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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (3 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—Profanar la hostia.

Vaya, pensó fray Gabriel, conque una de ésas; una de las disidentes lolardas que cuestionan la verdad de la eucaristía; una de los que niegan que sea realmente la sangre y el cuerpo del salvador. Su simpatía se desvaneció.

—Es un pecado muy grave —dijo.

—Ya lo sé, hermano, pero no lo hice aposta. Cuando el padre estaba a punto de ponerme la oblea en la boca, me hizo cosquillas en la nariz con la piel de su manga. Estornudé, y la oblea se cayó al suelo.

Al referir su gran pecado, sus ojos se abrieron muy redondos de temor.

Frente a alguien de aspecto menos lastimero, Gabriel se habría puesto a reír, pero lo que sintió fue una pequeña oleada de rabia. Casi veía al párroco que, enfurecido al ver interrumpida su actuación por aquella joven, se había vengado con una penitencia tan absurda. Ya conocía a los de su ralea: pomposos, engolados. Cualquier sacerdote compasivo se habría dado cuenta de que había sido un accidente. Claro que muchos de sus hermanos negaban la existencia de los «accidentes»... Todo era resultado de la intervención directa de Dios o del demonio.

La joven hizo un gesto, señalando la puerta de la catedral. Su dulce voz temblaba un poco.

—Creía que sería capaz. No sabía que hubiera tantos escalones, pero es que tengo miedo de... Tengo dinero para la indulgencia —dijo—. Mi marido vendió nuestra vaca para pagarme la peregrinación. Quería acompañarme, pero al final se ha quedado para cuidar a nuestra hijita y recoger el grano. Me quedan dos chelines.

—¿Vendió la vaca?

La moza se miró elocuentemente la barriga.

—Hermano, no puedo dar a luz en un estado de pecado mortal. Podría...

No pudo terminar, ni falta que hacía. Incluso en su nube de aislamiento e ignorancia, fray Gabriel sabía que eran muchas las mujeres que morían de parto. Metió la mano en su bolsa, sacó uno de los trozos de pergamino, deshizo el lazo y le dio el papel.

—¿Es esto? —preguntó ella, mirándolo atentamente—. ¿Qué pone?

—Pone que habéis hallado el perdón a ojos de la Iglesia y de Dios. Pone que vuestro pecado ha sido perdonado. Y tiene dos meses de validez. Debería ser suficiente.

La joven cerró los ojos y cogió el papel como si en vez de estar hecho de pergamino y tinta fuese de oro y piedras preciosas. Partiendo de la comisura de sus párpados, una lágrima surcó su mejilla cubierta de polvo. Enrolló con cuidado el pergamino, rehízo el lazo y, tras guardarlo en su atado, sacó los dos chelines y los puso en la mesa. Fray Gabriel los empujó hacia ella.

—Habéis vendido la vaca. Necesitaréis los dos chelines para comprar leche para vuestros hijos. De todos modos, con hacer el viaje ya habéis completado casi toda la penitencia.

Después de que la joven se inclinase lo máximo que se atrevía para besar su anillo (no sin que antes él la despidiera con la admonición «No vuelvas a pecar»), fray Gabriel recogió sus indulgencias y entró en la magna catedral para rezar las vísperas, preguntándose por la razón de que Dios le hubiera asignado un trabajo para el que tan poco parecía servir.

* * * * *

Sólo era media tarde, y en las tabernas ya se habían juntado los borrachos. Fray Gabriel condujo su caballo por la puerta norte del puente de Londres. También a él le apetecía refrescarse con una bebida al otro lado del río.

El sol caía de lleno en su coronilla tonsurada, y su caballo espumeaba inquieto mientras aguardaban a que una comitiva de barcazas reales cumpliera su lenta y majestuosa progresión por debajo del puente. Seguro que entre tanta gente hay más de dos o tres cortabolsas, pensó, maldiciendo entre dientes al alcalde de Londres por no haber despejado el puente en vistas a la reunión del arzobispo.

