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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (47 page)

BOOK: La comerciante de libros
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El arzobispo siguió entre jadeos a la comitiva de seis soldados armados que habían empezado a plantear sus exigencias al guardián de la torre de entrada.

El sargento desenrolló el pergamino y el sello recién acuñado de Enrique V en todo su esplendor. El arzobispo había llevado la orden al rey antes de que las campanas dejasen de tañer por la muerte de Bolingbroke. No tenía nada de casual que Arundel lo hubiese organizado todo para que se tratase del primer acto oficial como rey del príncipe Henry, por muy reacio que fuera éste a cumplirlo. Más valía enseñar desde el principio al cachorrillo en qué manos estaban realmente las riendas del poder.

—Traemos un mandato de registro y una citación para sir John Oldcastle, por orden de Enrique Quinto, rey soberano de toda Inglaterra —recitó el sargento—. Exigimos que rinda su persona a la autoridad del arzobispo, a fin de ser interrogado sobre cuestiones relativas a la herejía.

Sus palabras no parecieron impresionar al guardián de la torre de entrada, un hombre bastante mayor que salió al patio, se rascó la cabeza y mató un piojo con la uña. Después tosió y lanzó un hilo de saliva por el hueco que dejaba la falta de un diente. El escupitajo aterrizó en uno de los cascos del caballo del sargento, que se apartó, sacudiendo la grupa para protestar.

—La «persona» de su señoría no está aquí.

—¿Pues entonces dónde está? —preguntó el sargento con tono de irritación.

No tanta, en todo caso, como la que sentía Arundel. ¡Tan largo viaje para nada!

—No lo sé. Su señoría no suele explicarme su itinerario.

El guardián carraspeó y volvió a escupir. Esta vez estuvo a punto de acertar en el ribete de piel de la capa del obispo.

—Perdón, excelencia. Es que estoy mal de los pulmones.

La niebla se había espesado tanto que empezaba a llover de verdad. Arundel tenía frío hasta la médula. No era la escena que se había imaginado al levantarse a la fuerza de su cama de enfermo.

—Pues entonces llama a lady Cobham —le dijo al guardián.

El desgraciado del guardián tuvo la osadía de mirarle a los ojos.

—Tampoco puedo —dijo—. No está.

—¿Está con lord Cobham?

—No, se ha ido a ver a su hija. De hecho, no queda nadie aparte de mí y algunos campesinos. Lady Cobham se ha llevado a los criados de la casa.

—¿Dónde vive la hija de lady Cobham?

—No lo sé.

El sargento miró a Arundel como si no supiera qué hacer. El arzobispo señaló el manojo de llaves que había en el cinturón del guardián.

—Abre el castillo.

El viejo guardián se llevó la mano a la cintura y desenganchó despacio las llaves.

—No estoy seguro de que...

—Orden del rey. Danos las llaves. ¡Ahora mismo!

Se las entregó al arzobispo, que a su vez se las tiró al sargento.

—Abre. Pienso registrar hasta el último recoveco de este lugar de perdición.

* * * * *

Cuando terminó el registro, ya era de noche. El arzobispo lo vio todo desde el triste fuego que mandó encender en la habitación de Oldcastle, encorvado y dando órdenes. Era un fuego de turba y desprendía un humo tan nauseabundo como su estado de ánimo.

El único fruto del registro fue un fajo de cartas dejadas a la vista de todos, con las que Cobham, evidentemente, pretendía exculpar a su mujer. La presa se había escapado de la trampa; al menos esta vez, pero el arzobispo ya tenía la orden de búsqueda con la firma de Enrique V y pronto tendría la de arresto. Podía esperar, aunque no demasiado, le recordó la bilis negra de su garganta, o sería el próximo arzobispo quien diera caza al zorro con el cepo preparado por él.

—Bajad al sótano y traed un poco de vino de Cobham, que estoy muerto de frío. Pero estad listos para salir al alba. Mañana registraremos la abadía.

* * * * *

La abadesa llevaba tres días esperándolos. El tercer día, con el oficio de prima ya cantado, aparecieron los soldados en la puerta, justo cuando ella empezaba a trabajar en un libro de horas. No hacía falta tapar el texto en latín.

Tuvo un momento de compasión por el anciano a quien hizo pasar la novicia. Se le veía débil, demacrado. Sin embargo, el grupo de soldados que le acompañaba y el tono duro y despectivo con que se dirigió el anciano a ella lo borraron deprisa.

—Madre superiora, hemos sido informados de que vuestra abadía podría dar cobijo en su seno a copistas que transcriben textos heréticos para lord Cobham y los lolardos. Vengo a registrar vuestro
scriptorium
, así como los aposentos privados de la abadía.

El arzobispo no dijo nada de una orden, ni podía exigirla la abadesa. Todo era de la Iglesia: la abadía, sus tierras e incluso la ropa que llevaban las hermanas. Por encima de esa jurisdicción, sólo estaba la de un cardenal o la del Papa.

