Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Sí que me acuerdo. ¿Puedo ver la Biblia?
De hecho, no esperó a que le diera permiso. Ya había empezado a hojear el libro. Su actitud irritó a Anna.
Supuso que como rico mercader estaba acostumbrado a salirse con la suya.
—Creía que habíais dicho que erais una viuda pobre. Este libro es de gran calidad y muy caro.
Cada vez la irritaba más. Su visita a la catedral no había tenido ningún efecto beneficioso sobre su talante. Parecía menos afable y más autoritario. A menos que fueran simples imaginaciones de Anna, que buscaba cualquier pretexto sólo por haberle visto entrar en la catedral... Lo que no podía, de ninguna manera, era mandarle que saliera de una habitación pagada gracias a su generosidad, salvo que su comportamiento tuviera algo deshonesto, naturalmente... Había hecho mal en aceptar regalos de un desconocido.
—Pues es lo que soy, una viuda pobre —dijo, molesta por tener que repetir la mentira—. El libro era de mi abuelo. Es obra suya. Era escribano y un iluminador de renombre.
A juzgar por lo hostil de la mirada de VanClef, el libro no debía de ser de tan «gran calidad» como había dicho. Parecía que le ofendiese, aunque probablemente también fueran imaginaciones suyas. A fin de cuentas le había encargado una copia.
—Me extraña que no os preocupe el bienestar de vuestro abuelo. Deberías tener más cuidado. La posesión de una Biblia así es ilegal.
—Mi abuelo está muerto, y en el lugar de donde vengo hay mucha gente que lee la Palabra por su cuenta.
La vela empezó a chisporrotear. VanClef abrió el paquete y encendió otra para sustituirla. Después se sentó en la cama con la misma naturalidad que si lo hiciera por invitación de Anna, la cual permaneció de pie.
—Es muy peligroso llevar esto encima. Lo condena la Iglesia.
—Pero si vos...
—No es lo mismo. Yo tengo mi influencia. Vos sois una mujer sola.
Anna se sintió montar en cólera.
—¿Sabéis por qué lo condena la Iglesia? Pues os lo voy a decir: porque las personas que lo lean pueden descubrir que lo que predican los frailes no es más que una sarta de mentiras nacidas de la avaricia y el ansia de poder.
Viendo tensarse la mandíbula de VanClef, se dio cuenta de que le había ofendido, pero ya no podía parar. Por esa verdad otros habían muerto. Ella no podía quedarse callada para complacer a un hombre que la había tratado bien y menos cuando lo que decía era la pura verdad.
Señaló la Biblia.
—La doctrina del Purgatorio. A ver, decidme, ¿en qué pasaje de la Biblia se menciona ese lugar? ¡No podríais, porque es ficticio! ¿Y la venta de indulgencias? —Se rió de la credulidad de VanClef. ¡Un hombre bastante listo para triunfar en los negocios, y no veía más allá de sus narices!—. Si la gente descubriese que la gracia de Dios y la salvación son gratis, ¿por qué iban a pagar?
Su comentario debió de dar en alguna llaga, porque esta vez fue el mercader quien levantó la voz.
—¿Qué os creéis, que cualquier campesino es bastante culto para interpretar por sí solo la Escritura? —Soltó una risita burlona—. La mayoría ni siquiera sabe descifrar una carta de platos. ¡No hablemos ya de las Sagradas Escrituras!
Dio un puñetazo en la Biblia. El golpe hizo estremecerse a Anna. ¿Cómo podía haberle considerado un hombre tan dulce?
—Sé de qué hablo. Conozco a esa gente por mis viajes y he visto... —Hizo una pausa, como si se lo repensara—. Un mercader ve a muchos ignorantes.
Anna no estaba dispuesta a ceder ni a dejarse intimidar por las pretensiones de VanClef de que su posición social le hacía mejor conocedor del mundo.
—Pues entonces dad derecho a todos esos campesinos ignorantes a elegir quién interpreta por ellos las Sagradas Escrituras. Tal vez os sorprendiera la sabiduría que reside hasta en los más incultos.
—Veo que estás muy encasillada en tus ideas —dijo él en voz baja.
—Y yo veo que no las compartís, a pesar de vuestra curiosidad por la Biblia en inglés. Os he visto entrar en la catedral a la hora de las vísperas.
VanClef se levantó al tiempo que cerraba el libro de golpe.
—Tened cuidado, Anna. No estamos en Bohemia. La acusación de herejía es peligrosa, y la Iglesia... He oído que la Iglesia está organizando una campaña para erradicarla. Debéis pensar en el pequeño. —Echó un vistazo al bulto del suelo—. Me despido, antes de que le despertemos con nuestras discusiones.
—Hacéis bien. Gracias por la advertencia. Tendré cuidado —dijo rígidamente Anna—. Y gracias por las velas.
—No hay de qué en ninguno de ambos casos —dijo él.
Sin embargo, ya no quedaba ni rastro de su afable campechanía.
Cuando se cerró la puerta, Anna se preguntó si en el siguiente encuentro recibiría algo más que un saludo fugaz de VanClef.
