Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Ella seguía teniendo cierta fe en la magia de las hojitas de color verde claro, con sus bayas sin jugo. Según las viejas, tenían poderes afrodisíacos. Claro que ella y John no los habían necesitado nunca... Hasta hacía poco. Últimamente, John estaba pensativo. Desde la reunión con el pergaminero, no era el mismo de siempre; de ahí que Joan hubiera atado muérdago alrededor de una estructura de madera y, después de adornarla con serpentinas de raso y terciopelo, la hubiera colgado en el dosel de la cama. La tradición obligaba a besarse a quienes pasaran por debajo.
—Ahora, a hacer tu cometido —susurró al colgar el arbusto y ver cómo temblaba.
Dio un golpecito de ánimo a la serpentina.
Suspirando, bajó del taburete y se alisó la falda, sacudiéndose los restos de plantas. También había puesto como precaución unas cuantas hierbas de druida en el arbusto, hierbas sagradas que harían madurar sus entrañas para el hijo de John: beleño, prímula y acónito. Ya tenía hijas de su primer matrimonio y un varón del segundo, pero eran mayores y vivían por su cuenta. Una niña bonita, de cara redonda y risa alegre, que tuviera los ojos brillantes de John; una criatura que jugara con su padre a la pelota en el jardín, o que frunciera su boquita, absorta en sus torpes bordados de niña; que, convertida con los años en una dulce dama, volviera más amable el ingreso de su madre en la vejez. Eso era lo que Joan deseaba de todo corazón.
Pero la niña no llegaba, y últimamente la dedicación de John a la causa lolarda no dejaba muchas ocasiones para ello. De hecho, cada vez había menos espacio para la diversión, fuera del tipo que fuera. Y, sin embargo, ¿qué tenía de malo encender hogueras, pegar a los árboles con palos o armar jaleo gritando y soplando en un cuerno de vaca mientras se bailaba alrededor del árbol más frondoso?
Pues cuando Joan había mandado reservar dos barriles de la mejor sidra para brindar por la salud de los guardianes de los árboles, John había puesto mala cara, hundiendo su perilla en la carne blanda de la primera papada y haciéndose cosquillas en la piel de la segunda. También se había rascado la barba con la punta del índice, un gesto habitual cuando estaba disgustado.
—Yo no pienso participar, ni...
—¡Pero, John, si es la costumbre! Lo esperan los criados.
—Y tú tampoco participarás. Si quieren hacerlo, allá ellos con su conciencia. Nosotros no daremos sidra para ninguna borrachera relacionada con el culto druídico de los árboles.
—¡Culto druídico! Pero, John, si sólo es un ritual vacío e inofensivo... Una simple celebración...
—Para algunos no. Todavía hay demasiada gente que se aferra a las viejas costumbres, mezclando ritual católico y ritos paganos en un batiburrillo de supersticiones al que la Iglesia hace guiños hasta que se vuelve molesto.
—Los campesinos trabajan mucho. Tienen vidas tristes. ¿Y tú quieres privarles de un poco de fiesta? Eres muy severo, John.
—Invítalos a una reunión lolarda. Sírveles sidra templada, un asado y pasteles de semillas de amapola empapados de hipocrás. No soy un hombre poco generoso, pero debemos enseñarles a emborracharse del espíritu de Cristo. Es un tipo de borrachera que no se acaba vomitando y de la que tampoco uno acaba arrepintiéndose por la mañana. Decidido: sustituiremos la vieja costumbre por otra nueva. Sustituir, Joan, no añadir.
Ella no le había recordado que tanto los criados como los manzanos, sin olvidar la tierra en que crecían, eran de su propiedad. No se le habría pasado por la cabeza. El señor era él. Era él quien tenía la última palabra.
O casi.
—Esposo mío, creo que necesitas un purgante. Te lo prepararé yo misma.
Con esas palabras se había ido hacia el jardín de hierbas. Una pizca de
Helleborus niger
(un poquito de raíz de eléboro)... La mano metida por debajo de las flores, verdosas e inclinadas, y de las hojas, feas, dentadas y estropeadas por el invierno, para rascar un poco de la raíz. Un poco más.
Sir John era un hombre grande. No, quizá no tanto. No quería matarle, sólo quitarle un poco de bilis.
Sin embargo, al oír los ruidos que salían del retrete (gemidos, chorros y gruñidos), supuso que la dosis no estaba bien calculada. Dejó las tijeras y los lazos y se fue corriendo a la cocina, de la que volvió al cabo de unos minutos. John seguía sentado. Su cara de dolor agravó el arrepentimiento de su esposa.
—Toma, marido, bébete esto.
—¿Qué, sacando un clavo con otro clavo? Diría que he tenido bastante de tus elixires para una buena temporada.
—Pero, John —dijo ella mansamente, sujetando el vasito de cristal con una mano mientras le acariciaba la coronilla con la otra—, si sólo es una infusión de semillas de hinojo y menta... Te calmará la barriga.