—Como deseéis, excelencia, pero es temprano y parecéis llegar de un largo viaje. ¿Os apetece romper el ayuno antes de comenzar? Podéis ser servidos en el refectorio, vos y vuestros hombres. Todas las hermanas están trabajando.

—Esto no es ninguna visita de cortesía, abadesa. Pero no estaría de más un pequeño cuenco de gachas sin sazonar, con un poco de almendras en polvo. —El viejo hizo una mueca—. Ordenes del médico. Me lo comeré aquí mismo mientras los soldados cumplen con el registro.

—Contad con las gachas. —Tenía la piel gris, y no era sólo por el velo interpuesto entre él y la mirada de la madre superiora—. De las almendras no sé qué deciros. Somos una abadía pequeña, poco dada a lujos como los que disfrutan los obispos en Lambeth.

Sonrió, esperando atenuar la crítica implícita.

No pareció que el arzobispo se diera cuenta de lo uno ni de lo otro.

La abadesa hizo una señal con la cabeza a la novicia, que salió en silencio para ir a la cocina, y de camino para dar la alarma, aunque Kathryn era consciente de que, si a esas alturas no estaban purgadas todas las celdas, sería demasiado tarde.

—Ya que pensáis registrar los aposentos privados, ¿puedo reunir a las hermanas en la capilla? Les incomodaría la presencia de los hombres.

El arzobispo asintió.

—Mejor que estén todas en el mismo sitio. Así podré interrogarlas.

¿Interrogarlas? Que Dios la perdonase si las había puesto en peligro sin una justa causa... Pero la causa lo era. Se lo decía el corazón. Además, haría todo lo posible para protegerlas. La mayoría eran inocentes de cualquier conocimiento de los textos de contrabando. Seguro que su inocencia saldría a relucir. En cuanto a las otras, eran mujeres fuertes. La abadesa las había preparado hasta el extremo de ensayar con ellas qué decir; a todas menos a Agatha, a quien había asignado el turno de enfermería con la esperanza de que los hombres no se atreviesen a entrar por miedo al contagio. La abadesa había dado órdenes de que la enfermera a cargo de la enfermería no respondiera a las campanadas.

—Que la compañera convoque a las hermanas —le dijo a la novicia, que había vuelto con el cuenco de gachas, que dejó delante al arzobispo con una reverencia—. Tres toques cortos.

—Sí, madre.

La mirada de la joven era de miedo.

Kathryn le dio unos golpecitos en el hombro.

—No te pongas nerviosa, pequeña, que no hemos hecho nada malo. Es una simple formalidad. Cuando el arzobispo vea que sólo somos un claustro de monjas devotas que sirven a su Señor, se irá y nos dejará rezar en paz.

—Tengo entendido que sois algo más que una orden contemplativa, madre —dijo el arzobispo—, que hacéis algo más que rezar.

—Nuestra labor no se la escondemos a nadie. Nos ganamos la vida copiando textos. Seguro que visitaréis nuestro
scriptorium
.

—Que sea lo primero que registréis —le dijo Arundel al sargento, que parecía incómodo.

Era evidente que no compartía el entusiasmo del arzobispo por la tarea.

—Esperad a las campanas, por favor —dijo Kathryn.

Sonaron justo entonces: tres tañidos cortos, rápidamente seguidos por un ruido de pisadas en el claustro. La abadesa notó algo diferente en la procesión. Se había roto el ritmo. El contacto apresurado del cuero con el pavimento traslucía agitación, por no decir urgencia. (Las hermanas no se quitaban los calcetines con suela de cuero hasta el primer día de mayo.) Algunas incluso susurraban. No era habitual que las llamasen a una convocatoria imprevista. La última vez había sido por la amenaza de un brote de disentería.

El arzobispo dejó la cuchara e hizo una señal al sargento con la cabeza.

La abadesa se levantó y descolgó la anilla de llaves de encima de la mesa.

—Voy a abriros el
scriptorium
—dijo.

Se fue con los soldados, mientras el arzobispo se quedaba mirando los papeles de la mesa. Fueron los únicos que encontró en toda la habitación. El armario de la madre superiora estaba tan limpio como un nido abandonado.

* * * * *

Anna también acudió a la convocatoria, asegurándole a Bek que no había nada que temer. No, las hermanas no iban a cantar las horas. Sí, él también venía. ¡Venga, deprisa! No, no iba a necesitar ni el laúd ni el silbato. Tenía que dejarlos en el
scriptorium
, al lado de la mesa. Tampoco hacía falta esconder los papeles en los que estaba trabajando ella. Lo único que había encima de la mesa, aparte de un libro de poemas de Cristina de Pisan, era una nueva composición musical que Anna estaba copiando para Bek. Por algún milagro, el pequeño parecía capaz de seguir las extrañas señales situadas encima de las palabras, pese a ser incapaz de descifrar estas últimas.

