Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—
Oui
. —Le dio una nota, junto con una cesta de manzanas—.
Bonjour, madame. Avez-vous besoin de quelque chose d'autre?
—
Non, merci. Merci beaucoup
.
Al quedarse sola, Anna cerró la puerta y leyó rápidamente la nota. Sólo ponía que VanClef esperaba que lo encontrase todo de su gusto y que hubiera dormido bien. También ponía que volvería dentro de poco para ayudarla con la mudanza.
Sin embargo, Anna no tenía la menor intención de dejarse acompañar al campamento gitano. Por alguna razón, VanClef seguía sin inspirarle una confianza absoluta. Y no era por falta de ganas... Pero ¿qué motivos podían inspirar a un mercader, a todas luces rico, un interés tan súbito por el bienestar de una mujer a quien no conocía?
Uno solo, y Anna, pese a haber crecido entre algodones, ya sabía cuál. Por otro lado, debía admitir que de momento VanClef no había hecho ningún avance indecoroso ni le había faltado al respeto. Al final de su cena compartida, se había limitado a ayudarla a recoger, antes de retirarse a su propia habitación, con el recado de que si necesitaba algo sólo tenía que llamar a su puerta. Si Anna le estaba agradecida por su ayuda, aún lo estaba más por la bondad que mostraba hacia el pequeño. Lo cual, por otra parte, era lo más raro de todo... ¿Cómo explicarse la atracción del mercader hacia un niño retrasado a quien todos rehuían, receptor de miradas fugaces que, cuando no delataban una curiosidad grosera, resbalaban por él como si ni tan siquiera existiese?
No, no estaba dispuesta a bajar la guardia. Se arriesgaba a que VanClef averiguase que en realidad no era una viuda ejerciendo el negocio de su difunto esposo, ni gozando de la protección del gremio de los libreros. De todos modos, después de haberlo consultado con la almohada, no se arrepentía de haber dado el paso. Estaba bien tener la decisión a sus espaldas. Estaba bien saber que el día en que se fueran los roma ella tendría un techo bajo el que cobijarse. Por otro lado, sin nadie más que sí misma a quien mantener, no debería ser difícil ahorrar lo necesario para viajar a Inglaterra en primavera.
«Sir John Oldcastle.» En los últimos meses había pronunciado muchas veces aquel nombre para recordarse su promesa. Sir John Oldcastle, lord Cobham. Su abuelo le había dicho: «Ve con lord Cobham y estarás a salvo». Sentirse a salvo era lo que más quería Anna en el mundo, y desde la ejecución de Martin lo más parecido a sentirse a salvo que había experimentado era la noche anterior en la pequeña habitación de la rue de Saint Luc. Resultaba tan tentador fiarse del mercader de Flandes... De hecho, había estado a punto de decirle la verdad, mientras disfrutaban entre risas de su pequeña cena en la acogedora habitación. Una simple confidencia. ¿Qué daño podía hacer? Dentro de pocos días, VanClef se iría a su país y no volverían a verse. Algo, sin embargo, la retenía, y ahora que entraba por la ventana el riguroso sol de un día de invierno, se alegró de no haberlo hecho.
—Toma, pequeño Bek, cómete tu manzana —dijo, cortándola en bocados pequeños—. Después te llevaré con Jetta y ya no habrá campanas que te asusten.
Pero el pequeño Bek no quería la manzana. La escupió y empezó a cantar. Anna tuvo la impresión, aunque no podía afirmarlo, de que cantaba su nombre.
—No te preocupes, que con Jetta estarás muy bien. Te cuidarán los roma y conocerás España. Te gustará. En el libro pone que en España siempre hace sol. Y calor. No como aquí.
La lluvia de la noche había traído un día claro, pero con el frío cortante del invierno.
Anna se estremeció sólo de pensar en las noches largas y oscuras que tenía por delante.
* * * * *
—Te echaremos de menos, Anna de Praga —dijo Bera cuando ella le comunicó que se iba—, pero ya que no puedes venir con nosotros a Santiago de Compostela, me alegro de que hayas encontrado alojamiento. Nuestra partida es inminente.
El rey gitano exhibió su deslumbrante sonrisa. «Inminente.» La palabra era nueva para él. Coleccionaba palabras como coleccionaba trucos ingeniosos, presumiendo de ambas cosas a la menor ocasión.
—¡Has encontrado a un hombre! Lo sabía —chilló Lela—. Pronto harás saltar a tu propio bebé.
Hizo saltar al suyo contra un hombro, llena de entusiasmo, como si quisiera enseñarle cómo se hacía. Después le pasó el bebé a Bera, que le hizo dar unos brincos aún más fuertes. Con tantos zarandeos, lo milagroso era que el niño no escupiera mantequilla.
—¡No, Lela, no he encontrado a ningún hombre! VanClef sólo es un señor amable que, sin conocernos, se compadeció de nosotros durante una tormenta. Se irá pronto.
—VanClef. ¡Uau! ¡Qué nombre más elegante! Pues este VanClef se va a enamorar locamente de ti. Hace una semana te preparé un encantamiento de amor. No se te podrá resistir, Anna de Praga. Ya verás. Pero no hace falta que me des las gracias, porque has sido amiga mía y también te echaré de menos.
