Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Mientras sembraba hierba en la tumba recién tapada, consultó la altura del sol y pensó que probablemente fuera demasiado tarde para ir. Aquello era más importante. Ya que no podía cumplir su promesa, al menos podía cuidar su tumba. La tierra ya sobresalía un poco menos. Algún día se hundiría, como las que la rodeaban, más antiguas; tumbas descuidadas, sin nadie para cuidarlas. Echó unas cuantas semillas de flores silvestres y las regó con la jarrita de hojalata que había llevado.
Hace un mes podría haberlas regado con lágrimas, pensó; sin embargo, desde su rescate del río por la arpía gitana, le dolía menos el corazón, como si al fin y al cabo las aguas del Vltava le hubieran otorgado una especie de bautismo. El dolor seguía en su sitio, como una herida en proceso de cicatrizar, pero una parte de la rabia se estaba diluyendo, sustituida por una ira más sorda, un hervor en lo más profundo de los huesos.
Se había fijado en que últimamente, cuando iba a ver la tumba de su abuelo, en vez de aquel hervor, se apoderaba de ella una paz muy especial, como si
Dĕdeček
aún estuviera cerca, y algunos días la paz la acompañaba a casa y se quedaba con ella hasta que, consumida su cena solitaria, Anna se preparaba para acostarse, quitándose la túnica y doblándola bien, como le habría gustado a
Dĕdeček
. A veces, mientras cepillaba el caos de sus rizos y lo ordenaba en trenzas, se sorprendía hablando con él, hasta el extremo de que en una ocasión, al quitar los pelos de las cerdas y dejar boca abajo el cepillo con dorso de plata que
Dĕdeček
le había regalado para su cumpleaños (de la misma manera que lo hacía él cuando entraba en el cuarto de su nieta), se le escapó una carcajada. «Ya ves que me acuerdo,
Dĕdeček
. De todo. De todo lo que me enseñaste.»
Esta vez fue distinto. Esta vez, tras regar las semillas y arrancar las malas hierbas en torno a la cruz de piedra en la que se había gastado algunos de sus inestimables florines, la paz no la acompañó durante el camino de vuelta. Tampoco la esperaba en su casita.
En la puerta había una mujer ancha de caderas, con la mandíbula muy pronunciada y una cofia blanca de encaje que enmarcaba un rostro muy poco sonriente.
—¡Señora Kremensky! ¿Ha..., ha pasado algo? —preguntó Anna, intentando acordarse de si había ordenado las habitaciones de la planta baja antes de irse al cementerio.
La puerta estaba abierta, pero la ocupaba por entero la señora Kremensky, sin moverse, cerrando el paso y retorciéndose las manos con nerviosismo.
—Es que quería...
Anna se puso de puntillas para mirar por encima del hombro de su casera, pero sólo vio una pluma de ganso flotando en el aire.
—Un momento... No...
—La verdad es que he perdido mucho como ama de casa desde que... Prometo mejorar.
Anna intentó entrar, pero la señora Kremensky seguía obstruyendo el paso. Ya no se retorcía las manos. Ahora sacudía la cabeza, en señal de que no era un problema de orden doméstico. Anna nunca la había visto tan agitada.
—Lo siento, Anna —dijo finalmente—. No he podido impedírselo. Me han amenazado. Decían que...
Dejó la frase a medias y se miró los pies, eludiendo la mirada de la chica.
Anna tocó el hombro de su casera y lo sacudió con suavidad, como si pudiera hacer caer las palabras de sus labios.
—¿Impedir qué a quién, señora Kremensky? ¿A quién ha intentado impedirle algo? ¿Por qué está tan disgustada?
Eran los gitanos. Había sido un error no devolverles la falda roja. Así tenían una excusa para ir a su casa. Le extrañó que hubieran conseguido localizarla.
—Los soldados. Acaban de irse.
—¡Soldados!
Anna apartó a la señora Kremensky y penetró en el caos de la planta baja.
Se le cortó la respiración. El suelo estaba lleno de papeles, y la silla de sauce al revés, con el cojín cortado. Los cojines del banco de trabajo de su abuelo también tenían cortes. En la mesa de la cocina había un vaso de leche al revés, pero lo que hizo empañarse los ojos de Anna fue ver que, en la mesa de trabajo de su abuelo (cuidada por ella como un relicario), las pinturas, los pinceles y las plumas estaban desperdigados y rotos.
No tenían derecho.
En uno de los cojines reventados se estaba secando una mancha de pintura roja. Anna la tocó. Tenía la consistencia de la sangre. Se la quedó mirando hasta limpiarla con la falda, manchada con el barro de la tumba de su abuelo.
¡No tenían derecho!
Sintió que su ira sorda se abría camino desde el tuétano, atravesando el hueso y amenazando con brotar en uno de los devastadores accesos de rabia que
Dĕdeček
se había pasado toda la vida enseñándole a dominar.