Anna se sumó a la hilera que entraba en la capilla, con el corazón latiendo muy deprisa. Era culpa de VanClef. ¿Por qué aún pensaba en él con ese nombre? ¿O con cualquier otro nombre? Todo era culpa de él, y de ella, por haber caído en sus redes.

Las hermanas empezaron a susurrar entre ellas, formando grupitos. Muchas no entendían absolutamente nada. Cuando entró la madre superiora, se acallaron los murmullos y las monjas esperaron a que les dirigiese la palabra.

—Hermanas, no hay motivo de alarma. Os he llamado porque hemos sufrido la invasión de un pequeño grupo de visitantes masculinos, encabezado por Thomas Arundel, arzobispo de Canterbury. He pensado que era mejor ahorraros sus miradas de curiosidad. Tras una inspección de rutina de la abadía, es posible que su ilustrísima quiera hacer preguntas a algunas de vosotras. Contestad lo más sinceramente que podáis, teniendo en cuenta que a quien primero debemos lealtad es a Jesucristo y después a su Iglesia. Estoy segura de que el arzobispo no hará entrar a sus hombres en la capilla.

Anna se admiró de su tranquilidad.

Su mirada se encontró con la de la hermana Matilde, que la tranquilizó con una sonrisa, a la vez que movía la cabeza.

—¿Buscarán entre nuestros efectos personales? —preguntó con voz trémula una de las jóvenes oblatas.

La abadesa sonrió.

—No os preocupéis, hermana Teresa, que sólo quieren ver qué tipo de trabajo hacemos. No les interesa vuestro camisón limpio, ni el cepillo y el espejito que podáis tener escondidos debajo del colchón.

Risitas y suspiros. La tensión se disipó un poco.

—Bueno, ¿qué tal si sacamos provecho de esta convocatoria imprevista? Hermana Mary, guiadnos en un salmo.

Cantaron todos los salmos que conocían, hasta que entró el arzobispo en la capilla. Anna intentó no mirarle.

No quería llamar la atención. Aun así, le evaluó sin levantar la vista. Era un hombre de aspecto severo y desagradable; eso ya se lo imaginaba, pero no que compusiera una figura tan poco imponente. Encogido en el púlpito, casi no se diferenciaba de los personajes tallados en la parte de atrás.

Empezó a dirigirse a las hermanas, y fue como si todas aguantaran la respiración al mismo tiempo.

—Buenas tardes.

La figura de madera tenía voz, una voz aguda y débil para ser de hombre.

Algunas monjas murmuraron un saludo de respuesta. Ya era por la tarde. Anna tenía la impresión de que llevaban horas encerradas. Su barriga empezaba a hacer ruido.

Tosió discretamente para disimular. El arzobispo la miró con mala cara. Claro, ¿cómo no iba a destacar? Si no la delataban los ruidos de su barriga, lo haría su forma de vestir. Ella y Bek eran los únicos que no llevaban hábito de monja en toda la capilla. A su lado el pequeño, que después de tanto tiempo tenía los músculos demasiado rígidos para que respondieran a alguna disciplina, empezó a sufrir espasmos que llamaron todavía más la atención.

—Os traigo saludos de Canterbury. He venido a poneros al corriente de la preocupación de vuestro obispo por la herejía lolarda, que se extiende por toda la cristiandad como la peste. Esta infección se ha propagado hasta el umbral de esta casa y es incluso posible que haya cruzado las puertas de este recinto de clausura.

El arzobispo hizo una pausa para que sus palabras fueran bien asimiladas. Hubo una o dos monjas que se quedaron boquiabiertas.

—De vuestro protector y vecino lord Cobham se sospecha que difunde la herejía mediante textos transcritos.

Arundel se quedó callado, en previsión de oír exclamaciones de sorpresa, y no se llevó ninguna decepción.

—Si hay alguna de vosotras que tenga noticias de estas copias o a la que se le haya pedido copiar algún texto del hereje John Wycliffe o traducir las Sagradas Escrituras al inglés, texto que ha sido declarado blasfemo por el Consejo de la Iglesia y las leyes de este país, y cuya posesión puede ser castigada con la muerte... —otra pausa para que calasen sus palabras—, éste es el momento de que se dé a conocer y lo confiese.

La luz que se filtraba por la vidriera en grisalla de la ventana de la capilla teñía su cara de un gris enfermizo.

—Si confiesa ahora mismo, es posible que tanto ella como la abadía se beneficien de una amnistía, con el argumento de que ignoraban el carácter herético de su actividad y de que sólo era un instrumento al servicio de otras personas.

Los golpes que oía Anna no podían ser su corazón. A menos que latiera al unísono con todos los demás... Buscó a la hermana Agatha. ¡Qué suerte que no estuviera! Detrás del velo, la expresión de la madre superiora era inescrutable, pero su actitud se mantenía igual de sosegada que si el arzobispo estuviera pronunciado la consabida homilía.

Arundel esperó un buen rato.

—¿Quién será la primera que dé un paso al frente para proteger a su abadía?

Todas las monjas miraban el suelo. Ninguna se atrevía a levantar la vista.

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