Las vidas de los aventureros mercenarios toman a veces rumbos extraños y peligrosos que les llevan a participar en guerras, les hacen competir con hechiceros intrigantes y les ponen en contacto con magas seductoras. Pero nadie podría haber predicho el camino que seguirían Fafhrd y el Ratonero Gris desde los callejones de Lankhmar hasta la fantástica aventura en las costas del Mar Interior de Nehwon y, finalmente, a través de una puerta invisible que les dio acceso a un mundo diferente. Nadie podría haber previsto las batallas desesperadas con criaturas que encarnan el mal, las amenazas de dioses odiosos a las que se enfrentan Fafhrd y el Ratonero Gris en su búsqueda del castillo llamado Niebla.
Fritz Leiber
Espadas entre la niebla
Fafhrd y el Ratonero Gris - 3
ePUB v1.1
OZN30.05.12
Título original:
Swords in the Mist
Fritz Leiber, enero de 1987.
Traducción: Jordi Fibla
Ilustraciones: Peter Elson
Diseño/retoque portada: Orkelyon
Editor original: OZN (v1.0 a v1.2)
ePub base v2.0
Contenido
La nube del odio
(The Cloud of Hate) [Relato Corto]
1963
Tiempos difíciles en Lankhmar
(Lean Times in Lankhmar) [Relato]
1959
Su amante, el mar
(Their Mistress, the Sea) [Relato Corto]
1968
Cuando el rey del mar está ausente
(When the Sea-King’s Away) [Relato]
1960
La bifurcación errónea
(The Wrong Branch) [Relato Corto]
1968
El gambito del adepto
(Adept’s Gambit) [Novela Corta]
1947
Nota acerca del autor
[Saga de Fafhrd y el Ratonero Gris] [Prólogo/Epílogo]
1985
Redoblaban los tambores con un sonido apagado y un ritmo irritante, y las luces rojas parpadeaban hipnóticamente en el subterráneo Templo del Odio, donde cinco mil fieles andrajosos estaban arrodillados y humillados, y en su trance presionaban la cabeza contra los guijarros fríos y ásperos, mientras el rencor crecía en su interior. El ritmo del tamborileo era lento y, salvo por algunos gruñidos y gimoteos, la emoción de la multitud era inaudible, pero entre todos producían una vibración infernal que amenazaba con sacudir la ciudad, el reino de Lankhmar y todo el mundo de Nehwon.
Lankhmar llevaba muchos meses en paz y por ello los odios eran más intensos. Aquella noche, además, en un lugar del centro de la ciudad, la nobleza lankhmariana de toga negra celebraba con jolgorio, un banquete y febriles danzas los desposorios de la hija de su Señor Supremo con el príncipe de Ilthmar, y por ello los odios se habían redoblado.
La única sala del templo subterráneo era tan larga y ancha, y al mismo tiempo tenía unas gruesas columnas situadas de un modo tan irregular que en ningún punto se podía ver más de un tercio de su espacio. No obstante, el techo era tan bajo que, en cualquier lugar, un hombre en pie podría rozarlo con las puntas de los dedos... Pero allí no había nadie en pie; todos se arrastraban. La hediondez de la atmósfera mareaba. Las oscuras espaldas dobladas de los fieles hechizados por el odio formaban una especie de terreno negruzco, del cual las columnas revestidas de salitre se alzaban como troncos de árboles grises.
El enmascarado Arcipreste del Odio levantó un dedo esquelético. Unos platillos de hierro, finos como hojas de pergamino. empezaron a sonar al unísono con el redoble de los tambores y las oscilaciones de las llamas intensamente rojas, llevando hasta un extremo insoportable las maldades y envidias de los fieles sumidos en su sombrío trance.
