La comerciante de libros (22 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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Lela se acostó y cerró los ojos, bajo los que habían aparecido unas vagas ojeras grises. ¿Dormía? Anna pensó que era lo más lógico después de aquel suplicio, aunque, si había que dar crédito a los libros (la única referencia de la que disponía), había sido un primer parto bastante benigno. «Veinte dolores o menos», decía Gilberto el Inglés, y a juzgar por sus gritos, Lela había sufrido mucho menos. Aun así se merecía un buen descanso.

—¿Estás cómoda? ¿Quieres que te traiga algo?

—Ya me has dado bastante.

Abrió la boca para tratar de explicarle que lo de que el pelo rojo daba suerte era una tontería supersticiosa y conminarla a depositar su fe en Dios, pero no lo hizo.

—Quería pedirte algo más, Anna de Praga, pero antes tengo que confesarte una cosa.

El ambiente del carro estaba muy cargado. Jetta y la comadrona habían cerrado la puerta al salir, atrapando un aire que aún llevaba el denso aroma, desconocido y embriagador, de las hierbas quemadas por ambas para el parto.

—¿Abro la puerta? —preguntó Anna.

—No. Lo que tenemos que decirnos debe quedar entre nosotras. ¿Me lo prometes?

Parecía precipitado prometer algo sin saber qué era, pero Anna no quería que Lela, en su estado de debilidad, se pusiera nerviosa, y, además, ¿a quién podía contarle el secreto que le confiara? No tenía a nadie con quien chismorrear. Asintió con la cabeza.

Lela cerró los ojos y respiró hondo.

—La que te denunció a las autoridades de Praga fui yo. Fui yo la que les dije que buscaran la Biblia en tu casa. Ahora veo que eres buena mujer y me arrepiento.

Lo dijo con toda la naturalidad del mundo, como si pidiera perdón por una fruslería. El recuerdo de la casita de Praga irrumpió de golpe con toda su añoranza y sentimiento de pérdida. Las palabras de Lela, los olores que se arremolinaban en el carro y las partículas de humo y polvo que flotaban en la luz del sol se aunaron para asfixiar a Anna. No podía respirar.

Por culpa de aquella mujer, había tenido que huir de la casa de su infancia. Por culpa de aquella tonta, había abandonado los huesos de su abuelo, que se pudrirían en el cementerio de otro país al que probablemente ella nunca regresaría. Quiso levantarse, pero temblaba.

—¿No quieres saber por qué?

—Me da igual, bruja asquerosa. ¡Me da igual! —chilló, alarmada por lo agudo de las notas que salían de su boca.

«Contrólate, Anna. Cálmate», oyó decir a su abuelo con la voz serena que reservaba para los accesos de ira de su nieta.

—Bueno, vale, dime por qué.

—Odiaba la manera como te miraba mi marido y tenía ganas de hacerte daño.

—¡Yo no puedo impedirle que me mire! —Sin embargo, Anna se acordó de las sonrisas, de los guiños y de cómo Bera se inclinaba hacia ella cuando le decía algo; más que suficiente para molestar a cualquier mujer casada—. Lo único que hizo Bera fue ayudarme a salir del peligro que creaste tú. De no ser por él, yo ni siquiera estaría aquí y él no podría mirarme de ninguna forma. Yo aún estaría en Praga, a salvo en mi propia casa.

Lela suspiró, cansada.

—Ya lo sé —dijo—, pero es que Bera te quería desde el principio. Se lo vi en los ojos. Ahora la cuestión es que estás aquí, pero le he dado un hijo, lo cual le ata a mí. Mi marido no me será infiel. No es la costumbre romaní. Lo que sí hará es mirarte con deseo, y como eso yo no lo soporto, Anna de Praga... —cerró un poco el puño, lo abrió y volvió a cerrarlo—, te pido dos cosas.

El tono sereno y sincero de sus últimas palabras aplacó un poco la furia de Anna. Estaba claro que sentía remordimientos. Algo habían compartido con el nacimiento del bebé; mientras el hijo de Lela se abría camino hacia el mundo, se habían tocado algo más que sus pieles. Era como si se hubieran fundido sus almas el tiempo suficiente para que se vieran por dentro mutuamente, y ambas habían percibido algo de sí mismas en la otra.

—¿Dos cosas? —dijo Anna, más tranquila, pero sin bajar la guardia.

—Primero, que me perdones. Lo que hice fue cobarde y malvado, pero tienes que perdonarme. Eres cristiana. Es lo que hacen los cristianos.

Lo dijo con todo el aplomo del mundo, como si no admitiera dudas, como si el perdón fuera una mercancía fácil de conseguir y dar.

—Has dicho dos cosas.

—Quiero que te vayas de la caravana cuando lleguemos a la siguiente etapa de la peregrinación. Dicen los peregrinos que hay una gran catedral. Habrá mucha gente, muchos hombres dispuestos a brindar protección a una mujer guapa.