Lela saltó de su montón de cojines y abrazó con entusiasmo a Anna, que intentó devolverle el abrazo, reprochándose no saber perdonar. Aunque hubiera preferido olvidarlo, seguía acordándose de que la había denunciado a las autoridades de Praga. El olor de Lela era el mismo que el de su bebé, un olor agrio de leche que despertaba en ella unas ansias tan fuertes que casi le daban vértigo.
La joven romaní, a quien Anna sacaba media cabeza, levantó los brazos y le arrancó un pelo rojo con la rapidez de una víbora al ataque.
Estuvo a punto de lanzar un grito de protesta, pero Lela se rió.
—
Rawnie bal
— dijo—. No lo echarás de menos. Con tantos como te quedan...
Lo enroscó, formando una pulsera, y se la puso en el brazo al bebé. Viendo que el círculo compuesto por su pelo encajaba en la arruga de la muñeca del niño, como una mancha de color de herrumbre junto a la pulsera roja, Anna deseó sinceramente que no hiciera falta nada más para garantizar la felicidad de aquella criatura, pero el mundo era cruel y peligroso con los niños, y contra el mal que había visto ella no había hechizos ni conjuros que valieran.
«Echaré de menos a esta gente y sus ridículas supersticiones», pensó, girándose hacia Jetta, que estaba sentada en un rincón, con las piernas cruzadas y el pequeño Bek encima, marcando un ritmo sincopado con la piedra azul en los finos tablones del suelo. Desde el anuncio de Anna de que se separaba definitivamente de ellos, la anciana no había dicho nada.
—A ti te echaré de menos más que a nadie, Jetta.
Bera dejó al bebé en brazos de Lela, levantó el arcón de Anna y lo cargó sobre los hombros con un gruñido.
—Pesa tanto por la Biblia en inglés —dijo Anna, temerosa de que el rey gitano, sospechando que pudiera haber crecido su pequeña reserva de ducados y nobles, intentara exprimirle alguna última moneda.
Jetta se quitó suavemente de las piernas al pequeño Bek y se levantó. En vez de abrazar a Anna, como Lela, le cogió la mano y le puso la palma hacia arriba.
—¿Qué ves, Jetta? —dijo Lela—. ¿Verdad que el hombre de su vida se queda? ¿Una boda? ¿Hijos?
Anna se soltó la mano.
—Yo no creo en adivinaciones, Jetta. Ya lo sabes. Creo que nuestro destino lo determinan nuestros actos y la voluntad de Dios cuando solicitamos que intervenga en nuestros asuntos. Y él no nos escribe el futuro en las palmas.
¿Qué daño hacía Jetta leyéndole la mano, si le apetecía? ¿No sería que Anna tenía miedo de lo que pudiera decir la anciana?
La mujer entornó mucho los ojos y la miró con su sonrisa ladina de siempre.
—Estás a punto de emprender un largo viaje. Te lo he visto en la palma de la mano antes de que la retirases.
Anna se rió.
—Es lo que les dices a todos los que
dukker
.
Jetta se encogió de hombros, haciendo oscilar los aros de sus orejas.
—No quiere decir que no sea verdad. La vida es un largo viaje. ¿No estás de acuerdo, Anna de Praga?
—Supongo que sí. Supongo que sí.
Lela hizo un mohín.
—Yo quería saber algo de su enamorado...
La media sonrisa sardónica de Jetta se borró.
—Ten cuidado, Anna. Tanto si crees que está escrito en la palma de tu mano como si no, te esperan peligros. Ve con mucho cuidado en tu viaje.
Era el discurso más largo que Anna le había oído a la taciturna anciana, salvo cuando murmuraba para sus adentros.
—Ve con cuidado también tú, Jetta. Sabes que siempre te estaré agradecida.
—No hay de qué. Tu destino no era morir en el río aquel día.
Anna recordó de nuevo el beso del agua en su rostro y su paz al envolverla. De no ser por aquella anciana, su vida habría concluido ahí. Pensó que quizá hubiera sido mejor, preferible terminar en las aguas frías y límpidas del río Vltava, llevada hacia la eternidad por la corriente. Junto con
Dĕdeček
y Martin. Sin embargo, en la luz de aquel día despejado, de aires limpios y frescos, rodeada por aquel grupo de amigos de lo más inverosímil, se alegró de que no fuera así.
Bera ya estaba bajando del carro. Anna se agachó para darle un beso al pequeño Bek en el pelo rubio y fino de su coronilla. Después, parpadeando para aguantarse las lágrimas, se giró para seguir al rey gitano. Tras ella, el pequeño Bek empezó a gemir:
—An-na, An-na...
—Cállate, niño —dijo Jetta—, que a Anna pronto la verás otra vez. Ya la verás. Pronto.
Una promesa vacía para tranquilizar a un niño, pensó Anna, esperando que el pequeño Bek se olvidara rápidamente de ella y no pasara penas. Tenía pocos amigos en el mundo.