—No se saldrán con la suya. Acudiré a las autoridades. —Anna gritaba sin poderse controlar. Temblaba tanto que tuvo miedo de caerse, y se cruzó fuertemente de brazos para aquietar los movimientos de su cuerpo—. Elevaré una petición al concejal. Haré que...
—Silencio, niña, que las paredes oyen. Repórtate.
—Acudiré a las autoridades...
—Pero ¿no lo entiendes, Anna? Esto lo han hecho las autoridades. Los soldados buscaban algo. Me han enseñado un mandato. Si no, no les habría dejado entrar.
—Pues tiene que ser una equivocación. Yo no tengo nada que...
—Han dicho que buscaban los escritos prohibidos del hereje Wycliffe.
—Pero si yo lo único que tengo es...
La señora Kremensky le tapó suavemente la boca.
—No quiero saber qué tienes, Anna. Siempre le dije a tu abuelo que no quería saber nada. No era de mi incumbencia, pero ahora ha habido ejecuciones por este delito y las autoridades sospechan de ti. La situación tendrá que cambiar. Dudo que hayan encontrado algo. De momento estás a salvo, pero volverán, y no dejarán de venir hasta que encuentren lo que buscan.
Anna casi no escuchaba. Estaba haciendo un rápido inventario visual de la sala. Habían roto la cerradura del pequeño arcón de la cocina. El suelo estaba sembrado de manteles y servilletas, pero el falso fondo parecía intacto. Era donde su abuelo siempre guardaba la Biblia de Wycliffe.
A la señora Kremensky se le movía la boca de emoción.
Sin embargo, se apartó de Anna como quien se aparta del fuego cuando pasa una ráfaga de viento.
—Tienes que irte, por tu bien y por el nuestro. Ya no puedo permitirme que vivas aquí —dijo.
Sus palabras tuvieron el efecto de una bofetada.
No, seguro que lo había entendido mal. La señora Kremensky siempre la había tratado tan bien, desde su infancia... En algunos aspectos con formalidad, pero sin faltar nunca a la bondad. Desde la muerte de su abuelo se mostraba especialmente generosa: le traía comida, le aconsejaba descansar, y una vez hasta la había acompañado a visitar la tumba.
—¿Cómo que tengo que irme? ¿Me estáis echando de mi casa?
Anna ya no hablaba a grito pelado. La llama había tardado tan poco en apagarse como en encenderse, y había dejado un frío entumecedor. La frente de la señora Kremensky estaba sudorosa, pero Anna tiritaba.
—Tienes que entender mi situación...
Su tono era de súplica, al igual que la mirada de sus ojitos grises, que a Anna siempre le habían recordado botones pequeños y brillantes cosidos en el paño de una muñeca con demasiado relleno.
—Tienes que entenderlo. No hay alternativa. Ahora que ya no está tu abuelo, creía que no te molestarían. Una mujer sola... ¿Qué peligro podría representar? Pero parece que por alguna razón se han fijado en ti, aunque en la casa ya no se celebren... reuniones.
La señora Kremensky volvió a retorcerse las manos. Como no se atrevía a mirar a Anna a los ojos, fijó la vista encima de su hombro.
La joven se le puso delante, a la vez que intentaba controlar el miedo que estaba naciendo en su interior.
—Señora Kremensky, si me echa no tendré adónde ir.
—Seguro que puede darte alojamiento algún amigo o pariente.
—Mi único pariente vivo era mi abuelo, y a mis amigos me los ha quitado la Iglesia.
«Alimentando con su carne a los pájaros y reduciendo sus huesos a cenizas.» ¿Cómo hacerle entender que era imposible apartarla de ahí, de su último lazo con la única familia que había conocido?
La casera se puso la mano en la frente, tapándose sus ojos de botón con una palma ancha y cuadrada que torció absurdamente su cofia.
—Lo siento, Anna. Tengo que pensar en mi marido, que no está bien de salud. Esta casa es nuestro único medio de subsistencia, y si permito que te quedes, podrían confiscárnosla.
Se giró para irse. Anna estaba demasiado aturdida para tratar de frenarla.
—Tu abuelo pagó el alquiler hasta final de año. Te devolveré el dinero. Puedes cambiarte de nombre y de ciudad. Si te quedas aquí, todos correremos peligro. Tienes que entenderlo.
Pero ella no entendía nada, salvo que se había quedado sola y que pronto se quedaría sin hogar.
—Por favor, Anna, procura irte mañana... Cuando vuelvan los soldados, tienes que haberte ido, y no quiero saber adónde vas. Lo siento.
Anna no se giró. Oyó cerrarse la puerta a sus espaldas, pero se quedó como una estatua entre los papeles y los manteles arrugados del suelo. Una pluma de ganso levantada por la ráfaga de viento de la puerta flotó hasta posarse en la falda roja plisada de Lela.
* * * * *
En un torbellino de ira y rabia contenida, Anna empezó por la mesa de trabajo de su abuelo, a la que devolvió su orden habitual. Los soldados no habían revuelto los cuartos del piso de arriba. O bien no habían reparado en la puerta que daba a la escalera o bien lo único que les interesaba era la planta baja, donde se celebraban las reuniones bíblicas.
