Espadas entre la niebla (4 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas entre la niebla
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La misma Lankhmar, y sobre todo la calle antes mencionada, constituyen el teatro o, con mayor precisión, el terreno de prueba intelectual y artístico de los protodioses, tras su criba, más material pero no menos cruel a manos de los bandidos y mingoles. Un nuevo dios (es decir, su sacerdote, o varios de ellos) comienza en la Puerta del Pantano y, con mayor o menor lentitud, se abre paso por la calle de los Dioses, alquila un templo o se apropia de unos metros cuadrados de pavimento adoquinado aquí y allá, hasta que encuentra su nivel apropiado. Muy pocos son los que logran llegar a la región anexa a la Ciudadela y se unen a la aristocracia de los dioses en Lankhmar... todavía transeúntes, aunque residen ahí desde hace siglos e incluso milenios (los dioses de Lankhmar son tan celosos como secretos). Son muchos más los diosecillos que permanecen quizá una sola noche junto a la Puerta del Pantano y luego desaparecen bruscamente, tal vez en busca de ciudades cuyos habitantes sean menos críticos. La mayoría llegan a medio camino de la calle de los Dioses y luego, lentamente, desandan sus pasos, resistiéndose encarnizadamente a la pérdida de cada palmo y cada metro de terreno, hasta que llegan de nuevo a la Puerta del Pantano y se desvanecen para siempre de Lankhmar y del recuerdo de los hombres.

Issek de la jarra, a quien Fafhrd había decidido servir, fue en otro tiempo el más modesto y desafortunado de los dioses, más bien diosecillos, en Lankhmar. Allí había morado durante unos trece años, y en ese tiempo sólo había ascendido dos manzanas por la calle de los Dioses, y ahora retrocedía, dispuesto ya a sumirse en el olvido. No hay que confundirle con Issek Sin Brazos, Issek de las Piernas Quemadas, Issek Desollado o cualquier otra de las numerosas y pintorescamente mutiladas divinidades de ese nombre. Su impopularidad puede deberse en parte a que la forma de su muerte —en el potro de tortura— no se consideró especialmente espectacular. Algunos eruditos le han confundido con Issek Anforizado, un santo menor totalmente diferente cuya aspiración a la inmortalidad radica en su confinamiento durante diecisiete años dentro de un ánfora de barro no demasiado espaciosa. La jarra (la de Issek de la jarra) contenía al parecer Aguas de la Paz procedentes de la Cisterna de Cillivat, pero es evidente que pocos sintieron sed de aquellas aguas. Si uno tuviera que dar un buen ejemplo de un dios que a pesar de sus atributos divinos nunca llegó a nada, difícilmente podría encontrar uno mejor que Issek de la Jarra, mientras que Bwadres era la misma encarnación del sacerdote fracasado, marchito, senil, siempre con excusas en los labios y refunfuños. La razón de que Fafhrd se uniera a Bwadres y no a cualquier otro de los muchos santones más animados y con mejores perspectivas, era que una vez había visto a Bwadres acariciar la cabeza de un niño sordomudo cuando nadie podía verlo (al menos que Bwadres supiera) y el incidente había permanecido en la mente del bárbaro. Pero, por lo demás, Bwadres era un viejo decrépito sin nada excepcional.

Sin embargo, después de que Fafhrd se convirtiera en su acólito, las cosas empezaron a cambiar un poco.

En primer lugar, y aun cuando ésa hubiera sido su única colaboración, Fafhrd se constituyó en una congregación de un solo hombre muy impresionante desde el primer día, cuando se presentó con aspecto andrajoso y ensangrentado (a causa de los cortes producidos al romper su larga espada). Con su altura de casi dos metros y su aspecto todavía aguerrido, sobresalía como una montaña entre las ancianas, los niños y el variopinto populacho que constituía la maloliente, ruidosa y voluble muchedumbre de fieles en el extremo de la calle de los Dioses donde se alzaba la Puerta del Pantano. Era evidente que si Issek de la Jarra podía atraer a un fiel como aquél, el diosecillo debía poseer unas virtudes insospechadas. La altura formidable de Fafhrd, la anchura de sus hombros y su porte tenían otra ventaja, y era que podía delimitar un área muy respetable de adoquines para Bwadres e Issek, simplemente tendiéndose a dormir en el suelo una vez concluidos los servicios nocturnos.

Por esa época, palurdos y rufianes dejaron de dar codazos a Bwadres y de escupirle. Fafhrd era muy pacífico en su nueva personalidad —después de todo, Issek de la jarra era especialmente un diosecillo de la paz—, pero tenía un buen sentido bárbaro de los cánones sociales. Si alguien se tomaba libertades con Bwadres o interrumpía los diversos rituales del culto a Issek, el gigantesco acólito lo levantaba y lo dejaba caer en alguna parte, con un coscorrón admonitorio si era preciso..., una especie de paliza informal con un solo golpe.

Bwadres cambió de un modo asombroso como resultado de este respiro absolutamente inesperado concedido, tanto a él como a su divinidad, al mismo borde de la desaparición. Hasta entonces sólo había comido dos veces a la semana, pero empezó a hacerlo con más frecuencia y también a peinarse su larga barba. Pronto se desprendió de su senilidad como de un manto viejo, y sólo conservó un fulgor alocado y testarudo en los ojos amarillentos. Empezó a predicar el evangelio de Issek de la Jarra con un fervor y una confianza como no había conocido hasta entonces.