Bajó la tapa de madera del otro agujero y se sentó junto a su esposo, tratando de ignorar el olor. Después de eso, hierbas frescas para el suelo. Tomó nota mentalmente mientras buscaba el ramillete de hierbas colgado encima del asiento, cuyas flores ya estaban secas y quebradizas. Se lo puso en la nariz y probó a respirar. No servía de mucho.
Él se bebió la infusión y profirió un sonoro eructo.
—Lo siento, John. Quizá se me haya ido un poco la mano en el purgante.
—Quizá —gruñó él irónicamente.
Tímidos golpes en la puerta.
—¿Señora?
—¿Qué pasa?
—Visita. Un clérigo de nombre Flemmynge. Dice que es un emisario del arzobispo y que tiene un mensaje urgente para sir John.
Éste gruñó.
—Sería una lástima para el viejo Arundel que mis intestinos y mi propia y amante esposa me mataran antes de que le llegara a él el turno.
—Sólo lo dices para chincharme. Con esas cosas no está bien bromear.
Sin embargo, a Joan le dio un vuelco el corazón.
Se oyó el eco de otro chorro en el agujero que desaguaba por una cañería en la ciénaga situada entre el castillo y el mar. Joan se llevó maquinalmente el ramillete a la nariz y estornudó con todas sus fuerzas.
—¡Oh! ¿Hay algo que ofenda el delicado olfato de mi esposa? Sal y deja que esta indignidad la sobrelleve en privado. Es lo mínimo.
—John...
—Vete. Creo que esta poción podría ser más eficaz que la anterior. Déjame en paz. Ve a quitarnos de encima a Flemmynge.
Joan se levantó; a regañadientes, pero se levantó. No convenía tener esperando mucho tiempo a un emisario del arzobispo. No era prudente.
—Ahora mismo vuelvo.
—Y tráeme más trapos para el culo. —Le tendió el vaso vacío—. ¡Que sean muchos! —exclamó—. Ah, y hablando de trapos para el culo, dile al lacayo del arzobispo que sir John está indispuesto y que ya le recibirá otro día.
—¡John! ¡Los criados!
Al cerrar la puerta, Joan, sin embargo, le oyó murmurar:
—Cuando se le hielen los huevos al demonio. Ese día sir John Oldcastle le dará audiencia al lacayo del arzobispo.
También oyó el gruñido de aquiescencia de sus intestinos.
* * * * *
Nada más librarse de maese Flemmynge y pedir que pusieran sábanas limpias y agua fresca en la habitación de su esposo, lady Joan vio reaparecer a la criada con la noticia de que había otra persona preguntando por sir John.
—Pregunta qué quiere y despáchale, sea quien sea. Mi marido se encuentra mal. Ahora tengo que cuidarle.
Fue consciente de que su tono era más duro de lo habitual, pero no pudo evitar que se le tiñera la voz de irritación. Se le debían de haber contagiado un poco los humores biliosos de John.
—No es un hombre, señora, sino una mujer.
—Da lo mismo. Ahora tengo necesidades más acuciantes.
—Sí, señora.
La muchacha hizo una reverencia y se fue, aunque Joan se dio cuenta de que la respuesta no había sido de su agrado. ¡Maldición! Tenía una buena relación con sus doncellas. Lo suyo le costaba. En tiempos tan peligrosos, sus ojos y oídos eran importantes, y su lealtad, crucial. Sin embargo, en aquel momento tenía asuntos más urgentes que atender. A John se le habían calmado un poco los intestinos, pero no el humor. Pensó que no podía reprochárselo, mientras corría a la habitación de su marido, cruzando la puerta que la separaba de la suya, para responder a su quejosa llamada.
—¡Y cierra la maldita puerta! ¡Hay una corriente como para arrugarle la virilidad a Zeus!
«¿Invocando a una deidad pagana? ¡Qué impiedad, marido mío!» Pero Joan se tragó la réplica y, fijando en sus labios una sonrisa apaciguadora, cerró la puerta y corrió las pesadas cortinas de brocado frente a la ventana de cristal emplomado para cerrar el paso a la corriente de aire.
—Toma, amor mío. —Descolgó su túnica más gruesa de una hilera de ganchos y cepilló con energía el forro de zorro rojo—. Ponte esto, que te dará calor. Le he dicho al cocinero que te haga subir caldo caliente.
Ambos se hicieron los sordos al ruido de intestinos de sir John, señal de rebeldía ante la promesa de vituallas.
—¿Qué quería Flemmynge? —gruñó él, poniéndose los pantalones.
Joan le ayudó a atarse las cintas de delante, intuyendo que no era la mejor ocasión para hacer picardías con los dedos. Después pasó a las cintas de su camisa limpia, que aún conservaba el olor a lejía. Quizá su John estuviera un poco entrado en carnes, pero era un hombre elegante, con la barba bien recortada, vestido a la moda y con ropa inmaculada. Joan se había fijado en que las mangas abullonadas de maese Flemmynge, pese a ser de la mejor tela posible, tenían manchas de salsa en los puños. Le extrañó que su mujer le dejara atender de semejante guisa los asuntos de la Iglesia.