Anna casi ya lo había ordenado todo. Era un paso imprescindible antes de pensar en irse. Ya había enderezado la silla, limpiado la leche derramada y tirado los cojines rotos, sin que las lágrimas dejasen de rodar ni un momento por sus mejillas y sin que ella dejase de musitar rabiosa para sus adentros, actitud que creía haber dejado atrás con su niñez. Mientras ordenaba el contenido del arcón, oyó llamar a la puerta.
¿La señora Kremensky, que venía a decirle que había recapacitado o a rogarle que se quedara...? Como mínimo a darle más tiempo. Anna intentó serenar su expresión. Después de secarse los ojos y de sonarse la nariz, fue a la puerta y quitó la pesada barra. Sus palabras se mezclaron con el chirrido de las bisagras.
—Me alegro tanto de que vengáis...
Pero la silueta recortada en el umbral por la última luz de la tarde no era la de su casera.
—Jetta tenía razón! Por fin te encontramos —dijo el rey de los gitanos—. Vengo a ver el libro santo.
Lo dijo susurrando, mientras le hacía saber a Anna con una sonrisa y un guiño que ya sabía que no era un secreto que se pudiera proclamar por las calles de viva voz.
A principios de la semana siguiente, cuando volvieron los soldados, la casita de Staroméstké náméstí estaba como una patena. No quedaba ni un pote de pintura como testimonio de sus antiguos habitantes.
—Mi inquilina se fue en plena noche. No sé adónde. —La señora Kremensky estaba en medio de la sala, mostrando en su rostro toda la indignación de que era capaz. Alrededor de ella flotaban motas de polvo en un rayo de sol—. Si la encuentran, me debe el alquiler del mes de agosto.
Los soldados se fueron conformes.
* * * * *
Lo único que dejó Anna en la ciudad de Praga fue una corona alrededor de la crucecita de piedra del camposanto de Tyn. Sus flores ya habían empezado a marchitarse cuando el pequeño grupo de peregrinos romanís penetró en la oscuridad del bosque, rumbo al oeste.
El hombre sabio y resuelto de veras a
proteger su salvación siempre vela con tal
solicitud por reprimir sus vicios que se
ciñe el cinturón de la perfecta mortificación.
De
El ideal monástico
(siglo XI)
—Pero si ya estoy bautizada, esposo mío... —dijo a su marido lady Joan Cobham—. Como es debido, por un sacerdote.
Era septiembre en el castillo de Cooling y hacía calor. Sir John llevaba a su esposa de la mano por el patio. Dejaron atrás el cuerpo de guardia y las caballerizas. Después cruzaron el seto que delimitaba el jardín y se adentraron en el bosque, pisando bellotas y hojas secas de roble del año anterior, siempre cuesta abajo hasta que las hojas dejaron su sitio a una mullida alfombra de musgo.
—No me refería al bautismo, esposa mía, sino a otro de los santos sacramentos.
La estrechó en el cerco de sus brazos, justo cuando salían a un pequeño claro donde el sol clavaba una saeta de luz en las oscuras y verdes paredes del bosque.
—Quiero enseñarte qué otra utilidad podemos darle a este sagrado estanque.
Jadeaba por lo empinado de la cuesta.
Lady Cobham miró hacia abajo desde las rocas donde estaban. Bajo el haz luminoso brillaba un estanque de agua clara, de color zafiro. El aliento, esta vez, lo perdió ella.
Durante todo el verano había observado con curiosidad cómo sir John excavaba el suelo, contenía las aguas del río con un dique, movía tierras y plantaba rocas y árboles hasta convertir la única hondonada que había entre Gravesend y el castillo de Coolham en una nemorosa cañada. "Una piscina bautismal secreta", había dicho él, como donde le habían bautizado a él, sólo hacía seis años, en el valle de Olchon, en lo más profundo de las Montañas Negras galesas. Ahora la prueba de su diligencia se extendía a los pies de lady Cobham.
De la roca de arriba caía, tentador, un chorro de agua. John, jadeante, movió unas cuantas piedras y cambió un tronco de lugar para convertir el chorro en una cascada que se lanzaba ruidosamente en el estanque desde las rocas.
—¡Oh, John!
Joan no pudo decir más.
—Venga, a refrescarnos.
—¿Podemos? Lo pregunto porque siendo un lugar sagrado...
—También lo era el Edén. Ven conmigo.
John la cogió de la mano para bajar por un camino sinuoso, a la vez que se quitaba el jubón.
También Joan se desató la camisa, consciente de que su marido la miraba. ¡Ella, una viuda que ya había enterrado a dos maridos, y se sentía como una virgen cuando la miraba así! Se aguantó el impulso de taparse los pechos con los brazos.
—Tú primero —dijo él.
El agua fría rodeó tan bruscamente los tobillos de Joan que agradeció el poco calor que infundía en su cuello y sus hombros la cabellera desatada.