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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (21 page)

BOOK: La comerciante de libros
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XV

Para el parto, se cose pelo rojo en una bolsita

y se pone sobre la barriga, pegado a la piel,

durante el embarazo...

Sortilegio gitano de buena suerte

La pequeña comitiva de vardos gitanos llevaba dos semanas avanzando deprisa. Ahora ya no iban por bosques tan frondosos. En las afueras de Estrasburgo se les había unido otro grupo de romanís, haciendo crecer hasta ocho el número de carros. Algunos peregrinos se habían quedado en Estrasburgo, sustituidos por otros, deseosos de cruzar Francia al amparo del salvoconducto del emperador del Sacro Imperio. Solían ser unos treinta.

—Si se mantiene el tiempo, llegaremos a Francia antes del día de Todos los Santos —se jactaba cada noche Bera.

El tiempo se mantuvo: días de otoño cálidos y soleados, y noches despejadas a la luz de la estrellas que a Anna le hacían más agradable la vida romaní. Aun así, cada noche en que los romanís se reunían a bailar y cantar en torno a las hogueras, ella lamentaba su falta de lazos en un mundo que había dejado de entender. Las mujeres la dejaban sola. Ni siquiera los niños respondían a sus avances: se la quedaban mirando con sus grandes ojos negros y acababan refugiándose en las faldas de sus madres. De vez en cuando, tras bailar con la misma ligereza que si lo hiciera sobre huevos, y quedar satisfecho de la lluvia de monedas con que le obsequiaban admirados los peregrinos, el moreno rey Bera se ponía un momento de cuclillas a su lado para obsequiarla con una sonrisa fugaz y un guiño.

Fue lo que hizo aquella noche. Estaban todos reunidos alrededor de la hoguera, incluso los peregrinos que solían tener sus propias fogatas; las llamas saltaban con la misma altura y brío que las espectaculares piruetas de Bera, y éste, al ponerse en cuclillas junto a Anna, quiso sacarla a bailar dentro del círculo; pero ella, que siempre tenía presente la mirada vigilante de Lela, se refugió de nuevo en las sombras. Aquella noche, todo fuera dicho, no había visto a Lela en su lugar de siempre, sentada en la punta de su carro, con la puerta abierta y la cortina descorrida para observar los ritos de la hoguera a distancia prudencial, ya que las mujeres embarazadas tenían prohibida la compañía de los hombres...

La brisa movió una rama. A pesar de los chisporroteos de la hoguera, Anna oyó un crujido de pinaza y hojas secas causado por el peso de algún pie. Al mirar hacia arriba vio a Bera. Miró aprensivamente hacia el vardo de Lela. En puridad no podía decirse que ella y Bera estuvieran a solas, pero venía a ser lo mismo. Las sombras del bosque los separaban del círculo de la fogata.

—Tienes que venir conmigo, Anna de Praga. Ha llegado la hora.

No sonreía. Su tono era de urgencia.

—¿La hora de qué? —preguntó ella con el pulso acelerado.

Hasta entonces Bera sólo la había requerido por dinero.

Se dispuso a ofrecer resistencia.

—Es la hora de que nazca mi hijo. Lela te llama.

—¿Lela? ¿Lela me llama a mí?

Bera le tendió la mano.

—Pero si...

Al otro lado de los árboles apareció Jetta.

—Deprisa, que Lela está dando a luz. Te necesitamos.

Anna pensó que debía de ser un error. ¿Para qué querían su ayuda en un momento así? ¡Mujeres que ni siquiera le dejaban tocar su comida! Y ella sabía tan poco de cosas de mujeres... Se había criado rodeada de hombres.

Bera y Jetta la arrastraron hacia el carro, ignorando sus protestas como si fueran tan poco importantes como el humo de la hoguera.

Al acercarse al vardo de Bera, el más colorido de todos, con su verde chillón y su pan de oro en las puertas talladas (visible incluso a la luz de la fogata), resonó en el interior un grito de mujer. Bera soltó enseguida la mano de Anna para batirse en retirada hacia la comodidad y camaradería de la hoguera.

—Ven —insistió Jetta, tirando de Anna.

Fue un estirón que ella recordó en alguna parte de su memoria, aunque hubiera estado inconsciente al ser sacada del río. Jetta, la eterna salvadora... Y ahora esperaba su ayuda.

En cambio, ella se apartó.

—¿No entras conmigo? —preguntó Anna.

—No hay bastante sitio en el carro.

Pero ¿de dónde habían sacado la ocurrencia de que ella supiera algo de partos?

—Pero si yo no soy partera... De hecho, nunca he visto...


Rawnie bal
—dijo Jetta, levantando la mano para quitarle el pañuelo del pelo—. Tócale la barriga con el pelo y ya está. —La anciana mostró una dentadura llena de agujeros. Anna prácticamente nunca la había visto sonreír—. Dale tu suerte.

—¿Mi suerte?

¿Para qué quiere mi suerte?, pensó Anna; pero estaba demasiado nerviosa para pararse a pensar mucho tiempo en aquella ironía. Otro grito estridente salió del carro como el agudo lamento de un alma en pena. Al estremecedor sonido le siguió un reguero de palabrotas en lengua romaní, salpicado de alguna que otra palabra en el idioma de Bohemia.