[Nuestro] humilde autor proseguirá la historia con sir John en ella,
[...] en la que (por lo que yo sé) Falstaff morirá de fiebres,
[...] pues Oldcastle murió mártir, y no es el mismo hombre.
William Shakespeare
,
Enrique IV
, segunda parte (epílogo)
—¡Ah, sir John! A fe que sois un bálsamo de miel para estos ojos viejos y cansados. ¡Pasad, pasad!
Entre risas, sir John mantuvo a raya con los brazos a la tabernera, que, rubicunda y ancha de caderas, se disponía a abrazarle con todo su cuerpo.
—Tate, tate, Nell, nada de eso, que a mi dama no le parecería bien. ¿Sabes que me he casado desde nuestro último encuentro?
Nell le dio un golpe en el brazo, no del todo en broma, y se metió en la gorra de paño un mechón salpicado de canas.
—Sí, sí que lo sabía. Vino a contármelo Doll, que estaba destrozada. Como la mitad de las putas de Eastcheap. Parecía que se hubiera muerto alguien.
Le observó atentamente sin soltarle.
—Pero ¿qué os trae por aquí? ¡No os habréis cansado tan deprisa de vuestra nueva y noble esposa! En fin, me alegro mucho de veros. Ya no es como en los viejos tiempos, Jack. No tiene nada que ver con entonces.
—Todo pasa, Nell. El mundo cambia. ¿Cómo está Pistol?
—Tan inútil como siempre.
—Si mal no recuerdo, no te lo parecía tanto en la época en que le perseguías...
—Ya, pero eso era antes de pillarle.
Un suspiro descompuso las facciones de la mujer. Sir John vio que le habían salido patas de gallo en los ojos. La mano de Nell toqueteó con cierto apuro el delantal manchado.
—Desde que os fuistes ha bajado mucho el negocio —dijo—. Al necio de Pistol se le ha ocurrido el disparate de hacerse trapero. Ha conseguido una carreta rota y va por los callejones recogiendo los harapos infestados de pulgas que tiran los nobles. —Apartó la vista—. Vamos tirando. Al menos los vecinos ya no se quejan tanto del ruido desde que se acabaron las pendencias que armabais con el príncipe Hal, Pistol y Bardolph. —Sonrió, en un intento de recuperar su buen humor—. Ahora casi nunca tengo que llamar al alguacil. Bueno, cuando le llamo tampoco viene...
Sir John contempló la sala principal del Boar's Head, que tanto conocía. No recordaba que tuviera tan pésimo aspecto. Los juncos del suelo pedían a gritos ser cambiados, y en las ventanas, todas rotas, había mugre y restos del contenido de los orinales que arrojaban con poca puntería los vecinos de arriba hacia las cloacas. La roña daba un tinte verdoso a la luz vespertina que se filtraba por ella. La señora Quickly siempre había tenido limpia su taberna. Sir John se preguntó qué habría pensado Joan de un lugar así. No, en realidad no se lo preguntó, porque ya lo sabía.
En un rincón había un par de zascandiles tramando alguna ignominia, con una jarra de cerveza en medio. Sir John se palpó los bolsillos de su sobreveste para verificar que el monedero siguiera en su sitio. Al lado de la chimenea colmada de ceniza, en una esquina, dormitaba un viejo borracho, mientras el fuego moría entre sus propios residuos.
—Aún me acuerdo de la última vez que llamaste al alguacil por mi culpa. ¿Llegué a pagarte la deuda de diez libras que me demandabas?
Justo cuando se palpaba el monedero, se dio cuenta de que los dos granujas del fondo de la sala le miraban, callados. Se apartó un poco para esconder la transacción con su voluminoso cuerpo sin tener que darles la espalda.
—Pero, Jack, no hace falta que...
—Hay que sumar los intereses de la deuda. En estos cinco años deben de haber acumulado otra libra.
Sacó los once soberanos de oro, aliviando bastante el peso de la bolsa.
Nell miró con avidez las monedas de su mano.
—Ahora que estamos en paz, ¿qué me dices de una jarra de tu mejor jerez?
Rehuyendo la mirada de sir John, la mujer se guardó el dinero bajo el delantal, en una bolsa. Después le sonrió.
—Aún tengo vuestra jarra favorita, la que tiene forma de mujer con un buen par de...
Hizo el movimiento de sopesar sus propios pechos, también voluminosos.
Mientras Nell llenaba el obsceno recipiente, sir John acomodó su corpachón en uno de los bancos.
—¿Os quedaréis hasta que llegue Pistol?
—Si no vuelve muy tarde... Vengo a ver a alguien, un pergaminero de Smithfield que se llama William Fisher. ¿Ha preguntado por mí?
Los dos granujas de la mesa de la esquina pusieron fin a sus maquinaciones y, tras una última y furtiva mirada hacia sir John —como si deliberasen si atreverse con semejante mole humana—, decidieron que no y se acercaron furtivamente a la puerta, donde se cruzaron con alguien que intentaba entrar.
—¿Qué aspecto tiene maese Fisher?
Sir John dejó deslizarse el jerez por su garganta, con una sonrisa de satisfacción.
