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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (10 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—Me temo que el viaje ha sido en balde, hermano. Lord Cobham puede tardar varias semanas en volver, y estoy segura de que vuestras obligaciones...

—Pues entonces pasaré su ausencia al servicio de su casa. El arzobispo me ha enviado como confesor de una abadía de los alrededores. Quizá pueda prestaros el mismo servicio, siempre que no tengáis un sacerdote en el castillo, naturalmente...

El rostro de lady Cobham se fijó en una dura mueca de desagrado que restó carnosidad y poder de tentación a sus labios, mientras un lado de su boca se curvaba en un esbozo de sonrisa.

—Hermano...

—Gabriel. Hermano Gabriel.

—Hermano Gabriel, podéis decir a su excelencia que al castillo de Cooling y sus habitantes no les hace falta ningún confesor. Nosotros confesamos directamente nuestros pecados a nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

El atrevimiento de la dama casi dejó a Gabriel sin aliento. Al parecer eran dos los herejes Cobham a los que dejar en evidencia.

—Sí, yo también simpatizo en cierto grado con ese planteamiento —dijo. Más tarde ya compensaría la mentira con una penitencia; una penitencia ligera, por tratarse de una mentira al servicio de su Iglesia—. Lo entiendo perfectamente. Me he preguntado muchas veces cómo sería predicar para fieles que aportasen una... comprensión personal de la Palabra.

¿Se habían relajado un poco las facciones de la dama o eran imaginaciones suyas? En cambio, sus ojos, de color ámbar, seguían siendo precavidos. Al otro lado de la ventana acristalada, el sol del atardecer se deshacía en brumas, iluminando las motas de polvo que flotaban por el escaso espacio que había entre Gabriel y lady Joan. Una o dos se posaron en el amplio marco de la ventana. El aire pesaba mucho. Lady Cobham jugó a quitar el polvo del marco de la ventana con los pétalos de una rosa. Arrancó un pétalo marchito, cuya piel vinosa, al agrietarse, difundió un aroma embriagador por el calor excesivo de la estancia. Gabriel sudaba bajo el hábito.

—¿Decís que os envía el arzobispo?

—A la abadía, como confesor, pero se me ha ocurrido... Claro que si no necesitáis un sacerdote...

—No necesitamos los servicios de un sacerdote de Roma. —Para suavizar la firmeza de su afirmación, lady Cobham añadió—: Pero tampoco queremos ser poco hospitalarios con un vecino. Ya es tarde y hay dos leguas hasta Rochester. Estaremos encantados de que paséis la noche en el castillo y regreséis mañana a la abadía; a menos, claro está, que las hermanas os necesiten para el oficio de prima.

—Es un ofrecimiento muy amable, mi señora, y a decir verdad preferiría no emprender tan tarde el camino de regreso. En cuanto a la prima, el viejo sacerdote a quien me dispongo a relevar es muy madrugador.

El gesto de aquiescencia de lady Cobham tardó unas décimas de segundo más de la cuenta y no ocultó la decepción de la dama.

—Mis necesidades son muy sencillas —dijo Gabriel—. Bastará un simple camastro en una estancia minúscula.

—El castillo de Cooling se asegurará de que estéis cómodo, hermano Gabriel —dijo ella, evitando su mirada. Llamó al criado con la campanilla y se giró, imprimiendo un suave balanceo a sus anchas caderas—. Se nos conoce por nuestra hospitalidad cristiana.

—Una sola cosa más, mi señora. He oído que sir John tiene una Biblia donde se vierten a la lengua inglesa las palabras de nuestro Señor. No sé si sería demasiada molestia que me la enseñarais...

Juntó las puntas de los dedos, nerviosa costumbre que estaba tratando de vencer. Dejó caer las manos. La mirada de lady Cobham se deslizó por la Biblia situada en la mesa, al lado de fray Gabriel, y acabó posándose en el alféizar.

—Pero si vos leéis la Palabra en latín... ¿Por qué...?

—Sueño hace tiempo con verla tal como podría aparecerse a hombres más humildes. Con el propósito de descubrir alguna verdad para todos.

El rostro de la dama se suavizó al perder una parte de su recelo. Parecía estar deliberando internamente.

—Hay una en la mesa que tenéis detrás —dijo—. No puedo negar su lectura a nadie que lo solicite con intenciones puras, y las vuestras lo son, ¿verdad, hermano Gabriel?

El aroma de los pétalos de rosa machacados se mezclaba con el calor y ello dificultaba la respiración del fraile.

—Os lo aseguro, mi señora. Mis intenciones son purísimas.

* * * * *

Sir John Oldcastle salió de Rochester a galope tendido. Estaba decidido a pasar la noche en casa. Su gran barriga exhaló un suspiro de alivio al reconocer el blanco acantilado del castillo de Cooling. El sudor del caballo, recubierto de espuma, no era el único olor que reconocía su olfato; también el del agua salada, el de la hierba de las marismas y el de la niebla vespertina que llegaba del mar. Todo olía a su hogar.

Se inclinó mucho para susurrar al oído del caballo:

—Sólo un poquito más, Jack. Te espera un gran saco de avena fresca.

