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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (23 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Era un esfuerzo por el que Roma estaría muy agradecida. Arundel había insinuado que el premio a la eficacia, en aquel caso, podía llegar a ser un capelo cardenalicio (aunque Gabriel estaba seguro de que se refería a sí mismo).

Pero, eso sí, le advertía de que no sería tarea fácil: teniendo en cuenta las guerras con Francia, por no hablar de la existencia de la sede rival del Papa de Aviñón, los franceses difícilmente estarían dispuestos a ayudar a los ingleses en una investigación de esas características. Después de puntualizar que sólo sus malos humores le impedían encargarse personalmente de la misión, Arundel había expresado su certeza de que el hermano Gabriel sabría sonsacar la información necesaria con toda la maña que hiciera falta, con lo cual obtendría favores tanto para sí mismo como para su arzobispo.

Como Gabriel tendría que viajar disfrazado de rico mercader, se vería en la necesidad de prescindir de su hábito de fraile, a lo cual le autorizaba una dispensa especial vigente durante la misión. También se le autorizaba a no afeitarse la tonsura hasta que hubiera concluido su investigación. Los espías del antipapa estaban por todas partes. Si le arrestaban, sería la Santa Sede la que tuviera que pagar el rescate. Por último, Gabriel gozaba de permiso para costearse sus gastos con lo que hubiera obtenido mediante la venta de las últimas indulgencias, sin olvidar jamás en sus dispendios las necesidades de su Iglesia.

Se acarició la coronilla, que ya no estaba calva. Al parecer no necesitaría la cuchilla. Lo que eran las cosas: aquel mes de dejarse crecer el pelo le iba a resultar muy útil.

* * * * *

Un día de otoño envuelto en brumas, el hermano Gabriel subió hasta Dover por la costa y se embarcó para Calais. Ya no iba vestido de sacerdote. Llevaba una capa roja de mercader y un gorro cuadrado para esconder la sombra de la tonsura. Al verle por primera vez con su hábito de novicio, el hermano Francis le había dicho: «Esta prenda sagrada alejará de tu espalda al diablo y sus tentaciones». Era de una tela tan basta que el hermano Gabriel había pensado que a cualquier demonio con ganas de sentarse encima de sus hombros le habría parecido una montura muy incómoda, pero al final se había acostumbrado y ahora la capa roja de mercader le hacía sentirse prácticamente desnudo, de tan fina como era la tela.

¿Eran imaginaciones suyas o el resto de los pasajeros del barco que le estaba llevando al otro lado del canal de la Mancha le trataban de otra manera con aquella ropa? ¡Hasta hubo una mujer que coqueteó con él! Se sonrojó al recordar el consejo del hermano Francis, pero era un camino que había resuelto no tomar: o se mantenía fiel a sus votos o no seguiría siendo fraile. Por consiguiente, le dio la espalda, consternado, y simuló contemplar el mar gris y velado. Ella pasó de largo. Las aguas del canal estaban en calma.

En Calais alquiló un carruaje para el camino lleno de baches y barro hasta Reims. No se acordó hasta estar en plena campiña francesa, oyendo la lluvia en el tejado, el fragor de los cascos y, muy de vez en cuando, la bocina del cochero: se había dejado el cilicio en la abadía de Battle. Su espalda y hombros resultarían de muy cómodo asiento para cualquier diablo que quisiera aprovecharlos como medio de transporte.

XVII

En un lugar llamado Lorca, al este de Puente

la Reina, corre un río que se llama arroyo

Salobre [...].

Mucho cuidado con beber de él [...], pues este

río provoca la muerte [...]. En sus orillas dos

navarros [...] afilan sus cuchillos [...] para despellejar

las monturas de los peregrinos que

beben de esta agua y mueren.

Liber Sancti Jacobi
, libro V (siglo XII)

Después de una semana en Reims, Gabriel ya había averiguado bastante para saber que los burgueses de la ciudad estaban demasiado enfrascados en las violentas disputas políticas entre los poderosos duques de Borgoña y Orleans para pensar en un peligro menos inmediato como era el de los fuegos del infierno. En las sedes gremiales a las que le daba acceso su rojo atuendo, se hablaba mucho de las levas del rey y nada de la herejía.

Estaba en la lonja, conversando con los mercaderes de tejidos en uno de los bancos pegados a la pared. Los pañeros le habían recibido con los brazos abiertos, hasta el punto de que tenía que esforzarse por no abrir mucho la boca ni bajar la guardia. Al ser preguntado por su origen, masculló:


Je suis de la Flandre. Un négociant en tissus
.

«De Flandes, un mercader de tejidos.» Tras un simple gesto de aquiescencia, los pañeros le dieron una copa de vino tinto y siguieron quejándose de los altos impuestos con que les gravaba el loco del rey para pagar las armas con las que defenderse de las incursiones inglesas.


Sacrés chiens anglaises
.