Entonces, en la penumbra de la gran sala semejante a una hendidura, unos tenues y pálidos zarcillos empezaron a surgir de aquel terreno oscuro que formaban las espaldas, como si hubieran plantado allí una hierba blanca, de crecimiento rápido, espectral. Los zarcillos, que en otro mundo podrían describirse como ectoplásmicos, se multiplicaron velozmente, se engrosaron alargaron, y entonces se fundieron en unas formas rastreras, serpentinas, blancas, y pareció como si lenguas de espesa niebla fluvial se hubieran deslizado hasta aquel sótano desde el ancho río Hlal.
Las serpientes blancas se enroscaron más allá de las columna«. rozaron el techo bajo, acariciaron húmedamente las espaldas de sus devotos y productores, y entonces se fundieron a su vez paras ascender por la abertura curvada y negra de un estrecho pozo de escalera, cuyos escalones estaban tan desgastados que casi parecía la superficie lisa de un tobogán: un blanco cilindro oscilante en el cual se escondía una luminosidad rojiza.
Mientras esto sucedía, los tambores y platillos no cesaban (le sonar rítmicamente, ni los servidores de las luces infernales dejaban de dar vueltas a las ruedas de madera en las que estaban adheridas y resguardadas unas velas que ardían con llamas rojas, ni los ojos del arcipreste tras la máscara de madera se desviaban por un instante a un lado, ni uno solo de los fieles hipnotizados alzaba la vista.
Arriba, en un callejón envuelto en la niebla, una pordiosera corría hacia su casa en el barrio de los ladrones, una chiquilla muy delgada, de ojos grandes como los de un lémur y mirada temerosa en un rostro pequeño y bello como el de una ninfa. La niña vio la columna blanca, ahora aplastada como el cuerpo de una babosa. que surgía de entre los barrotes de un ventanuco abierto al nivel del pavimento, y aunque ya la seguían espesos y helados zarcillos de niebla fluvial, supo que aquello era diferente.
La chiquilla trató de esquivar aquella cosa, pero ésta, casi con la rapidez con que ataca una serpiente, saltó hacia la pared contraria, cerrándole el paso. La muchacha dio media vuelta y echó a correr, pero el blancuzco fenómeno la adelantó, trazando una U y acorralándola contra la pared. La muchacha se quedó quieta, estremeciéndose mientras la serpiente de niebla se estrechaba, se hacía más densa y se enroscaba a su cuerpo. Su extremo se balanceó, como la cabeza de una serpiente venenosa preparándose para golpear, y entonces, de improviso, descendió hacia el pecho de la muchacha, la cual dejó de estremecerse, echó la cabeza atrás, desvió las pupilas de modo que sus ojos de lémur sólo mostraban los blancos, y cayó al suelo, fláccida como un trapo.
La serpiente de niebla la husmeó durante unos instantes, y luego, como si estuviera molesta por no encontrar ningún resto de vida, dio al cuerpo un capirotazo que lo puso de bruces y partió velozmente en la misma dirección que seguía la niebla fluvial: a través de la ciudad, hacia los hogares de los nobles y el palacio del Señor Supremo, con sus cimborrios enjoyados.
Salvo por un destello rojizo ocasional en una de ellas, las dos clases de niebla eran idénticas.
Junto a un seco abrevadero de piedra, en el cruce de cinco callejones, dos hombres se acurrucaban a cada lado de un braserillo en el que ardían unos carbones. El lugar estaba tan próximo al barrio de los nobles que, a intervalos, llegaban hasta allí los débiles sonidos de músicas y risas, junto con un tenue resplandor de luz multicolor. Los dos hombres podrían ser un mendigo robusto y otro menudo, pero esa impresión se desvanecería al examinar con detenimiento sus blusas, polainas y mantos, pues, aunque raídos, eran de buen material, y además, cada uno de ellos tenía a mano su espada enfundada.
—Esta noche habrá niebla —dijo el más corpulento—. Puedo olerla, procedente del Hlal.
El que había hablado era Fafhrd, hombre de brazos musculosos, rostro pálido y sereno, y cabellera dorada con destellos rojizos.