—¡Abrid paso! ¡Abrid paso! —exclamó cuando bajaron el puente.

A golpe de espuela, llegó a donde empezaba el denso tráfico de peatones, ignorando los insultos y gruñidos imprecatorios del carretero a quien su caballo apartó con el hocico. El carretero no era el único que rezongaba descontento entre el gentío, pero fray Gabriel no les hacía caso. Los campesinos siempre murmuraban del clero, al menos hasta que lo necesitaban.

La cercanía de los edificios de varias plantas con viviendas y talleres que se agolpaban por el puente alimentó su claustrofobia. Casi se le había olvidado la peste de Southwark. Llegaba a rachas desde las ciénagas de Lambeth. No era sólo el olor de la orilla sur del Támesis en invierno, cenagoso y salobre, sino un olor de miseria y lujuria que surgía a presión de los burdeles y casas de tolerancia de Bankside Street. Las cloacas al aire libre, la basura, las vísceras podridas y hasta un cuerpo abotargado de animal varado al borde del río agravaban la pestilencia de un aire enrarecido por el calor. ¿Cuerpo animal o humano? No era fácil de apreciar desde la puerta sur del puente de Londres. Lo que sí vio fray Gabriel a la orilla del río fue una taberna. En el letrero ponía: «THE TABARD INN». El nombre le sonaba, pero estaba seguro de no haber visitado nunca el establecimiento. Parecía un buen lugar para disfrutar de una bebida fría.

El interior era largo, bajo y poco iluminado, lo cual se agradecía tras el sol de verano. Eligió un rincón al lado de la ventana, lejos de los juerguistas que a esas horas de la tarde se entretenían coqueteando con la moza. Se acercó el tabernero.

—Me sorprende un poco veros, fraile.

—¿Ah? ¿Y por qué?

—No, por nada, por la fama de este sitio... Pensaba que podía no gustaros, que os lo podíais tomar a ofensa.

—Quiero una jarra de cerveza, por favor. De la bodega, si la hay. ¿Por qué iba a parecerme ofensivo vuestro establecimiento? ¿Ponéis agua en la cerveza? ¿O escatimáis en las medidas?

—La mejor cerveza de este lado del río, y servida con generosidad. Bailey. Me llamo Harry Bailey, y esto es el Tabard Inn. —Se quedó a la expectativa—. De los famosos
Cuentos de Canterbury
.

De eso conocía al Tabard Inn, de Chaucer, el poeta. Con su retrato poco halagüeño del buldero.

—¿Y por qué debería ofenderme?

Gabriel bebió despacio. Era una buena cerveza, que refrescó la sequedad de su garganta.

El tabernero tuvo la amabilidad de mostrarse avergonzado. Señaló la bolsa de terciopelo, con la cruz de Jerusalén.

—Veo que lleváis las indulgencias. Sois buldero, además de fraile.

—Un buldero honrado, maese Bailey. Mis indulgencias papales no son falsas, como las del buldero del poeta. Cada diezmo que recaudo va a Roma para construir hospitales y dar de comer a los pobres. Estoy seguro de que hay charlatanes en todos los oficios, ¿no os parece? —Bebió un poco más—. Hasta en el de tabernero.

El tabernero se limitó a encogerse de hombros, antes de pasar a la siguiente mesa con su bandeja de jarras. Gabriel bebió unos cuantos sorbos, disfrutando del líquido frío mientras observaba a la clientela: grupitos de campesinos libres y un trío de peregrinos (más literarios que píos, a juzgar por sus codazos mientras señalaban la placa de encima de su mesa, donde ponía: «AQUÍ SE SENTÓ GEOFFREY CHAUCER»). El dueño les sirvió de beber, riendo con ellos, y a continuación señaló las ilustraciones de los peregrinos de Canterbury que había en las paredes, de factura tosca (probablemente suya). El retrato más ofensivo era el del buldero, ricamente vestido, charlatán hasta la médula. Una caricatura ingeniosa y poco más. No se parecía en nada a Gabriel, con su hábito negro.

