía dominicana, nunca al revés. Gabriel sólo había empezado a visitarle mucho después de volver de sus estudios en Roma. Se acordó de la mirada de la señora Clare, eternamente escrutadora. Siempre lo había interpretado como antipatía.

Ella se giró para mirar por la ventana. La luz del crepúsculo resaltaba las burbujas de los pequeños cristales rodeados de plomo. Era una silueta, una mujer desconocida, una persona sin nada especial. Era su madre.

—La puta era mi padre —dijo Gabriel suavemente a la espalda de la silueta (o a sí mismo).

Todo mentira, hasta el menor detalle. A Gabriel no le había llamado Dios, sino su padre, y no al servicio de Cristo, sino al servicio de vanidosas ambiciones eclesiásticas. Ahora su padre se había llevado al purgatorio los guiñapos de su ambición.

¿Y el hijo? ¿Qué había hecho al servicio de aquella ambición?

El hijo había delatado a un hombre justo a las autoridades, y a la mujer a quien amaba la había lanzado de lleno al peligro. Si el padre estaba en el purgatorio, el hijo estaba en el infierno. Oyó sollozos en la habitación y se dio cuenta de que era él. La silueta se apartó de la ventana y se acercó.

Sintió en la cara el tacto tibio de las manos de su madre.

* * * * *

No había mucho que registrar en la pequeña habitación y la minúscula antesala que compartían Bek y Anna: dos camastros pequeños, con las mantas bien metidas, un armario esquinero muy estrecho, de brillo intenso contra las paredes desnudas y encaladas, y una jofaina con su jarra. A cada lado del aguamanil había dos ganchos de madera clavados a la pared, donde estaban las otras dos prendas de Anna, una de color cinabrio y la otra gris claro, regalos de lady Cobham, así como la capa forrada de piel de ardilla.

El otro gancho servía para aguantar la muda de Bek: una camisa, unos pantalones y un jubón de lana. Los soldados ya habían vaciado la cajita del niño, y el silbato de hojalata había quedado tirado por el suelo. Anna se alegró de haberle enviado con la hermana Matilde, para que no lo viera. Se mordió el labio por dentro, tragándose la rabia y sin decir nada mientras el sargento frotaba la magnífica lana inglesa de la capa con sus manos sucias.

—Aquí no hay nada, excelencia.

Todo el registro lo hacía el sargento, en presencia de la abadesa y el arzobispo, tan próximos a Anna que casi veía las pupilas de los ojos de la madre superiora a través de la fina gasa del velo. Oyó los murmullos y las risas roncas de los soldados que esperaban fuera.

—¿Qué hay allá dentro?

El arzobispo se aguantó un eructo, a la vez que señalaba un arcón de madera tallada puesto al pie del camastro de Anna.

La abadesa, hasta entonces más quieta que una estatua, no dio tiempo de responder a Anna.

—Ilustrísima, ¿os parece decoroso que vuestros hombres registren la ropa interior de una mujer?

—Pues entonces hacedlo vos.

El sargento se apartó. La abadesa se puso de rodillas y abrió el arcón. Fue sacando una por una las enaguas y camisas de Anna, que dejó pulcramente amontonadas en la cama. Después de terminar, lo único que quedaba en el fondo del arcón era una especie de collar.

—¿Qué es eso? —preguntó el arzobispo.

—Mi cruz. Era de mi padre. Es una herencia de familia.

—Entonces, ¿por qué no la lleváis? —dijo con malicia—. ¿Porque compartís la opinión de los lolardos de que llevar y usar este tipo de iconos es una mera «superstición»?

Acarició su pectoral de oro, reluciente de perlas y rubíes que lanzaban destellos incluso en la luz difusa y escasa del pergamino engrasado que servía de cristal en la ventana.

—Está rota la cadena de plata y no tenía medios para repararla.

La abadesa se agachó para coger la cruz, pero el arzobispo ya tenía en sus manos el collar. Después de examinarlo con atención, se limitó a encogerse de hombros y a dejarlo de cualquier manera sobre la montaña de ropa. Después miró fijamente el arcón, con los párpados contraídos y la boca torcida.

Dio un golpe de cabeza hacia el arcón y le dijo al sargento:

—Levántalo y gíralo, que sospecho que contiene algo más.

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