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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (6 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Ya era hora de entregar a su nieta. Ya lo era desde hacía tiempo, y él lo sabía. Lo normal habría sido que Anna ya se hubiera construido su nido tiempo atrás, en vez de dedicarse a mantener en orden el de su abuelo. Finn también sabía que Martin pensaba en algo más que en coquetear. Lo veía en su manera de seguir con la mirada todos los movimientos de Anna. Lo mismo daba que la joven afilase las plumas que usaban para transcribir, como que se agachara a servir el caldo del puchero colgado sobre el fuego; los ojos de Martin la seguían por todas partes, con algo más en su interior que el simple deseo de un hombre joven. Finn también lo veía en la manera en que Martin corría a ayudar a Anna a echar un leño al fuego o a tomar de sus manos la bandeja de jarras con la que servía al resto de los estudiantes.

Martin no era el primero ni valía más que sus predecesores, empezando por el estudiante de Oxford, un inglés de los pies a la cabeza. A Finn le habría gustado ver a su nieta con un marido inglés, pero se habría llevado a su mujer a su país, y Finn sabía muy bien que no podía volver a Inglaterra.

No podía escarbar tan hondo, hasta la propia raíz de su dolor.

Sin olvidar tampoco al burgués que vivía en una gran casa de Malá Strana, el Barrio Pequeño, justo al pie de Hradcany a la sombra del gran castillo... ¿Por qué no le había dado un empujoncito a Anna en aquella dirección desde hacía tiempo? Ya tenía edad de sobra para barrer su propio hogar, regañar a su prole y atender los prósperos negocios de su marido... Pero Finn siempre se decía que la inteligencia de Anna no debía malgastarse en las tareas de la casa.

En el fondo sabía que si no la había incitado a casarse era porque le destrozaría dejarla en manos de otro hombre.

Anna era la encarnación de todas las mujeres a quienes había amado y perdido. Pues bien, había llegado el momento de perderla también a ella. Pero al menos a ella no se la arrebatarían. La entregaría libre y voluntariamente.

Los gritos y el alboroto de la escalinata de la catedral iniciaron un
crescendo
. En otros tiempos Finn habría cruzado la plaza para investigar la causa de que se formase un grupo tan nutrido e inusual, y de que se viera rota la paz del domingo. En cambio, esta vez entró en su casa y cerró la puerta de roble macizo, aprisionando el aire inmóvil y viciado de la habitación común.

De repente estaba muy cansado. Le dolía respirar profundamente. Descansaría un poco antes de que volviera Anna.

V

[Indulgencia:] Remisión de la pena temporal

correspondiente a los pecados ya perdonados,

en virtud de los méritos de Cristo y de los

santos.

Diccionario Oxford de la Iglesia cristiana

El hermano Gabriel miró las casas abombadas que languidecían a lo largo de Bankside Street. No había salido de la reunión en el palacio de Lambeth con el propósito de tomar aquel camino, cruzando Southwark y Bankside, pero le arrastraba la memoria; la memoria o su desagrado por cómo se había desarrollado la reunión. Necesitaba que le recordasen de dónde venía y qué había sido antes de ser salvado por el hermano Francis.

¡Él, que ya creía resuelto su futuro! Padre, hermano: dos ocupaciones que aceptaba de todo corazón. Lo que no le entusiasmaba tanto era el encargo de vender indulgencias papales, sobre todo porque aquel servicio a la Iglesia parecía suplantar los otros dos. Y ahora su arzobispo decretaba que añadiese el espionaje a sus actividades. Pero ¿de dónde venía aquella misión? Claro que cuestionarla habría equivalido a cuestionar la propia institución que le había aportado los medios para salvarse; medios que seguían siendo los únicos posibles, que él supiera...

Salió de sus dudas y cavilaciones (dudas sobre sí mismo, con seguridad, pues de su Iglesia no podía dudar) para observar lo que le rodeaba desde lo alto del caballo que le había facilitado precisamente aquella Iglesia. Era como si ahí, en aquellos olores, en aquel coro de blasfemias, ladridos de perros atacando a osos y regateos, no resonasen sus recuerdos de infancia, sino un sueño medio olvidado. Seis años: ésa era su edad al ser rescatado por el hermano Francis de aquella cloaca, pues Southwark no era otra cosa.

¿Seguiría donde siempre el burdel? Donde su madre, siendo poco más que una niña, había empezado a ejercer su oficio... Aprendiz de puta a los doce años, puta a los catorce y madre a los dieciséis. Gabriel había resultado un feto pertinaz, que no quería desprenderse ni con la fricción de una cuerda con nudos. «Marcado por Dios —decía el hermano Francis—; un niño protegido en el seno materno para obrar por él.»