Los conocimientos de francés de Gabriel eran bastante buenos, bastante cercanos al francés normando que aún se hablaba entre la nobleza más antigua de Inglaterra. De lo que no estaba tan seguro era de su acento. Por eso hablaba con cuidado, para no ser descubierto como uno de los «malditos perros ingleses» contra los que despotricaban los mercaderes por arruinar su economía. Su disfraz de mercader le hacía acreedor a más franqueza de la que habría conseguido con su sotana de cura. Preguntado por Gabriel acerca de la Iglesia, un miembro del gremio puso los ojos en blanco y se quejó de la corrupción, el vicio y hasta el Concilio de Pisa, que en vez de cumplir su presunto objetivo (librarles del Papa sobrante) había impuesto a otro pontífice italiano. Como el primer Papa italiano se negaba a renunciar a su Sede y el de Aviñón se negaba a abdicar de la suya, el cisma paría a otro.

Cuando, como quien no quiere la cosa, preguntó por la proliferación de herejías ligadas a Wycliffe o Hus, un tapicero de París se encogió de hombros y le dijo que si le interesaba la religión tenía que ir a Aviñón, pero que tenía más probabilidades de encontrar un opulento nido de aves de espléndido plumaje que cuervos negros y curas pobres.

—¿Se os grava en exceso para costear el lujo de las cortes papales? ¿El pueblo no se queja? —preguntó Gabriel con su medido francés, en una tentativa de poner en evidencia a los disconformes.

—Se queja más de lo que cuesta el delfín que el Papa. Y de los gastos bélicos contra Inglaterra. Al menos la Iglesia se gasta el dinero para mantener con todo el boato a sus cardenales y obispos. —El tapicero guiñó un ojo—. Más vale piel francesa en la capa pluvial de Su Santidad que cuero italiano en sus zapatillas. En cuanto a los más pobres, supongo que se sienten más próximos al cielo teniendo al Papa cerca.

«Pero si es un impostor, no el Papa...» Gabriel se calló la réplica justo a tiempo y, levantando la copa en falso brindis por la opinión de su compañero, paladeó un sorbo de buen vino francés. Demasiado fácil de beber, pensó al apurar la copa. Tenía que darse prisa en su misión, por el bien de su alma. Ya se estaba acostumbrando demasiado al sabor del vino francés en su lengua y al tacto de la buena seda sobre su piel. Hasta se le estaban curando las ampollas de la espalda.

A la salida de la casa gremial, preguntó por los carruajes con destino a París.


Demain à une heure de l'aprés-midi
. —El cochero limpió la espuma de sus caballos, a la vez que repetía—:
Demain
.

Pues nada, mañana tendría que ser. A menos que contratase un transporte privado... No, demasiado caro. Ya tenía la sensación de estar gastando mucho dinero por los pocos resultados que obtenía en su misión. Su esperanza era encontrar pruebas en París, donde estaba la sede del mayor gremio de libreros y escribanos. De algún sitio tenía que sacar sus copias lord Cobham...

Sin servicio de carruaje hasta el día siguiente, le quedaba el resto del día por matar. La tarde ya estaba bastante avanzada, una tarde de sol que derramaba una luz dorada y otoñal en la plaza de la catedral de Nuestra Señora de Reims. El templo presentaba un aspecto frío y solitario, con el rígido remate de una gorguera de encaje pétreo. Al verlo por primera vez le había conmovido su belleza, pero en aquel momento le sedujo más la propia plaza, soleada y llena de gente, colores y sonidos. Un barrendero con zuecos altos de madera, para protegerse de la inmundicia que dirigía hacia las cloacas, chocó con Gabriel y estuvo a punto de pisarle sus lujosos zapatos de piel, pero no pudo con su buen humor. El sol de otoño le calentaba la piel y el vino de los mercaderes la barriga. Por si fuera poco, cada vez se daba más cuenta de las miradas de interés que le lanzaban las damas con buen mantón de piel mientras pisaban delicadamente las piedras más limpias del pavimento y esquivaban las demás.

Alrededor de Gabriel se mezclaban las voces: francés, alemán, de vez en cuando unas palabras en inglés... Las voces del mercado, con sus vendedores pregonando toda clase de artículos. Se paró a reflexionar. Le sobraba tiempo y no tenía que ir a ningún sitio. ¿La cavernosa penumbra de la catedral, para ponerse de rodillas frente a un altar lleno de cirios y elevar su oración hacia Dios? No, aprendería más visitando algunos de los puestos de la plaza. ¿No era a lo que venía?

Fue entonces, sopesando alternativas, cuando la vio.

Lo primero que le llamó la atención fue el pelo, un halo luminoso de cobre, una masa de reflejos en torno al óvalo perfecto de un rostro cuyos ojos tenían la pureza del cristal de Murano. La mirada de Gabriel resbaló desde el pelo hacia el resto del cuerpo, opulento, de mujer, no de muchacha, pero bien formado, con una cintura que podía medirse con dos manos de varón. No, no dejaría que sus pensamientos errasen hacia aquel lugar prohibido.