Clavó con fuerza las espuelas en los flancos del caballo de caza.

Después de un día tan caluroso, se agradecía el viento en la cara. Un saco de avena fresca para el caballo y una jarra de cerveza a temperatura de bodega para el jinete. Y por la noche dormiría en su propia cama, junto a su amante esposa. ¡Ah, qué gusto estar en casa!

El caballo frenó al entrar en el patio. Sir John lanzó las riendas al guardián de la torre.

—Bienvenido, mi señor. Os hemos echado de menos —dijo el guardián, un hombre de cierta edad.

—Me alegro de haber vuelto, Tim. Dile al palafrenero que esta noche ponga un saco de más para el viejo Jack, y asegúrate de que le refresquen como es debido, que ha llevado un gran peso bien y deprisa.

Gran peso de por sí el del jinete en el trayecto desde Herefordshire, y mayor aún con lo que traía de la abadía de Rochester en las alforjas...

—Sí, mi señor, así lo haré. Mi señora no os esperaba hasta mañana. ¿Mando que la avisen?

—No, Tim, prefiero sorprenderla.

Guiñó el ojo al criado.

Primero, sin embargo, llevó el contenido de las alforjas al escondrijo que le reservaba bajo la escalera de entrada.

Un salterio y dos evangelios según san Juan, un Evangelio según san Mateo y unos Hechos de los Apóstoles. Buena captura, que había tenido que recoger personalmente.

No podía arriesgarse a poner en peligro los secretos de la abadesa enviando a sus sirvientes, ni siquiera a los de plena confianza.

Guardó los libros con cuidado, cerciorándose de que en los envoltorios no hubiera ningún indicio de su vinculación con la abadía. Vaciló un segundo. ¡Qué hambre tenía, por los clavos de Cristo!

Pero más hambriento aún estaba de ver a su Joan.

Primero fue a la solana, que era donde más posibilidades tenía de encontrarla, tomando a solas una cena ligera; pero sería más divertido compartirla.

Antes de llegar a la puerta, oyó las dulces notas de su risa grave. ¡Cuánto había echado de menos aquella risa! Sólo al cruzar la puerta de la solana cayó en la cuenta de que no estaba sola y consumida de añoranza.

Su señora estaba con un hombre, aunque la actividad a la que se dedicaban parecía muy inocente. Estaban de espaldas a la puerta, compartiendo lo que parecía un capón asado con guisantes. En la estancia flotaba un olor suculento. Capón asado, seguro. En medio había una mesa con dos copas y una botella de lo más selecto de la bodega. Sir John se hizo una idea de la situación en un abrir y cerrar de ojos, antes de que se dieran cuenta de su llegada, tan absortos estaban en la conversación. No fue poco el alivio de sir John al reparar en la casulla del clérigo, y eso que la visión de los ropajes eclesiásticos no solía ser muy de su agrado, la verdad fuera dicha...

—Sólo estoy fuera dos semanas y mi mujer ya se busca un amante.

Una broma para ella, una pulla para el fraile y una afrenta a la reputación de su orden.

Joan, boquiabierta de alegría, se levantó y se echó en sus brazos sin darle tiempo de añadir nada más. Le besó en plena boca.

—John, ¡vergüenza debería darte! Aunque, teniendo en cuenta cómo hueles, probablemente tu señora tuviera justificación. Te presento al hermano Gabriel, legado de Canterbury.

—¿De Canterbury, dices?

Sir John se puso inmediatamente en guardia. ¿A qué jugaba su mujer?

—El arzobispo nos ha enviado un confesor.

Los ojos de Joan tenían un brillo travieso.

De pronto el cansancio del largo viaje cayó como una ola sobre sir John. Pensando en cómo le estropeaban la vuelta a casa, todo su buen humor se disipó de golpe.

—Querida esposa, me sorprende que no le hayas dicho al legado de Canterbury que no necesitamos ningún confesor.

—Os aseguro que lo he hecho, mi señor, pero a lo que viene el hermano Gabriel, en realidad, es a predicar en la abadía. Su visita y la oferta que me ha hecho son por simple cortesía.

Al menos esa parte sonaba a cierta. La abadesa le había comentado que esperaban a alguien, no sin manifestar cierta preocupación por que su presencia pudiera ralentizar la producción de la abadía. Pero ¿qué hacía ese alguien en el castillo de Cooling?

Su mujer se acercó para susurrarle al oído (o fingir que susurraba, ya que lo dijo bastante alto para que lo oyera el fraile):

—El hermano Gabriel tiene simpatías lolardas. Qué escándalo, ¿verdad?

Sir John se quitó del cuello los brazos de su esposa para observar con mayor atención al intruso. Ciertamente, para ser monje, tenía muy buen aspecto. Recordando la risa de Joan, se le despertaron un poco los celos.

—¿Y con qué aspecto de la doctrina lolarda está de acuerdo este emisario de su excelencia, concretamente?

El hermano Gabriel le miró a los ojos con una actitud franca y sin doblez.