—No lo sé —dijo, limpiándose la espuma del bigote—. Nunca le he visto, pero según el mensajero era urgente.
La silueta del recién llegado se recortaba en la puerta, con el sol detrás.
—Parece que tenéis un nuevo cliente, señora Quickly —dijo sir John a la silueta.
El hombre entró, saliendo de la luz, y se quitó la capucha.
—¿Qué hay que hacer para beber algo en esta casa? —dijo.
—Alteza... —masculló la tabernera, haciendo una torpe reverencia, antes de que sir John se hubiera repuesto de la impresión del reconocimiento.
—Os equivocáis, señora. Me llamo William Fisher y soy de Smithfield. Vengo a ver a lord Cobham.
Era una voz grave, mesurada... y familiar.
La sonrisa de Nell se deshizo en una mueca de pena. Su mirada de reojo a sir John contenía la pregunta de si era otra de las bromas complicadas por las que se les conocía años atrás. Sir John respondió a la mirada con un encogimiento de hombros. Ella se fue a servir las bebidas, tras otra reverencia a medias.
—Maese Fisher, ¿verdad? —dijo sir John, mientras tomaba asiento con el visitante al pie de la ventana rota.
Nell dejó las jarras en la mesa y se fue, descontenta, lanzando a sir John un gesto inquisitivo de sus cejas.
—Es sorprendente cuánto os parecéis a un viejo amigo con quien nos divertíamos mucho. Se llamaba Hal, pero ahora que lo pienso tenía más de joven imberbe que de hombre. Eso sí, recuerdo que bebía como un hombre.
Sir John sonrió con la esperanza de que sus palabras despertasen una chispa en los ojos (conocidos) de quien tenía delante, pero no apareció ninguna.
—Yo, lord Cobham, me llamo William, no Hal, y repito que soy un pergaminero de Smithfield.
En fin, si a eso quería jugar su joven amigo, sir John le seguiría la corriente.
—¿De Smithfield, decís? ¿Y en qué puedo ayudaros, señor... Fisher?
—Soy yo quien puedo ayudaros.
—¿Qué necesidad tengo yo de un pergaminero, si no es indiscreción?
—Corren rumores de que sois un gran consumidor de pergamino, mi señor. Y un comprador asiduo de plumas y tinta. Corren rumores de que os dedicáis a la exportación de libros.
Sir John meditó su respuesta.
—De modo, William, que es una visita de trabajo... Venís a venderme pergamino —dijo maliciosamente, curioso por lo que sucedería después, pero dispuesto a ir adónde le llevase el juego.
Lo hacía bien el chico, había que reconocerlo. Claro que Hal siempre había sido un maestro del disfraz. Sir John se acordó de cuando, más por diversión que por ganancia, apostaban el precio de lo que bebieran durante la noche a cambio de quitarle la bolsa a algún patán. Usando su ingenio como arco, Hal hacía cantar al pobre tonto a su son como si fuera un violín. Después se acercaba sir John, en calidad de cómplice, para «rematar la faena». De vez en cuando se intercambiaban los papeles, por puro aburrimiento. Pues bien, fuera cual fuese aquella nueva broma, sir John se prestaría a ella en honor de los viejos tiempos. Eligió una táctica que usaba mucho en los juegos de naipes, la del farol.
—Veréis, maese Fisher, a veces los rumores son ciertos y otras no. Vuestro informador os ha mentido. Yo no soy un erudito, ni tampoco un hombre de libros. No necesito pergamino. Habéis hecho el viaje desde Smithfield en balde.
Cogió su obscena jarra con las dos manos y acarició las protuberancias rosadas con los pulgares en espera de que su acompañante hiciera algún comentario procaz en señal de que lo reconocía. Vio con el rabillo del ojo que la tabernera los observaba desde el otro lado del largo mostrador, mientras limpiaba las jarras con su delantal sucio, aplicando todavía más mugre a unos recipientes que ya andaban más que sobrados de ella.
—No he venido a venderos pergamino.
El Hal que no era Hal se inclinó en actitud conspiradora y apoyó ambas palmas en la mesa, levantándose un poco del banco. Sir John se acordaba muy bien de la postura. La había visto más veces de la cuenta, siempre que el genio vivo de Hal, aliado al exceso de jerez, podían más que su razón.
—Vengo con un mensaje del príncipe Harry, que me ha pedido que os lo entregue en honor del buen concepto en el que antaño os tuvo.
—¿Antaño?
El brillo acerado de la mirada y la firmeza de la mandíbula tenían algo que sir John no recordaba haber visto en el muchacho.
No era ninguna broma.
Dejó la jarra. De repente tenía ganas de estar en otra parte. Aquella mugre, aquel olor a cerveza rancia y ceniza vieja se parecían muy poco a la taberna donde tan feliz se había considerado en otros tiempos. A aquellas horas finales de la tarde, Joan debía de estar en la rosaleda, bordando o leyendo su Biblia en inglés. Deseó estar sentado con ella en el banco de tepe, respirando la fragancia de la rosa recién cortada que seguro que llevaba en el escote del corpiño.