En la otra punta de la sala, cuya anchura superaba apenas las dos mesas, la única persona sola, aparte de Gabriel, era otro clérigo, pero la similitud no iba más allá. Parecía de los que se hacían llamar «curas pobres», sacerdotes que iban tan descalzos y pobremente vestidos como los franciscanos, pese a no pertenecer a ninguna orden religiosa. Aquél llevaba una casulla negra, y estaba enfrascado en la lectura de un libro de encuadernación rudimentaria, junto a la otra ventana del local.

Gabriel carraspeó con fuerza para llamar su atención. El cura pobre levantó la cabeza, le miró a los ojos y siguió leyendo.

¿Qué esperaba? ¿Que al sacerdote lolardo le intimidase tanto el hábito dominico de Gabriel como para esconder rápidamente el libro? Tal vez en un mundo en que el orden divino no estuviera amenazado por agitadores y disidentes espirituales... A menos que el cura no estuviese leyendo la Biblia, sino otro libro inglés; quizá el ejemplar de la casa de
Los cuentos de Canterbury
, porque seguro que el orgulloso tabernero tenía uno a disposición de su clientela.

Gabriel le llamó por señas.

—Invitad a una jarra al sacerdote del fondo y decidle que a fray Gabriel le gustaría comentar con él el libro que le tiene tan absorto.

El tabernero, sorprendido, arqueó las cejas y llevó una jarra al cura pobre. Gabriel vio que susurraba, haciendo gestos hacia él. Volvió poco después, solo.

—Os agradece la bebida, pero me ha pedido que os diga que no le apetece debatir con vos. De todos modos, si deseáis ver la palabra de Dios en inglés, considerará un honor compartirla con vos.

¡Qué descarados se habían vuelto! Así las cosas, no era de extrañar que el arzobispo Arundel hubiera convocado un concilio especial sobre la ortodoxia en el palacio de Lambeth. Los lolardos eran un cáncer que crecía en el propio seno de la Iglesia. El aumento de sus seguidores ponía en peligro los cimientos de la institución, sus enseñanzas y su poder.

—Decidle que disfrute en paz de su bebida y que es muy posible que pronto tenga la oportunidad de «compartir» su Biblia inglesa con el arzobispo.

Gabriel se acabó la cerveza de un trago y sacó ostentosamente dos peniques para pagar tanto la suya como la del lolardo, sin esperar a que el tabernero se brindara a invitarle (cosa que bien podría haber hecho). Las monedas tintinearon sobre la madera de la mesa.

—Otro día quizá lea los poemas de Chaucer. Visto cómo los recomendáis... —dijo al irse.

Montó en su caballo y se fue hacia Lambeth, pero el episodio de la taberna le había provocado una gran desazón. No debería haber elegido aquel trayecto. Habría sido mejor dar un rodeo por el oeste y cruzar con la barca más cerca de la residencia del obispo en el palacio de Lambeth. El mentor de Gabriel, fray Francis, no se habría mancillado los faldones del hábito con polvo de Southwark.

Cuando fray Gabriel se acercó al palacio del arzobispo, el horizonte estaba lleno de nubes grises y bajas, entrecruzadas de relámpagos como luciérnagas.

Seguía oliendo mucho a ciénaga y calor, pero ya no era un olor desagradable. Al otro lado del Támesis, bajo una luz tenue, relucían doradas las altas torres de la abadía de Westminster, que le dieron ánimos. Soplaba algo de brisa, refrescante para él y su caballo. A lo lejos, los relámpagos de calor prometían lluvia. Al acercarse a la torre de entrada del palacio de Lambeth, salieron a recibirle dos mozos de cuadra, uno de los cuales se llevó su caballo mientras el otro le acompañaba a sus aposentos.

