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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (5 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Gabriel vio que el joven príncipe apretaba sus labios al concentrarse, y se imaginó bastante bien lo que pasaba por su cabeza. Un solo encausamiento. Un solo noble, que tendría sus seguidores y que extendería la sedición, y haría que otros se alzaran en armas contra un rey capaz de encarcelar a sus propios nobles. Un noble bajo cuyo estandarte podrían unirse todos los enemigos del monarca. Sin embargo, la amenaza de la excomunión papal no se podía tomar a la ligera.

El príncipe Harry exhaló larga y profundamente.

—Mientras se trate únicamente de conseguir pruebas, supongo que no hay ningún inconveniente, aunque sólo sea para ver qué surge. Pero que no se tome ninguna medida contra la nobleza sin el consentimiento del rey.

—¿Significa eso que vuestra excelencia da su conformidad?

El príncipe Harry asintió.

—Sólo para la obtención de pruebas, y con el máximo secreto.

Arundel se frotó las manos de impaciencia, como si le encantara la idea de empezar enseguida.

—Así se hará, excelencia. Ya os he dicho que el comisionado Flemmynge está estudiando todos los documentos escritos de Wycliffe y entresacando las herejías que contienen. Haremos públicas estas últimas para que nadie pueda alegar desconocimiento de la ley. Mientras tanto, ya hemos decidido por dónde empezar. El hermano Gabriel recabará pruebas introduciéndose como confesor en una abadía próxima a la residencia de un conocido hereje que se sienta en el Parlamento. Empezará a recoger pruebas por ahí, y cuando tengan peso suficiente presentaremos una acusación formal.

¡Recoger pruebas! Aja. Conque no le habían llamado para ninguna consulta teológica. ¡Qué estúpido había sido al sentirse halagado por la atención del obispo! El orgullo era la fuente de todos los males. Le habían asignado el papel de Judas. Sería un espía. Cuánta razón tenía en su deseo de querer estar en otro sitio... Tuvo la sensación de haber recibido un puñetazo en la barriga.

—¿El hermano Gabriel tiene vuestro permiso para empezar de inmediato? —preguntó Arundel.

Ni siquiera le había consultado. No le había dado la oportunidad de negarse.

—El hermano Gabriel tiene nuestro permiso para empezar, pero sólo para reunir pruebas.

Arundel sonrió.

—¿Puedo saber quién es el noble? —preguntó el príncipe Harry.

—Un conocido vuestro, excelencia. Su nombre es sir John Oldcastle, lord Cobham —dijo el arzobispo, desenrollando un pergamino.

Esta vez el puñetazo en la barriga lo recibió el príncipe. Gabriel vio que su rostro se quedaba exangüe. No se esperaba que fuese su antiguo camarada de batallas y tabernas. ¡Con qué astucia había rodeado Arundel a su presa!

—Debe de haber un error. El sir John a quien nos conocemos no da dos higas por la religión. Es verdad que se burla de todo, pero es inofensivo.

La inquietud del príncipe Harry se reflejaba en su manera de mover la boca, mordiéndose el labio.

—Ya no es tan inofensivo, excelencia. Se ha hecho lolardo, y no hace el menor esfuerzo por disimular —añadió Flemmynge, a la vez que le entregaba al príncipe una pluma. Su tono respiraba una satisfacción que inspiró desprecio a Gabriel—. Sir John Oldcastle se ha vuelto hacia la fe —dijo con una risa burlona—. Por lo que he oído decir, lo necesita. El problema es que se ha equivocado de fe y acabará en las llamas.

El príncipe dejó la pluma y le miró con mala cara.

—Me refiero a las del infierno. Siempre que no se arrepienta, claro está...

Tras dirigir a su lacayo la segunda mirada ceñuda del día, el arzobispo deslizó la orden hacia el príncipe Harry.

Éste cogió la pluma y la dejó en la mesa. Después volvió a cogerla y jugueteó con ella.