«Como yo —pensó al seguir al rey de los gitanos fuera del campamento que había sido su hogar durante meses—. Como yo.»
* * * * *
Ya era tarde cuando Bera dejó el arcón de Anna en casa del patrón y se marchó. Anna se alegró de que no estuviera VanClef. No quería que se llevara una falsa impresión al ver al gitano, aunque se arrepintió enseguida de la idea. ¿Qué más le daba a ella lo que pensase? Sólo era un cliente que la había tratado con amabilidad. Se iría y no volverían a verse.
—Te acompaño hasta el centro de la ciudad, Bera. Quizá pase por alguno de los puestos y compre pan y queso para la cena. Ahora que me quedo sola...
Él la miró serenamente, sin asomo de la sonrisa que usaba para seducir y engañar a sus víctimas
gorgios
. Anna nunca le había visto tan serio.
—Aún no es demasiado tarde para pensártelo, Anna de Praga. Puedes venir con nosotros a España.
—No, Bera. Te lo agradezco, de verdad. No sé qué habría hecho sin ti, sin Jetta... y sin Lela, pero es mejor así. Mi peregrinación es hacia el oeste.
Sin embargo, cuando le vio irse, tuvo un momento de pánico y se aguantó las ganas de llamarle.
A saber qué la esperaba en Inglaterra... ¿Y si el tal lord Cobham no quería recibirla? Se acordó del
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que dominaba el Vltava desde la colina y se estremeció por dentro al pensar en la idea de acercarse a un castillo parecido. ¿Y si...? «Pues entonces, como mínimo habrás cumplido tu promesa. En Inglaterra puedes ganarte la vida con tu pluma. Dale gracias a Dios por haber recibido esta facultad.» Al parecer no era Jetta la única que oía voces dentro de su cabeza, pensó Anna con sarcasmo.
* * * * *
El día se hizo más lúgubre al oscurecer. Las campanas llamaron a vísperas. En el momento de pasar frente a las grandes puertas de la catedral, Anna, que ya se había comprado el pan y el queso, vio un brillo carmesí con el rabillo del ojo, e incluso de espaldas reconoció la silueta que entraba en el templo. Sí, estaba segura. Lo veía en la manera de caminar y en el porte.
Aja. Conque era devoto. Y practicaba la religión romana. Fue una decepción. Había pensado que podían ser almas gemelas. A fin de cuentas le había pedido un evangelio en inglés... ¿Por qué encargárselo si no buscaba una verdad mayor que la que enseñaba la Iglesia? Sin embargo, como no se cansaba de recordarse, en el fondo VanClef no tenía ninguna importancia para ella.
Después de cenar y de copiar una página, casi no le quedaba nada de las velas que con tanto celo había ido guardando. Fuera del círculo de luz amarilla se cernía la oscuridad, dando un aire más solitario a la habitación. Anna no había oído pasos en el corredor. VanClef debía de haberse quedado un buen rato después de los rezos. Su puerta estaba cerca. Le habría oído volver. De todos modos, ¿qué le importaba a ella? Ni siquiera sabía por qué escuchaba.
Justo cuando pensaba en acostarse —sería un derroche encender otra vela—, oyó golpes suaves en la puerta. Al principio la abrió con cautela: sólo una rendija, que después se ensanchó.
VanClef ocupaba la poca anchura del marco, reflejando en su pelo corto y rubio la luz vacilante de la antorcha de la pared.
—Espero que aún no os hubierais acostado. No quería despertaros, pero es que me ha parecido ver un poco de luz debajo de la puerta.
—No, estaba...
Una mirada por encima del hombro de Anna tomó nota de las plumas, el papel y el libro abierto encima de la cama.
—Estáis trabajando. ¿Puedo pasar? Prometo no despertar a vuestro hijo —dijo en voz baja, mirando el montón de mantas que había al lado de la cama de Anna, sobre el pequeño camastro.
Ella aún no las había recogido y, con aquella penumbra, la caída del cobertor podía ser interpretada como que debajo había un niño. Estuvo a punto de explicarlo, pero ¿qué podía decir? Estaba demasiado cansada para entrar en detalles sobre su vida y para decidir hasta qué punto podía confiar en él.
—Es tarde, y el patrón...
VanClef se rió.
—El patrón es francés y no se fija.
Sus palabras ruborizaron a Anna, que esperó disimularlo gracias a la poca luz.
Él levantó un paquetito bien envuelto.
—Os he traído velas.
Su tono marrullero le recordó a Martin. ¿Serían iguales todos los hombres? A Anna siempre le habían encantado los coqueteos de Martin, pero él estaba enamorado de ella, y a aquel hombre prácticamente no le conocía.
—Por favor, señor... Sois muy generoso, pero es que estoy...
Sólo se había apartado un poquito. Aun así, VanClef se abrió paso y entró en la habitación.
—Ya veo qué estáis haciendo: leer la Biblia en inglés.
El tono duro y la ceja arqueada parecían señales de desaprobación.
—No la leo, la copio. Para vos. El Evangelio según san Juan, ¿os acordáis?
Anna lo dijo en voz baja, cómplice con la suposición del niño dormido.