—Su Excelencia os recibirá en la capilla de la cripta en cuanto os hayáis repuesto del viaje. Me ha pedido que os diga que en la reunión estará el príncipe Harry.

¡Un arzobispo y un príncipe!

Fray Francis estaría muy orgulloso de los círculos en los que se movía su protegido.

* * * * *

—¿Qué sabéis de un tal sir John Oldcastle?

El arzobispo Thomas Arundel escupió su pregunta en dirección a Gabriel.

Éste, que había sido el primero en llegar, ocupaba un asiento contiguo al arzobispo en el centro de la capilla, frente a una mesa larga, oblonga. La presidía, por un lado, una silla de respaldo alto, mayor que las demás. Gabriel supuso que era la del príncipe. Los arcos en que se sustentaba el palacio de Lambeth llenaban la capilla de sombras extrañas. En el altar del fondo, cubierto de cirios, no caía ni un solo rayo de sol.

Se le ve aún más delgado que la última vez, pensó Gabriel. Habría sido perfecto para el papel de Muerte en algún auto, sin necesidad de oscurecerse las concavidades de la cara. La luz de las antorchas que bañaban con fuerza la capilla subterránea infundían una palidez anaranjada al semblante del arzobispo, a menos que fuera su color de piel natural. Gabriel había oído decir que estaba enfermo. Quizá fuera la razón de que se empecinara tanto en erradicar la herejía de Inglaterra. Quizá anhelase dejarlo como herencia.

Gabriel reformuló la pregunta en otros términos.

—¿Os referís a lord Cobham?

—Al mismo —dijo Arundel.

Gabriel nunca estaba cómodo en presencia del arzobispo.

No recordaba haberle visto sonreír. Midió mucho su respuesta.

—Sólo sé que es un personaje de cierta relevancia, simpático y que ha demostrado su valía y su entereza en el campo de batalla.

El arzobispo frunció el entrecejo. Evidentemente no era lo que quería oír.

—Dicen que es muy amigo del príncipe Harry —añadió Gabriel.

El ceño del arzobispo se pronunció, a la vez que emitía otro exabrupto tras sus dedos esqueléticos.

—Es un hereje.

—No lo sabía. No me habían dicho que... —balbuceó Gabriel.

Los mismos dedos cargados de anillos le impusieron silencio.

—Estamos decididos a pararle los pies, aunque tengamos que quemarle. Es un enemigo de la Iglesia.

La ferocidad de Arundel casi cortó la respiración a Gabriel.

—¿Pararle los pies por qué?

—Está publicando las Escrituras en inglés en el extranjero y celebrando reuniones secretas de lolardos en que recibe a curas pobres, como se hacen llamar. ¡Como si todos no hubiéramos hecho voto de pobreza!

Gabriel se acordó del cura pobre del Tabard, y cotejó mentalmente su desgastada túnica marrón con la capa de armiño de Arundel (a pesar del calor) y con su pectoral incrustado de piedras preciosas. Nada más preguntarse qué pobreza era ésa, se regañó por tan indignos pensamientos. Sin embargo, cuando Arundel cruzó con gran remilgo sus piernas de palo, enfundadas en costosas calzas de seda y terminadas en unos zapatos de piel que apuntaban mucho hacia arriba (la última y absurda moda), Gabriel se aguantó una sonrisa y tuvo que pellizcarse para encaminar de nuevo sus ideas hacia la ortodoxia de pensar que las riquezas del arzobispo no le pertenecían a él personalmente, sino a la Iglesia.

Arundel siguió hablando.

—Oldcastle critica abiertamente los abusos del Papa y difunde la herejía de Wycliffe. Ha conseguido que el Parlamento apruebe un decreto por el que todos los presos de la Santa Iglesia quedan bajo jurisdicción real. Por lo tanto, el primer paso es obtener el permiso del rey para enjuiciar a Oldcastle. Como el rey está demasiado enfermo para concederlo, debemos recibir ese permiso del príncipe Harry.

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