—Lela me odia —susurró Anna—. No dejará que me acerque ni a ella ni a su bebé.

—Si pare un niño sano, no te odiará. Entra, Anna de Praga. —Jetta le dio un empujoncito hacia la puerta trasera—. La comadrona ya está dentro. Sólo tendrás que mirar y aprender.

Al siguiente grito, Anna subió por los escalones de madera y entró en el carro, medio empujada por Jetta.

Lela estaba en el suelo, encima de una estera, no en una silla de parir como las que había visto Anna en algunos de los textos prácticos que copiaba para las mujeres de Praga (con ilustraciones rudimentarias realizadas por ella en los márgenes). El primer libro de aquel tipo se lo había dado a copiar
Dĕdeček
justo cuando Anna se hacía mujer, diciendo que las ilustraciones eran bastante simples como para que las hiciera ella. «Tú pinta lo que describe el texto», le había dicho; y Anna, a pesar de toda su ingenuidad, había entendido la razón de que se lo diera a ilustrar.
Dĕdeček
ya se imaginaba con qué avidez devoraría el texto, absorbiendo toda la información que no le transmitiría ninguna madre o hermana, y de la que él no se atrevía a hablar abiertamente con una nieta a punto de hacerse mujer. Al llegar a sus manos La enfermedad de las mujeres, de Gilberto el Inglés, Anna había copiado largos fragmentos en inglés para guardárselos, y los había consultado con frecuencia a lo largo de los años. Lamentó no llevar el libro en su equipaje.

Al observar el claro malestar de Lela y el crescendo de sus dolores de parto, al verla con las piernas muy abiertas y dobladas por las rodillas, como dos torres que vigilasen la entrada a la montaña que era su barriga, y a la comadrona arrodillada entre ellas, Anna se acordó de su tosco dibujo y se dio cuenta de que había acertado en lo principal. La comadrona, una vieja arpía a quien recordaba haber visto en el último carro, se levantó entre las piernas de Lela y movió bruscamente la cabeza hacia un lado, sonora señal (por el tintineo de los aros de sus orejas) para que Anna se arrodillase junto a la enorme barriga de Lela.

—Así —dijo, echando la cabeza hacia delante como si le estuviera pidiendo lo más normal del mundo.

—¿Así? —preguntó Anna mientras sentía caer el peso de su melena suelta, que formó ante sus ojos una brillante cortina rojiza.

—No, más cerca, sobre la barriga.

A la vez que lo decía, la comadrona empujó hacia abajo su cabeza hasta que su mejilla quedó apoyada en la barriga de Lela para que la cubriera con su pelo.

La piel de Lela era suave y caliente, palpitante de vida. Percibiendo su latido, Anna se dio cuenta de lo que sentía en la mejilla no era el pulso de una sola vida, sino de dos. La montaña que tenía bajo su mejilla se estremeció. Lela empezó a gemir y sollozar, asiendo con ambos puños el pelo. Se lo estiró. Fuerte. Sin embargo, entendiendo de golpe lo cerca que estaba de presenciar un milagro, Anna no sólo no sintió el dolor, sino que lo agradeció. Era como si de alguna manera ajena a cualquier lógica también ella formase parte del milagro de dar a luz.

—Ya asoma la cabeza —dijo la vieja comadrona—. Un empujón más. Un empujón muy fuerte.

Lela le espetó una maldición en romaní que entendió incluso Anna, en la medida en que formaba parte de una especie de idioma universal de las mujeres originado en el nacimiento de Caín. Anna se hizo fuerte para resistir el tremendo estirón en el pelo que estaba segura que recibir. Lela cogió un puñado en una mano, mientras la otra aferraba el collar que se había deslizado desde el interior de la blusa de Anna. Al siguiente empujón, respuesta a otra fuerte oleada de dolor, la joven notó que se rompía la cadena y se separaba de su cuello. Después Lela lanzó otro grito estridente, el último, que se elevó pujante hasta apagarse en un simple quejido. A los pocos segundos se vio respondido por un débil grito.

—Ya está aquí. Jetta, ¡que ya está aquí! —exclamó la vieja partera, para que la oyesen las mujeres de fuera—. Avisa a Bera. Dile que tiene un hijo, un hijo sano.

Lela soltó el pelo de Anna, que levantó la cabeza y se lo alisó.

La cara de la flamante madre estaba cubierta de sudor, con manchas de sangre en todas partes. Anna no había previsto tanta sangre, pero no parecía que la comadrona viese nada raro. Jetta, que acababa de entrar con agua caliente y trapos, lavó al bebé y después a Lela. Ahora el bebé berreaba a grito pelado. La vieja comadrona le miró riendo, encantada de aquel sonido tan saludable. Después lo puso encima de su madre, con el cordón intacto.

Anna quedó impresionada por el cambio radical de Lela. Era como si ya no se acordase del dolor. Acarició la cabeza húmeda del niño, mientras se esforzaba por levantar la suya.