¡Irse de la caravana! El temor de Anna había sido que la echasen al quedarse sin monedas de plata, y en vista de que no era así, sus esperanzas se habían reavivado, pero no era cuestión de dinero. Nunca lo había sido. Desde el principio, todo giraba en torno a su pelo, a la tonta y ridícula superstición de que su pelo rojo podía garantizarle un buen parto a Lela. Verificada esa esperanza, la dejaban de lado como una prenda romaní gastada. Siempre podía apelar a Bera, pero ahora la influencia de su mujer sobre él sería mayor que nunca. Angustiada, trató de calcular el valor del oro que le quedaba en el arcón de viaje.

Lela tendió un brazo y le acarició la cabeza, como si fuera una niña, y no la mayor de ambas.

—No pongas esa cara de miedo, Anna de Praga, que ya te ayudaré a encontrar un hombre; alguien mejor que mi Bera. —Redujo su voz a un susurro, como si estuviera a punto de comunicar el más exquisito de los cotilleos a otra gitana—: No sé si sabes que no es rey de verdad. No hay ningún rey romaní. Sólo se da ese título por ganas de mandar. —Y añadió orgullosamente—: Pero manda bien.

Parte de la ira de Anna se volvió contra sí misma. «¿Qué esperabas, tonta? No deberías haberte gastado los chelines en el hilo para coser las insignias. Sabías que tarde o temprano, cuando dejaras de serles útil, estos peregrinos, que no son peregrinos de verdad, sino vagabundos, te abandonarían. Deberías haberte fiado de tu intuición y estar preparada.»

—No pongas tan mala cara, Anna de Praga, que se te arrugará la frente como a una vieja bruja. Una mujer tan guapa como tú no tendrá ninguna dificultad para encontrar marido. Entonces ya no necesitarás al mío para nada. —Otra vez el tono de conspiración—. Sé la manera de preparar una pócima de amor. Pero en este momento necesito descansar, ya hablaremos más tarde. Ahora somos amigas. Si quieres puedes volver mañana y coger otra vez al niño en brazos. Te conviene practicar. Venga, vete.

La despidió con la misma regia naturalidad con que había decretado su perdón. Anna, aturdida, bajó a trompicones por la escalerilla del carro y se fue hacia la hoguera. «Los cristianos tienen que perdonar. Es lo que hacen.»
Dĕdeček
le había dicho lo mismo, con palabras casi idénticas. Perdón tal vez, pero ¿confianza? Eso era harina de muy distinto costal. La próxima vez, Anna sólo confiaría en su intuición.

XVI

Forasteros sedientos del país de Egipto a cuyo

frente iba un conde con letras del emperador

[...], las mujeres llevaban camisas escotadas [...],

las mujeres y los niños tenían anillas en las orejas.

De un documento de un concejal de Borgoña, siglo XV

Para Anna fue un alivio que la comadrona, poniendo tres dedos regordetes tan cerca de la cara de Bera que el romaní podría habérselos mordido, dijera:

—Tres semanas.

Agitó tres veces los dedos, para no dejar dudas acerca de lo que quería decir.

—Tres semanas hasta que la madre pueda cabalgar. Tu hijo la desgarró. Sangró como un cerdo. Necesita tiempo para curarse.

La expresión ceñuda que acompañó a sus palabras parecía decir que consideraba a los hombres unos animales. Al menos aquellas tres semanas le darían un poco más de tiempo a Anna.

Bera se fue del campamento murmurando, pero volvió al cabo de unas horas deshecho en sonrisas. Había hecho un negocio fantástico, «
brilliant
». Todos los negocios de Bera eran «
brilliant
», palabra inglesa aprendida de Anna, que pronunciaba acentuando mucho la doble ele y con un encogimiento de hombros que añadía un buen par de centímetros a su estatura. Declaró haber cerrado el negocio en cuestión con el señor de un feudo de los alrededores: podían acampar en sus tierras y recibir una ración diaria de heno para los caballos, leche de oveja para los niños y huevos frescos a cambio de herrarle los caballos y repararle los recipientes de metal.

—También tiene un ahumadero y un sótano para la fruta y la verdura, llenos a reventar. No echará en falta un trocito de panceta o un par de manzanas arrugadas.

Los peregrinos de verdad que les acompañaban prosiguieron su viaje. Ya no valía la pena retrasarse por el salvoconducto de Bera, máxime cuando se acercaba la temporada de las lluvias, y desde el cruce del Rin ninguna autoridad les había pedido la documentación. Sin embargo, un peregrino burgués acaudalado de Flandes, les dejó algo de gran importancia a cambio de que Anna le otorgara su permiso para ver la Biblia de Wycliffe: la
Guía del peregrino
, un librito encuadernado en piel, muy leído y en pésimo estado, que inspiró una nueva idea a Anna.

El texto en latín desgranaba todas las etapas del viaje desde París hasta la meta final de los peregrinos, el santuario del apóstol Santiago, en Compostela, España. Anna estaba fascinada por el libro y muy interesada por aquellos «gascones» que se pasaban el día hablando de «trivialidades» y eran «locuaces», «burlones» y «de corta estatura», descripción que le recordaba muchísimo a los roma. Por otro lado, aunque su abuelo y la formación que le había dado en la teología de Wycliffe le hubiesen inculcado un sano desdén por las reliquias y los santuarios, no dejaba de sentirse intrigada por la «luminosidad de las velas celestiales» y la «adoración angélica» que prometía la guía. De todos modos, según el pequeño mapa contenido en la
Guía del peregrino
, el camino bajaba mucho más al sur, antes de virar hacia el oeste, e incluso si los vardos de los gitanos tomaban aquel derrotero, Anna era consciente de que no les acompañaría. Ya se ocuparía de ello Lela.