El hombre menudo que le acompañaba se estremeció, echó al brasero dos trozos pequeños de carbón y dijo sardónicamente:
—¡La próxima vez predice glaciares! Y si es posible, que bajen por la calle de los Dioses.
Aquel hombrecillo era el Ratonero; tenía la mirada cautelosa, sus labios se curvaban en una mueca y embozaba la cara en una capucha gris.
Fafhrd sonrió. Llegó a sus oídos el tintineo de una canción distante y preguntó al aire que lo transportaba:
—¿Por qué no estamos esta noche en algún lugar cálido y acogedor, bien provistos de vino y acariciados por manos amorosas?
A modo de respuesta, el Ratonero Gris se sacó del cinto una bolsa de piel de rata y, cogiéndola por los cordones, la golpeó contra su palma. La bolsa se aplastó y no emitió ningún sonido metálico. Por añadidura, alzó las manos y agitó sus diez dedos, todos ellos sin anillos.
Fafhrd sonrió de nuevo y dijo al espacio oscuro a su alrededor, que ahora estaba lleno de una bruma finísima, heraldo de la niebla:
—Eso sí que es extraño. No sé cuántas joyas y objetos de oro y electro hemos conseguido en nuestras aventuras, e incluso cartas de crédito avaladas por el Gremio de los Mercaderes de Grano... ¿Adónde ha ido a parar todo eso? Las cartas de crédito han volado con alas de pergamino, las joyas lo han hecho arrojando fuego como jibias diminutas rojas, verdes y perlinas. ¿Por qué no somos ricos?
El Ratonero soltó un bufido.
—Porque derrochas nuestros bienes con vulgares rameras, o todavía con mayor frecuencia los empleas en algún noble capricho, alguna maquinación de ángeles espurios para asaltar las murallas del infierno. Entretanto, yo hago de niñera para ti y no salgo de la pobreza.
Fafhrd se echó a reír.
—Pasas por alto tus propias imprudencias caprichosas, como la de rajar la bolsa del Señor Supremo y rebañarle además el bolsillo, la misma noche que rescataste y le devolviste la corona que había perdido. No, Ratonero, creo que somos pobres porque... —De súbito alzó un codo, sus fosas nasales se ensancharon y husmeó el aire helado y húmedo—. Esta noche hay algo corrompido en la niebla —observó.
El Ratonero replicó en tono seco:
—Ya he olido pescado podrido, grasa quemada, estiércol de caballo, humos cosquilleantes, salchichas rancias de Lankhmar, incienso barato, aceite rancio, grano con moho, barracones de esclavos, depósitos de embalsamar llenos hasta el negro borde y el hedor de una catedral llena de carreteros sin lavar y rameras celebrando ritos orgiásticos... ¡Y ahora me dices que hueles a podrido!
—Es algo diferente de todo eso —dijo Fafhrd, escudriñando uno tras otro los cinco callejones—. Quizás el último... —Se interrumpió, dubitativo, y se encogió de hombros.
Hebras de niebla penetraron a través de los ventanucos que se abrían al nivel de la calle en la taberna llamada «El Nido de Ratas», mezclándose curiosamente con la negra humareda de una antorcha que no ardía bien, pero nadie reparó en ellas excepto una vieja ramera, que se cubrió más la garganta con su remendado manto de piel.
Todas las miradas estaban fijas en el juego de pulso que realizaban sobre una vieja mesa de roble el famoso matón Gnarlag y un mercenario de piel morena, que tenía unos músculos casi tan abultados como los del matón. Con los codos derechos firmemente apoyados y las manos respectivas aferradas, cada uno se afanaba por doblegar la muñeca del otro hasta hacerle tocar la madera llena de muescas, palabras talladas y puntadas de cuchillo. Gnarlag, que miraba a su contrincante con una mueca burlona, le aventajaba por la longitud de un dedo pulgar.