—Tapadlo, que podría coger frío —dijo—. ¿Está bien? ¿Seguro que está bien?

Otro milagro: Lela, la exaltada y tormentosa Lela, rindiendo por completo su espíritu al mismo niño que tanto dolor le había causado hacía unos instantes.

Después de que Jetta y la comadrona la tranquilizaran, asegurándole que nunca habían visto un niño tan guapo, la nueva madre cerró los ojos y suspiró. Anna pensó que probablemente se durmiera y que era el momento de irse, pero se resistía a abandonar el pequeño círculo de mujeres al que había pertenecido fugazmente. Cambió un poco de postura, paso previo a levantarse del suelo, en el que seguía sentada a tal proximidad de Lela que veía subir y bajar su pecho. El bebé estaba tan quieto como un muñeco, a excepción de los pequeños movimientos de succión de su boquita contra su puño. A Anna le habría gustado tocarle, pero no se atrevía. Era
gadje
.

En el momento en que ya estaba de rodillas, intentando levantarse con el menor ruido posible, Lela cogió su brazo.

—Te estoy agradecida, Anna de Praga.

Ella se sorprendió. Aquello sí que era un milagro.

—No he hecho nada —dijo, echando hacia atrás su mata de pelo revuelto.

Lela se rió.

—Tenía miedo de que te hubieras quedado sin pelo —dijo—, pero tienes tanto... Siento haberte roto el collar. Toma, dáselo a Bera, que te lo arreglará. Lo sabe arreglar todo.

Anna cogió el collar y se lo guardó en el bolsillo sin decir nada. No pensaba arriesgarse a que Bera se lo quedara.

—Hoy has traído la buena suerte al vardo del rey de los gitanos —dijo Lela, como si fuera una reina concediéndole un gran honor.

Como Anna no sabía qué decir, se limitó a murmurar que estaba encantada. No parecía el mejor momento para echarle a Lela un sermón sobre supersticiones absurdas. Se giró para irse.

—¿Quieres cogerlo? —preguntó Lela.

¿Lo había oído bien? No. Seguro que Lela no dejaba que a su nueva joya la tocase una
gadje
, y menos aquella
gadje
; ella, que se negaba incluso a ponerse uno de sus vestidos favoritos después de que lo hubiera llevado una gorgio...

—Venga, cógelo, que no muerde. No tiene dientes.

A Anna le apetecía mucho tener en brazos al bebé; de hecho, se moría de ganas, pero nunca había cogido a ninguno y no estaba seguro de saber hacerlo.

Lela tenía apoyada la espalda en varios cojines, con el pelo oscuro y húmedo extendido por las telas de colores vivos. La comadrona había cortado el cordón, pero seguía ocupándose de las partes femeninas de Lela, la cual, ignorándola, le hizo a Jetta una señal de la cabeza. La anciana depositó al bebé en los brazos de Anna.

Ésta tendió los brazos como si le dieran leña. El pequeño empezó a llorar.

—Así.

Jetta formó una cuna con sus brazos e imprimió un balanceo a la parte superior de su cuerpo.

Anna trató de imitarla, acercando a su pecho la carita del bebé, que hundió la boca en la blusa antes de encontrarse el puño y seguir chupando.

—Es un glotón —dijo la comadrona, mientras le ponía en el brazo una pulsera de cuentas rojas.

Algún amuleto de la buena suerte, supuso Anna. Se había fijado en que todos los niños romanís (al menos los que aún necesitaban ser llevados en brazos) los llevaban del mismo tipo. Acunó suavemente al niño, con muy pocas ganas de devolverlo. Se fijó en cómo movía la boca. ¿Cómo podía llegar al mundo sabiendo chupar? ¿Quién se lo había enseñado? ¿Quién le enseñaba a acurrucarse de esa manera en un brazo de mujer, llenando de un anhelo casi doloroso el corazón de la que le cogía? Eso, pensó Anna, no se lo había explicado ningún libro. Entonces se acordó de unos versículos del profeta hebreo Jeremías: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses». Aún veía el brillante color aguamarina de la capitular pintada por su abuelo.

Lela tendió el brazo para coger un mechón del pelo de Anna, que casi le llegaba a la cintura, y pasarlo suavemente por el cuerpo de bebé, incluida su cara. Al notarlo en la mejilla, el niño dejó de succionarse el puño y sonrió como si estuviera soñando (o recordando) una visión del paraíso.

Anna pensó que se le rompería el corazón de tanta belleza.

—Ahora marchaos —dijo Lela, con la imperiosidad de todas las reinas—. Llevaos al niño y enseñádselo a su padre.

A su pesar, Anna devolvió al bebé y adoptó la postura ligeramente encorvada a la que ya se había acostumbrado.

—No, Anna de Praga, tú quédate, que quiero decirte algo.

Sorprendida, volvió a sentarse junto a Lela. Habían puesto un cojín limpio en el suelo de madera y se habían llevado todos los paños manchados de sangre. También la placenta. No sabía si había alguna manera ritual de eliminarla, pero no lo preguntó.

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