—No puedo decir que esté totalmente de acuerdo ni totalmente en desacuerdo con las enseñanzas de maese Wycliffe. Digamos que soy un buscador de la verdad. Vuestra señora ha tenido la amabilidad de mostrarme vuestra copia de la Biblia de Wycliffe, que me ha impresionado mucho.

—¿Creéis que al arzobispo también le «impresionaría»?

El fraile sonrió.

—Me temo que no, pero el arzobispo no habla por mí en todos los aspectos. —El visitante bebió otro sorbo del vino de sir John. Después se levantó y se limpió la boca—. Veo que estáis cansado del viaje, sir John. Os deseo buenas noches. Ya discutiremos de teología mañana o pasado mañana. —Se inclinó un poco antes de ir hacia la puerta—. Lady Cobham, gracias por vuestra amable hospitalidad. No es necesario que llaméis al criado. Sabré encontrar el camino de mi habitación.

—¿Qué ha pasado aquí? —inquirió sir John tras la partida del sacerdote.

—Amor mío, confía un poco en mí antes de poner el grito en el cielo. No le he contado nada sobre nuestras actividades. Había visto la Biblia de Wycliffe en la mesa y me ha pedido examinarla, nada más. Yo he pensado que si no daba la impresión de esconder algo, perdería interés y se iría. A veces un poco de verdad dicha a la cara, sin rodeos, oculta lo que no se dice. Además, si Arundel persiguiera a cualquier poseedor de una Biblia de Wycliffe, debería encadenar a media Inglaterra. Y no olvides, marido mío, que siempre has gozado del máximo favor por parte del joven rey.

—Aún no es rey.

—Sólo le falta ser coronado. —Lady Joan le hizo sentarse en una silla y se apoyó en su regazo—. Debes de estar muerto de hambre. Toma. —Partió un poco de carne y se la puso entre los dientes. Después le acercó el vino a la boca y limpió a besos las gotas que quedaron después de que se lo bebiera—. No te preocupes por el monje, John, que es inofensivo. Hasta es posible que le convirtamos. ¡Qué gran arruga en las calzas del viejo Arundel!

Sir John dio una palmada en el trasero regordete de su mujer y se levantó. Se le escapaba la risa. ¡Qué gusto daba estar en casa, por los clavos de Cristo!

* * * * *

Cuando se fue el criado y el hermano Gabriel se quedó solo en su habitación, trató de no disfrutar demasiado con la belleza del mobiliario ni con las comodidades que le rodeaban. A lujos como el colchón de plumas y las velas de cera de abeja (que bañaban de un suave resplandor la oscuridad) era muy fácil apegarse. A su modo de ver, el amor por el lujo ya había hecho mella en demasiados de sus hermanos, haciendo que olvidasen sus votos de pobreza. Él nunca se permitiría esa debilidad. Aun así agradeció las velas, cuya luz le permitiría examinar la Biblia de Wycliffe.

La copia era muy basta, sin capitulares adornadas ni color en los márgenes: una mera sucesión de renglones escritos en inglés con letra apretada. Daba la impresión de que el copista preciaba mucho el papel. Tras un somero examen, Gabriel llegó a la conclusión de que ya en su apariencia se veía lo blasfemo del documento. ¡Copiar en tan vulgar caligrafía las Sagradas Escrituras, merecedoras de toda la belleza que pudiera prodigarse en ellas! ¡Y en un lenguaje tan común! Bastaba pensar en lo sucio y calloso de las manos que lo tocarían, haciendo girar sus feas páginas. Sin embargo, lo peor de todo era la idea de que el propio texto saliera de labios de unos campesinos ignorantes, indignos de pronunciar tan sagradas palabras.

Eso sí era echar perlas a los cerdos. Era la postura oficial de la Iglesia a la que servía, y ¿quién era él para ponerla en duda?

Debería haber apartado de sí aquel texto tan blasfemo, pero lo que hizo fue abrirlo por los Hechos de los Apóstoles. Al principio se fijó en la traducción, y no tuvo más remedio que reconocer que era correcta, con la excepción de alguna que otra palabra. Gabriel se enorgullecía de su conocimiento del latín; si hubiera habido alguna palabra mal traducida o alguna frase trunca, no cabía duda de que se habría dado cuenta. Claro que a Wycliffe nunca le habían acusado de ser un ignorante... Lo que más le sorprendía era que, habiendo transcurrido tanto tiempo desde la muerte de Wycliffe, y teniendo en cuenta que las traducciones habían sido completadas por otras personas y copiadas por amanuenses cuyo grado de instrucción variaba mucho, la traducción fuera legible y razonablemente exacta.

De todos modos, no dejaba de ser un documento blasfemo. La Iglesia lo había condenado y la historia demostraba que era una condena merecida, pues ¿no eran las mismas palabras que, en la mente de hombres ignorantes y sin formación, invitaban a la rebelión y al asesinato? Sin las enseñanzas heréticas de John Wycliffe sobre que todo hombre era su propio sacerdote, sin sus sermones acerca de los abusos del clero, ¿se habrían atrevido alguna vez Wat Tyler y John Ball a encabezar un asalto a la nobleza y el clero, matando al mismísimo arzobispo?

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