—Me ha pedido que te diga que el 29 de diciembre, para el día de santo Tomás Becket, habrá una procesión hasta su santuario de Canterbury. El arzobispo solicita de ti un grupo de hombres armados, una guardia de honor con la librea completa de los Oldcastle, apostada a lo largo de la ruta procesional.
—¡Por el santo cuyos mohosos huesos besa! No pienso intervenir en semejante vulgaridad. —John la empujó suavemente—. El viejo Arundel sabe que prestarse a que los emblemas de sir John Oldcastle protejan un espectáculo de los que montan los romanos con las reliquias equivaldría al respaldo público de todo aquello contra lo que predico. No me prestaré a ello. ¡Apártate, que se lo digo yo mismo!
Joan le retuvo con un brazo.
—Indisponerse con él sólo serviría para atizar el fuego, John. Ha dicho que también estará el príncipe Harry y que ha pedido específicamente que sean tus hombres quienes formen a lo largo de la procesión.
—¿Hal? —John se rascó la barba—. La festividad de Tomás Becket, el santo martirizado por provocar a un rey... Sí, debe ser cosa suya. —Un esbozo de sonrisa, seguido de una risita—. Hal siempre ha sido un maestro en arrojar el guante.
—John, que no es ningún juego entre los dos con un tablero de por medio. Esto va en serio.
—Lo mismo da que sea un juego o que no. No pienso participar. ¿Flemmynge sigue aquí?
—No. Como no le recibías, se ha picado y no ha querido esperar. Ha dicho que tenía un recado en la abadía, de parte del arzobispo. Es un hombre que no me gusta. Se da muchos aires y tiene una actitud muy displicente. Ha dicho que tenía instrucciones del arzobispo de comprobar que las hermanas están siendo «empleadas para la gloria de Dios, no para alguna causa frívola o herética». No me ha gustado su tono de voz.
—Envía un mensajero a la abadía para avisar a la abadesa de su llegada. Sí, Flemmynge es muy astuto. Le he oído elogiar más de una vez las enseñanzas de Wycliffe, y ahora que le han nombrado «inquisidor», de repente ve herejías debajo de cualquier piedra. No, tengo otra idea: iré yo mismo a la abadía. Pondré sobre aviso a la abadesa y hablaré personalmente con el adulador de Arundel.
—No, John, no estás en condiciones. Ya he mandado a un mensajero. La abadesa es demasiado lista para prestarse a las maquinaciones de alguien como...
Un golpe en la puerta interrumpió las palabras de Joan.
—¿Sí?
La voz de la criada respondió a través de la gruesa puerta de roble.
—Señora, traigo las vituallas para sir John.
Joan abrió la puerta para recibir el cuenco de caldo muy caliente. Justo cuando estaba a punto de cerrarla, la criada hizo una media reverencia tímida y añadió:
—La mujer que os decía, mi señora... Os pido perdón, pero creo que podría interesaros. Solicita ver a sir John. Dice que es un tema de la máxima importancia, relacionado con... —bajó la voz, Joan abrió la puerta— la causa lolarda.
—Ya te he dicho que sir John no está para nadie.
—Por favor, mi señora, recibidla vos entonces... Se le nota en su forma de hablar que no es una campesina. Parece muy angustiada, y tan cansada que no le quedan fuerzas. Dice que no se irá sin haber visto a sir John. Dice que viene de Bohemia, de parte de... No me acuerdo del nombre. Creo que de un tal Finn, un iluminador de libros, o algo de la universidad.
La criada levantó la cabeza para mirar a sir John, que se había unido a su mujer en la puerta, y añadió:
—Viene con un niño, que parece enfermo y tullido. Le arrastra en una especie de carrito.
—¿Dices que es de Bohemia? Entonces quizá tenga noticias de Jan Hus y de la causa lolarda en aquellas tierras. La recibiré.
Joan suspiró. La criada había supuesto bien. Sabía que no se podía despachar a una mujer con un niño enfermo. Por su parte, sir John jamás habría echado a nadie que compartiera su causa.
—No, ya bajo yo a hablar con ella. Te la traeré si me parece que... —Dio la espalda a la criada y bajó la voz—. Eres demasiado confiado, John. ¿No se te ha ocurrido que podría ser una espía de Arundel?
Volvió a girarse hacia la criada.
—Da de comer a las visitas —le dijo—. Me ocuparé inmediatamente de ellas.
Sir John se acariciaba la barba.
—Viene de parte de Finn el Iluminador. Conozco la fama de ese hombre. Debería ir a verla ahora mismo.
—Aquí mando yo, John. Las cuestiones de hospitalidad son de mi competencia. No te preocupes, que ya la verás personalmente si considero que es quien dice ser. Pero antes tómate el caldo.
Joan cruzó la puerta y siguió a la criada escaleras abajo, a la cocina del castillo, resuelta a no bajar la guardia. Una mujer viajando con un niño desde Bohemia... En pleno continente, si no se equivocaba... Una historia improbable, como mínimo. Decidió escuchar a la joven, darle unos peniques y decirle que se fuera.