—Excelencia, el alma de Inglaterra...

El príncipe Harry la firmó con rúbrica, y el enfado le hizo manchar de tinta el pergamino. Con el único que intercambió miradas fue con Beaufort, que no disimuló su compasión al darle ánimos (muy a su pesar) mediante un gesto de la cabeza.

Fuera de la capilla se oyó un trueno. Gabriel sintió que su amenaza hacía presa en su alma. Con el solo trazo de una pluma, el príncipe había convertido a un noble en fugitivo, y a un predicador en espía.

IV

Os tomaré como mi pueblo y seré vuestro Dios.

Del Salmo 52, recitado en la Pascua judía

Anna estaba justo al otro lado de los muros de Judenstadt cuando oyó los insultos, pero decidió ignorarlos. A fin de cuentas, ¿quién la había nombrado protectora de las almas ofendidas? De eso se encargaban los santos y los ángeles, y ella no era ni lo uno ni lo otro.

Lo único que quería ella era entregar el libro al rabino de la sinagoga Staronová y volver a casa para preparar la reunión de la noche. Su abuelo había insistido en que llevase la
megillah
decorada al rabino en cuanto estuviese terminada, y lo estaba desde la noche anterior.

—¡Si es la historia de Ester,
Dĕdeček
! El rabino no la necesitará hasta la siguiente festividad de
Purim
. Lo dijiste tú mismo. Te quedan meses para terminarlo.

Dĕdeček
se había frotado los ojos cansados.

—¿Qué sabrá una florecita de jazmín como tú sobre la urgencia que impulsa a un viejo? A ti te sobra tiempo.

¿Que le sobraba tiempo? Cuéntaselo a Martin, a ver qué dice, pensó Anna.

Los insultos cobraron más fuerza.

—A la rueda, rueda; judío tonto, judío tonto...

Un juego infantil; un simple corro de niños que cantaban.

Hacía calor. Ni la bandera que pendía encima de los muros de Judenstadt hallaba un soplo de aire para alzar valientemente por la brisa su estrella de David. Pronto los niños se cansarían del juego y volverían con sus madres, que les tendrían preparado algo frío de beber. Anna se enjugó unas gotas de sudor en el arranque del pelo con la mano libre. Después se desató el pañuelo y dejó que un pesado torrente de rizos se derramase por la espalda. Al secarse la cara con el pañuelo, percibió un olor agrio. Sólo hacía dos días que había lavado ambas cosas, el pelo y el pañuelo. Si se daba prisa, tal vez llegase a tiempo para volvérselo a lavar.

—A la rueda, rueda. Apestador, apestador.

Sabía muy bien qué habría hecho
Dĕdeček
en su lugar, naturalmente que sí, pero ella no tenía su virtud. Además, aún había que preparar la cena. Tenía que estar todo en su sitio. Martin estaba decidido a que fuera la noche de su petición de mano. Anna volvió a recogerse el pelo con el pañuelo. La brisa, susurrando, refrescó su nuca.

—De pan y canela. Asesino de Cristo, asesino de Cristo.

Esta vez la cantinela fue acompañada por el ruido de un terrón rompiéndose contra otro material de mayor solidez.

El niño del centro del corro empezó a llorar. Susurros débiles.

¡Cristo bendito!

¿Cómo podía una mujer cristiana no reaccionar ante una situación así? Mejor dicho, cualquier mujer. Suspirando, Anna dejó el paquete en el suelo y se acercó al grupo de niños con paso decidido. Las voces agudas se tornaron gritos en el momento en que Anna cogió del brazo a uno de ellos, el que llevaba la voz cantante, y le sacó del corro.

—Vergüenza debería darte, Petr. Conozco a tu padre. Vete a casa ahora mismo o le cuento lo mal que te has portado.

Tuvo ganas de zarandear a aquella sabandija hasta que le bailasen los dientes dentro del cráneo, pero bajó las manos y se giró hacia los demás.