A pesar de los pesares, se aferraba a la endeble certeza de que su madre le había querido. El burdel donde vivía ella, más generoso que otros, le concedía medio día libre al mes, y ni un solo mes había dejado de cubrir a pie los ocho kilómetros de distancia hasta el priorato. Ni un solo mes había dejado de traerle caramelos, ni de jugar a tirarle la pelota en los jardines de la abadía. Y siempre, mes a mes, a la hora de la despedida, le aplastaba contra ella, presionando su cara en el canalillo del escote y asfixiándole con el olor a almizcle de su sudor mezclado con efluvios de mujer, todo bajo una capa de perfume viejo, aceite de rosa damascena, gentileza de la casa (deducido, eso sí, de su sueldo).

—Mi querubín rubito y guapo... —le llamaba—. Mi dulce Gabriel...

Cada mes, durante dos años. La última vez —que él no había sabido que sería la última; de lo contrario, ¡qué distinta habría sido su actitud!— los ojos de su madre brillaban de humedad mientras sus brazos reposaban en una barriga alta y pronunciada. Gabriel se había dado cuenta de lo que significaba y se había avergonzado. De ella y de sí mismo. Por eso se había zafado del abrazo final, negándose a mirarla.

Su madre no había vuelto nunca más.

Miró la calle, tratando de reconocer la casa que guardaba en el recuerdo.

Ahí estaba. La del tejado podrido. No, demasiado estrecha. ¿La que se inclinaba hacia la calle? No, que no tenía una ventana grande, y él se acordaba de un gran asiento junto a la ventana donde de niño le dejaban jugar. Aunque sólo de día. De noche, tenía que dormir en un armario, desde cuya estrechez y oscuridad a veces oía gemir o gritar a su madre, y temía por ella. Por ella y por sí mismo. Pero su madre le había pedido que nunca saliese del armario hasta que fuera ella quien abriese la puerta, y él nunca le había desobedecido.

El día en que se lo había llevado el hermano Francis, su madre lloraba, pero lo que para ella era un motivo de dolor había demostrado ser la salvación de Gabriel y un golpe de suerte singular. Él, hijo bastardo de una ramera, había estado en Roma y había besado el anillo del Papa. El hermano Gabriel era un hombre destinado a la grandeza. Así lo había dicho y repetido el hermano Francis, conque debía ser cierto.

El caballo avanzaba cautelosamente. Todo Southwark era un barrizal hediondo. Daba lo mismo que no lloviese desde hacía muchos días y que la ola de calor se prolongase hasta mucho después de ser bien recibida. Los peces muertos y las carcasas podridas del muelle añadían acritud al aire.

Justo cuando pensaba que habría sido infinitamente preferible coger la barca, vio la casa.

Un reconocimiento brusco. Un destello en la memoria. Su corazón latió al ritmo desenfrenado del niño encerrado en el armario. Lo mejor era irse enseguida y dejarlo todo sepultado para siempre en el montón de escoria del arrepentimiento y la vergüenza.

Bajó del caballo.

En la entrada había un chico de unos doce años apoyado en la pared, arrancándose costras del brazo. Debía de ser un empleado o un fruto de la casa, hijo de algún caballero, por no decir retoño del mismísimo lord alcalde. ¿Quién podía saberlo? Nadie, y menos el muchacho, que hizo el ademán de coger las riendas. Gabriel pensó que podía ser él a los doce años, sin la gracia de Dios. Y sin el hermano Francis.

—Por aquí, padre. —Le abrió la puerta y se apartó con una sonrisita que le pasó medio desapercibida—. Sólo tiene que llamar al timbre, para que sepa que está aquí.

El hermano Gabriel levantó la mano hacia la campanilla. El badajo estaba dentro de la falda acampanada de una mujer pintada obscenamente con ropa de prostituta. Su tintineo resonó de forma lastimosa en el pasillo vacío. Un sonido familiar. Un lugar familiar.

Sobre él se cernían la entrada estrecha y el techo bajo que a la izquierda se abría a un saloncito donde apenas cabía un alfiler; el mismo salón donde él jugaba en las horas diurnas, simulando el galope de un caballo de juguete con las manos en el frío suelo. Estaba igual que entonces. Una luz desvaída se filtraba por la ventana grande y sucia de la calle. También olía igual, con un olor indescriptible a levadura y moho; olor a vino rancio y a rescoldos apagados, ya que sólo encendían la chimenea y las lámparas de noche, por muy frío y lluvioso que hubiera amanecido el día.

Le superaba estar tan cerca. Su corazón latía contra el pecho. El ruido de una puerta en el piso de arriba le hizo girarse para huir, pero justo entonces percibió de nuevo la fragancia del aceite de rosa damascena, como si se hubiera materializado la memoria. Y sin embargo no era la memoria lo que se contoneaba escaleras abajo, a su encuentro.

—Pasad, padre. Me llamo Mary, como la madre de nuestro Señor.

La blasfemia le dejó casi sin respiración.

—Esa cara de preocupación puedo borrársela yo —dijo ella.

Los restos de un morado en el cuello... El hermano Gabriel se preguntó si sería un recuerdo de su último cliente. La mirada de la mujer bajó por la sotana y volvió a subir. Después, a guisa de saludo, su boca dibujó una sonrisa picara. Se pasó afectadamente los dedos por el pelo, echando la cabeza hacia atrás y arqueando la espalda. Llevaba un corpiño tan fino que se le veían los pezones.