Mejor. De hecho, su plan era separarse del grupo en algún lugar de Francia y hallar la manera de alcanzar Inglaterra, aunque sería difícil renunciar a lo conocido e internarse en las selvas de la incertidumbre. El burgués de Flandes le había dicho que entre Francia e Inglaterra había un río, una extensión de agua.

—¿Mayor que el Rin? —le había preguntado Anna, recordando la dificultad con la que habían vadeado el río, hasta el punto de que sólo el ingenio de Bera les había salvado de perder un caballo y un carro.

—¡Uy, mucho más! Se parece más a un pequeño mar. Inglaterra es una isla. Tendréis que tomar un barco.

Por eso, el día en que Bera anunció orgullosamente que al llegar a Reims se pondría en cabeza de los roma en el camino a España, donde visitarían el santuario de Santiago de Compostela y tendrían la oportunidad de ver el sarcófago con el cuerpo del apóstol, Anna tuvo la certeza de que tarde o temprano Lela vería cumplido su deseo.

Según dijo Bera —señalando un tosco mapa lleno de equis y círculos, dibujado expresamente por uno de los peregrinos—, el pequeño grupo se dirigiría al sur, con rumbo a París y Chartres.

¿Y Anna?

Ella iría hacia el oeste, con la intención de llegar a Inglaterra cruzando un pequeño mar. Le latía más fuerte el corazón sólo de pensar en el viaje, pero era la voluntad de su difunto abuelo. En Inglaterra encontraría a lord Cobham. En Inglaterra encontraría protección.

No sólo eso, sino que por fin tenía un plan, que (Dios fuera loado, y con él todos los santos) no incluía coser insignias de peregrino. Ya había renunciado al complejo bordado de la cruz. Ahora se limitaba a recamar conchas de vieira para los peregrinos con destino a Santiago, pero seguía pinchándose el dedo cada dos por tres y manchando de sangre el cojín de seda azul. Al parecer la manipulación de las agujas requería una destreza muy distinta a la del manejo de la pluma. Su plan tampoco incluía las complejas artes y conjuros de Lela para encontrar marido.

Anna estaba segura de que a quien atraería yendo desnuda por un campo a la luz de la luna llena y arrojando un puñado de sal a cada paso no sería precisamente al amante soñado.

Su nuevo plan (¿cómo no se le había ocurrido antes?) consistía en lo único que sabía hacer bien: libros. En su arcón había papel y plumas; hasta tenía un frasquito de tinta, y cuando se le acabara sabía fabricarla. Por eso, mientras Lela se restablecía, Bera tocaba el dulcémele, Jetta se ocupaba de la colada, la comida y el fuego para cocinar, y el pequeño Bek cantaba con su voz aguda y quejumbrosa, Anna copiaba la Guía del peregrino a la luz de las velas y de las antorchas, hasta que se le quedaban rígidas las manos por el frío y el cansancio.

De noche, sin embargo, mientras cavilaba inquieta sobre su futuro y oía la lluvia en el techo semicircular del carro romaní, soñó más de una vez con la casa de Staroméstké námésti y se preguntó si volvería a encontrarse como en casa en algún sitio.

* * * * *

Mientras Gabriel hurgaba en su equipaje, buscando la cuchilla de afeitar y la piedra de afilar, llamó uno de los novicios a la puerta de su celda. En el pergamino enrollado que recibió de sus manos, reconoció el sello de Arundel. Lo abrió con miedo, tras despedir al mensajero, pero al leer las instrucciones se dijo que al fin y al cabo podían ser buenas noticias. Normalmente, emprender un largo viaje con el invierno en puertas habría sido muy poco deseable. Sin embargo, en aquel caso le pareció reconocer la mano de Dios: una intervención divina que le daba tiempo para curarse de su enfermedad espiritual antes de regresar al castillo de Cooling.

Las órdenes del arzobispo estaban claras: el hermano Gabriel debía partir inmediatamente de Hastings para Francia, donde investigaría la posibilidad de que sir John Oldcastle, el bueno de lord Cobham, recibiera los textos prohibidos de proveedores franceses. Había estallado una gran revuelta en Bohemia. El papa Gregorio había excomulgado a Jan Hus y amenazaba con someter a un interdicto a toda la ciudad de Praga. Un religioso, un tal Jerome que viajaba entre las universidades de Praga y Oxford, había dado pruebas, bajo tortura, de que gran parte de los textos introducidos en Praga procedían de un miembro del Parlamento inglés. Si la Iglesia lograba demostrar que Oldcastle había comprado cierto número de transcripciones de los textos heréticos al gremio de París o a libreros de Reims o Colonia, dispondría de pruebas suficientes para mandar a la hoguera incluso a un hombre de su poder y su influencia.

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