—¡A casa todos! ¡No sea que empiece a repartir bofetones!

Movió las manos como si ahuyentara gallinas.

—Dejad en paz a este niño, que no os ha hecho nada.

Los muy bellacos se dispersaron.

—¡Amiga de los judíos! —le dijo uno por encima del hombro, tirando otro terrón que aterrizó a los pies de Anna, manchándola de polvo.

—¡Me da igual que se lo cuentes a mi padre! —vociferó Petr—. Él no es amigo de los judíos como tú.

No por ello dejaron de correr.

—A ver, tú.

El niño se encogió como si hubiera echado raíces en el suelo castigado por el sol.

—A ti también te conozco. Eres Jakob, el hijo del rabino.

Se la quedó mirando en silencio, con unos ojos grandes, oscuros y llorosos bajo el pelo negro pegado a la frente, y sobre el pelo un absurdo sombrerito cónico, el
cornutus pileus
, que le identificaba como judío, objeto de las burlas e insultos de otros niños. Cada vez que Anna penetraba en el cúmulo de miseria que era el barrio judío, le sucedía lo mismo: por un lado, tenía ganas de levantar el puño al cielo y clamar contra un Dios que permitía semejante trato a su pueblo elegido y, por el otro, sentía el impulso de caer de rodillas y dar gracias a Dios por no ser uno de aquellos «elegidos».

—Ya sabes que no hay que jugar fuera de los muros de Judenstadt —regañó al pequeño.

No podía tener más de seis años. Un lagrimón se deslizó por su mejilla y dejó un rastro en el polvo de la cara. Anna le cogió en brazos y le estrechó con fuerza, limpiándole la cara con el delantal.

—No llores, Jakob, que no te han hecho daño —dijo, endulzando la voz—. Ven, que te llevo a la sinagoga. Voy a ver a tu padre. Tengo que enseñarle una cosa muy especial. —Cogió el libro y lo desenvolvió—. Mira.

El niño sonrió al ver la
menorá
de vivos colores que dominaba la página tapiz. Anna pasó a la siguiente. Jakob acercó la mano para tocar las figuras humanas con cabezas de animales que adornaban el margen: Hamin, con cabeza de comadreja; Mordecai, con cabeza de buey por su tozudez, y Ester, con cuerpo de mujer hermosa y cabeza de leona, en señal de valentía. «No te harás escultura ni imagen.» Pero su abuelo había dibujado con tal destreza las figuras que ni siquiera un niño podía dudar de quiénes eran los personajes de la historia.

—La reina es guapa.

Jakob estaba señalando la cabeza de leona.

—Sí, es verdad. La ha pintado mi abuelo, pero es viejo y a veces no ve muy bien. ¿Ves esta marca ocre tan rara? Pues es donde se salió de la línea. Toma, llévame el libro. Yo diría que tú también tienes un abuelo viejo. Cuéntamelo de camino: ¿tienes abuelo?


Ano.

El niño asintió con la cabeza, olvidando el susto y la humillación, y se puso a hablar de su abuelo. Cuando cruzaron el portal de Judenstadt, Anna sólo lo escuchaba a medias.

Se estaba preguntando qué haría si su abuelo rechazaba a Martin.

* * * * *

Finn se palpó la cara con cuidado. Después examinó la punta del dedo. Quedaba un poco de sangre. Apretó la piel con fuerza. Había que cortar la hemorragia antes de que volviera Anna. Si se enteraba de que había intentado hacerlo solo, se enfadaría, y enfadada era todo un espectáculo. Todo varón debía cuidar su dignidad, incluso un viejo cuyos dedos temblaban. Se tocó otra mancha en la barbilla. Al parecer se le había escapado más de una vez la cuchilla. Al llegar a casa, Anna le encontraría picado de viruela, como un tonto.