Cuando estaba a punto de volverse hacia la catedral, reparó en que la mujer parecía vender algo. Estaba girando las páginas de un códice. Era librera. Convenía investigarlo. A eso había venido, ¿no? A investigar, a prestar oídos en el mercado.

La joven sacudió la cabeza. Sus brillantes rizos pugnaban por salir de una toca descolorida de terciopelo, que, más que retenerlos, los adornaba. Se giró hacia el cliente señalando una parte del libro y sonrió al recibir sus ducados a cambio de un códice pequeño y burdamente encuadernado. Al inclinarse, sus pechos tensaron la batista del corpiño y se le marcó el surco. «El libro, Gabriel; te interesa el libro, no la mujer.»

Estaba tan concentrada en el cliente que no se dio cuenta de que él se acercaba, o no lo demostró. Justo detrás de la mujer, en un lecho de harapos, había un niño rubio que la miraba, con las piernas esqueléticas y la cabeza demasiado grande no sólo para el resto del cuerpo (que era escuálido), sino para sus facciones de gnomo y sus muñecas de palo que daban manotazos en el aire. Sus ojos eran dos lagos en calma, la única calma de aquel cuerpo que no se estaba quieto ni un segundo. Se sobresaltó al oír las rotundas campanadas de la catedral y, con un parpadeo de sus grandes ojos grises, rompió a sollozar. Era un sonido desconcertante por motivos que Gabriel tardó un poco en comprender: su tono se ajustaba con total precisión al de la campana, con una afinación perfecta, aunque dos octavas por encima. Era como si las campanadas, con sus notas plañideras, se hubieran encarnado bruscamente en la voz aguda y quejumbrosa del pequeño. Se le puso la piel de gallina.

La mujer movió un brazo hacia atrás, sin interrumpir su conversación con el cliente (un peregrino, a juzgar por la capa y el bastón, y alemán, si no mentía el fuerte acento con que hablaba en francés), y acarició dulcemente el pelo rubio del niño hasta que dejaron de doblar las campanas. Por alguna razón que se le escapaba, el gesto provocó un escozor tras los párpados de Gabriel. También apaciguó al pequeño.

—El libro se titula
Liber Sancti Jacobi
y es una guía perfecta si estáis haciendo el Camino de Santiago —dijo la librera. Tenía una voz agradable y bien modulada, de mujer culta—. Está en latín, pero he puesto al lado la traducción al inglés y un resumen en francés como apéndice, aunque probablemente mi francés sea rudimentario. No es un idioma que domine —se disculpó—. Siento no tenerlo en alemán. Sé un poco, pero no me atrevería a traducirlo.

—Yo sé leer en inglés y en francés —dijo el cliente, esta vez en inglés—. En cuanto al latín, confieso que, aunque sea el idioma en el que rezo, desconozco el sentido de las palabras.

Gabriel aguzó el oído. ¿Que sabía inglés? ¿Hasta qué punto? ¿Dónde lo había aprendido? ¿Tal vez de una Biblia en inglés? Los dos podían ser sospechosos por saber tantos idiomas, la librera y su cliente. De todos modos, se recordó que lo que vendía no era una Biblia, sino una simple guía de peregrinos.

El niño ya no lloraba. La mujer le quitó la mano de la cabeza para girar las páginas del libro.

—Prestad especial atención al libro quinto —dijo—. Es una advertencia que vale la pena seguir. Si os dirigís al sur, deberéis cruzar un riachuelo cuyas aguas pueden matar al ser bebidas.

La librera se quedó callada, mirando el bullicio de la plaza mientras el cliente examinaba la página en cuestión. Su rostro perdió vivacidad y ganó sosiego.

—Me gustaría poder poner un letrero a la orilla del río en todos los idiomas del mundo —dijo— para alertar del peligro a los viajeros. —Un suspiro hinchó su pecho. Gabriel casi sintió el soplo de su aliento en la piel—. Pero sospecho que lo arrancarían los hombres malos que acechan en la orilla.

La fatiga de sus últimas palabras revelaba un conocimiento directo de la maldad. Gabriel se preguntó cuál sería su historia. El peregrino le dio las gracias por la advertencia y se guardó la compra en el bolso. Ella deslizó las monedas dentro de una redecilla que colgaba de su cinturón, oculta entre los pliegues de la falda. Concluida su compra, el alemán se fue mientras inspeccionaba las páginas de su hallazgo. Gabriel se acercó un poco más, fingiendo echar un vistazo a lo que estaba en venta.


Bonjour, monsieur
.

La miró por encima de la mesa que los separaba.

Se le formó un nudo en la garganta. Ojos del más puro azul de Murano, más azules aún por el contraste con una piel blanca y un pelo de vivos colores. Le recordó una imagen de la Magdalena vista en Roma, pero en más inocente. Y más sabia, aunque sólo fuera por la sufrida franqueza de su mirada. Si Gabriel hubiera sido pintor, la habría pintado así, rodeada de sus libros. Pero no lo era; él era, se recordó, un religioso disfrazado de mercader.

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