—Las más jóvenes aún están en la cama. —Media risita—. Durmiendo. Para nosotras es temprano. La mayoría de los clientes vienen de noche.

Quizá en otros tiempos su sonrisa, que mostraba los huecos de la dentadura, hubiera sido bella. Difícil saberlo.

—Yo la falta de juventud la puedo compensar con experiencia. He aprendido un par de trucos que seguro que os darán placer. —Y añadió, mientras buscaba la mano del hermano Gabriel—: También sé ser discreta.

¿Le habría enseñado la experiencia que el hábito dominico no protegía del comercio carnal? Tampoco a él le protegía, pensó el hermano Gabriel al sentir una tensión involuntaria en la entrepierna. Juntó las manos para no ser tocado... y para que no temblasen. Le daba asco la respuesta traicionera de su cuerpo a la lasciva promesa de la mujer.

—Os engañáis —dijo.

La edad de aquella mujer era un misterio. De todos modos, a pesar de los estragos del tiempo, el hermano Gabriel supuso que no era mayor que la suya. Menos de cuarenta. Demasiado joven para ser su madre.

—Me traen otros asuntos —dijo, con una grandilocuencia y un tono de superioridad moral que incluso sus propios oídos acusaron—. Estoy investigando (para un feligrés) si hay aquí una joven..., una mujer... que se hace llamar Jane, Jane Paul.

—¿Ah, conque Jane? Bueno, si tiene debilidad por las Janes seré su Jane, padre.

Esta vez fue su corazón el que le traicionó. La desesperación de los ojos hundidos de la prostituta y su vehemencia le conmovieron, y despertaron en él más compasión de la que probablemente debiera sentir por alguien que se lanzaba de tan buen grado al pecado.

—Quizá en otra ocasión —dijo, reprochándose su cobardía por haber dejado que la compasión se sobrepusiera al buen nombre del clero.

Trató de sonreír a la mujer, pero dejó borrarse la sonrisa de inmediato. Ella no la habría interpretado como compasión, sino como una invitación.

—Hoy tengo que encontrar a Jane Paul —dijo, carraspeando.

—Aquí no hay nadie que se llame así.

La expresión de la mujer se endureció y su tono perdió expresividad.

Le dio la espalda para subir por la escalera con postura rígida y pasos estudiados, como si pudiera aparentar dignidad a puro golpe de tesón. El alivio invadió al hermano Gabriel, provocando flojera en sus rodillas. ¿Qué insensatez le había llevado a hacer preguntas en un lugar semejante? Oyó un portazo muy brusco. ¿Qué habría dicho, qué habría hecho, en caso de que ella respondiese que sí, que conocía a su madre, y le facilitase alguna dirección? O, peor aún, que Jane Paul dormía en el piso de arriba...

El chico le tendió las riendas del caballo.

—¿Le pasa algo, padre? Tiene mala cara.

Enmudecido por el nudo en la garganta, el hermano Gabriel le despidió con una señal de la cabeza y subió a su caballo para irse a toda prisa, no fuera a hacer un mal papel vomitando en plena calle...

No pensó en el muchacho hasta después de haber consumado la huida. Debería haberle dado algo. Aún podía.

Vaciló, pero no tuvo fuerzas para volver.

* * * * *

Anna vigilaba el reloj astronómico por la puerta abierta, a la vez que ponía la mesa con platos de peltre, pan, queso y uvas. A esas alturas, en la cazuela de barro rodeada de brasas ya debía de estarse separando de los huesos la carne de pichón. La había puesto al fuego antes de salir para Judenstadt. En un cuarto de hora llegarían los estudiantes. Había tinteros llenos, hojas en blanco para copiar, plumas nuevas y la Biblia de Wycliffe, lista para que la leyera su abuelo en voz alta. La mayoría, siendo como eran universitarios, prestarían gran atención al inglés. Después Jerome leería la traducción de Jan Hus. Tras avisar a
Dĕdeček
y asegurarse de que estuviera bien despierto, Anna quizá tuviera tiempo de cepillarse el pelo y cambiarse el delantal.


Dĕdeček
, ¿ya te has levantado de la siesta? Casi es la hora —voceó al pie de la escalera.

—Déjale dormir.

Era una voz conocida, procedente de una silueta recortada en la puerta.

Jerome llegaba temprano. Anna ya no podría adecentarse el pelo ni cambiarse el delantal.

—Pasad. Estaba a punto de despertar a mi abuelo.

Jerome cruzó el umbral, bajando la cabeza para no chocar con el dintel.

—Que duerma. Las malas noticias pueden esperar hasta que se despierte. He venido a deciros que esta noche no habrá reunión.

Estaba muy serio.

—¿Que no habrá reunión? ¿Tampoco vendrá Martin?

Se sonrojó por lo transparente de la pregunta. Naturalmente que no vendría Martin si tampoco venían los demás.

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