Envejecer era un infierno, pero lo peor eran las repercusiones en su trabajo: la pérdida de fuerza en los dedos, la vista nublada... Probablemente la megillah fuera su último libro. Ya sabía que su nieta trabajaba sobre sus manuscritos cuando le creía dormido. La había visto más de una vez encorvada junto al fuego, en un rincón, con el mantón de lana en torno a su fino camisón, forzando los ojos azules para aprovechar al máximo la escasa luz de una vela casi apagada, mientras corregía las irregularidades del trazo y coloreaba las lagunas.

¡Cómo le habría gustado pintarla con aquella luz! Lástima no haberlo hecho antes de ser tan viejo. Ahora sólo podía observarla desde la oscuridad, sintiéndolo, pero sin sentirlo del todo, ya que el disfrute a solas de tanta belleza tenía una parte de orgullo íntimo, por mucho que su corazón de artista ardiera en deseos de compartir con el mundo aquella imagen, enmarcada por su ojo de artista. Anna había heredado los ojos grandes y almendrados de su madre, pero no el color, azul. Tampoco era herencia de su madre el caos de tirabuzones pelirrojos. Eso le venía de la parte de Kathryn, al igual que los aires obstinados del mentón. En cambio, la boca ancha y la frente noble sí eran dones de Rose, la hija de Finn.

Desde la plaza, llena de bullicio, llegaban gritos y palabrotas a las que apenas prestaba atención. Era frecuente ver turbada la paz por el ruido del tráfico y del comercio. Vivían en una casita situada en diagonal respecto a Staroméstská radnice, el ayuntamiento, que ocupaba una esquina de la plaza de la Ciudad Vieja. La pequeña vivienda tenía una habitación común en la planta baja que servía para cocinar, comer, trabajar y recibir, y en el piso alto dos dormitorios pequeños y un ropero. Era una casa limpia (gracias a Anna), acogedora y bastante bien amueblada, con dos sillas, una mesa, un banco de madera con cojines de plumas, buena vajilla de peltre, un salero de plata y hasta un tapiz en la pared, frente a la mesa de trabajo de Finn. Los colchones eran de calidad, rellenos de plumas y apoyados en somieres hechos con cuerdas tensadas sobre armazones de madera. El resto del mobiliario de los dos dormitorios, a los que se subía por una escalera estrecha de caracol, justo a la entrada de la casa, estaba compuesto por dos arcones con cajones de verdad. Y desde todas las ventanas, tanto las de abajo como las de arriba (todas con cristal de verdad), Finn veía el gran reloj astronómico, con sus dos esferas y su manecilla de oro.

Al llegar de Gante con su nieta, Finn se había instalado a medio camino entre el barrio judío y la universidad, con el proyecto de ganarse la vida iluminando manuscritos para ambas comunidades, y el tiempo le había dado la razón.

Abrió la puerta para que entrara aire fresco, pero no soplaba nada de brisa. Lo único que entraba era ruido. Pero ¿no era domingo? Sí, estaba seguro de que sí. De hecho, le habría gustado ir a la iglesia de Tyn para recibir la sagrada eucaristía, pero tenía que acabar el manuscrito. Normalmente los domingos, después de la misa husita, cuando ya se habían ido todos los fieles, la plaza se quedaba tranquila...

Salió a averiguar la causa del barullo. Al otro lado de la plaza, se había formado un grupo frente a la iglesia de Tyn y, a juzgar por el ruido, no eran feligreses. De todos modos no era de su incumbencia. Ya hacía tiempo que Finn tenía decidido el lado del que estaba. Era demasiado viejo y estaba demasiado cansado para preocuparse por las iglesias y sus políticas. Desde hacía un tiempo tenía otra causa de inquietud, unos dolores en el pecho, y a veces dificultades para respirar tras subir por la escalera para irse a dormir. Para colmo, le escocía la conciencia como un abrojo dentro de los pantalones, privándole del sueño y doliéndole casi tanto como sus viejas y gastadas rodillas. Estaba preocupado por Anna.

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