Entretanto, y en segundo lugar, Fafhrd comenzó muy pronto a colaborar en la promoción del culto a Issek de la jarra con algo más que su tamaño, presencia y notable talento como apagabroncas. Al cabo de dos meses de silencio absoluto que él mismo se había impuesto, y que se negó a romper incluso para responder a las preguntas más triviales de Bwadres, quien al principio estaba muy perplejo ante aquel gigante converso, Fafhrd se procuró una pequeña lira rota, la reparó y empezó a cantar con regularidad el Credo y la Historia de Issek de la jarra en todos los servicios religiosos. No competía en modo alguno con Bwadres, nunca cantaba las letanías ni se atrevía a bendecir en nombre de Issek. De hecho, siempre se arrodillaba y guardaba silencio mientras servía a Bwadres como acólito, pero sentado en el suelo a los pies del oficiante, mientras éste meditaba entre rituales, Fafhrd tocaba melodiosos acordes con su pequeña lira y cantaba con una voz aguda, agradable, románticamente vibrante.

Fafhrd había pasado su infancia en el Yermo Frío, muy al norte de Lankhmar a través del Mar Interior, el boscoso Reino de las Ocho Ciudades y las montañas de Trollstep, y asistido a la escuela de los burdos cantores (llamados así, aunque lo que hacían era salmodiar más que cantar, porque alzaban la voz con un tono de tenor) y no a la de los burdos rugientes (que entonaban con voz de bajo). Esta reanudación de un estilo declamatorio inculcado, que también utilizaba para responder a las pocas preguntas en las que su humildad le permitía reparar, era la verdadera y única razón del cambio en la voz de Fafhrd, que se convirtió en la comidilla de quienes le habían conocido como compañero de armas del Ratonero Gris, dotado de una voz profunda.

Al repetirla una y otra vez, Fafhrd iba alterando gradualmente la historia de Issek de la jarra. En pequeñas etapas, que incluso a Bwadres le habrían pasado desapercibidas aunque hubiera deseado captarlas, fue transformándola en algo mucho más parecido a la saga de un héroe nórdico, aunque suavizada en ciertos aspectos. Issek no había matado de niño a dragones y otros monstruos, cosa que habría entrado en contradicción con su credo, sino que se había limitado a jugar con ellos, nadando con el leviatán, haciendo cabriolas con behemot y volando por el espacio sin caminos con dragones alados, grifos e hipogrifos. Tampoco el hombre Issek había dispersado a reyes y emperadores en combate, sino que se había limitado a pasmarlos, a ellos y a sus temblorosos ministros, al caminar sobre campos de puntiagudas espadas envenenadas, permanecer en posición de firmes dentro de hornos ardientes y caminar sobre grandes depósitos de aceite hirviendo, y todo ello mientras pronunciaba magníficos sermones sobre el amor fraterno en unas estrofas perfectas, de rima intrincada.

El Issek de Bwadres expiró con mucha rapidez, aunque no sin algunas admoniciones de despedida, tras haber sido descoyuntado en el potro de tortura. El Issek de Fafhrd (ahora el único Issek) había roto siete potros antes de que empezara a debilitarse seriamente. Incluso cuando le dieron por muerto, en cuanto le quitaron las ataduras agarró al jefe de los torturadores por la garganta, con fuerza suficiente para estrangular al malvado de haberlo querido, aunque éste era campeón de luchadores. Pero el Issek de Fafhrd no hizo tal cosa, pues también eso habría ido en contra de su credo; se limitó a romper la gruesa cadena que el torturador llevaba al cuello, insignia de su cargo, retorciéndola hasta convertirla en un símbolo de la jarra de exquisita belleza, antes de permitir que su espíritu le abandonara y volara hacia la eternidad, donde proseguía sus maravillosas aventuras.

Pues bien, como la gran mayoría de los dioses en Lankhmar procedentes de los Reinos Orientales, o por lo menos del decadente y afín país meridional alrededor de Quarmall, habían sido en sus encarnaciones terrenas unos tipos bastante afeminados, incapaces de aguantar más de unos minutos colgados de la horca o unas pocas horas de empalamiento, y con una resistencia relativamente escasa al plomo fundido o las lluvias de dardos con púas, y como tampoco eran demasiado dados a componer poesía romántica o a gallardas hazañas con bestias extrañas, no es de extrañar que Issek de la jarra, en la interpretación de Fafhrd, consiguiera rápidamente y retuviera la atención, y poco después también la devoción, de una parte cada vez más considerable de la multitud normalmente inestable y deslumbrada por los dioses. Sobre todo la visión de Issek de la jarra levantándose con su potro de tortura, correteando con él a la espalda, rompiéndolo y luego esperando calmosamente y con los brazos extendidos por propia voluntad hasta que preparasen otro potro de tortura y se lo aplicaran... Esa visión, en particular, llegó a ocupar un lugar de importancia capital en los sueños y ensoñaciones de muchos porteadores, mendigos, sucios bribones y los rapaces y familiares ancianos de aquel personal.

Como resultado de esta popularidad, Issek de la jarra no sólo avanzó pronto por segunda vez calle de los Dioses arriba, hazaña bastante insólita por sí misma, sino que también lo hizo a mayor velocidad que cualquier otro dios en la era moderna. Casi a cada nuevo servicio religioso, Bwadres y Fafhrd podían trasladar su sencillo altar algunos metros más hacia la Ciudadela, a medida que sus fieles cada vez más numerosos iban cubriendo áreas temporalmente consagradas a dioses con menos poder de atracción, y con frecuencia los fieles rezagados e incansables les permitían celebrar los servicios hasta que las primeras luces del alba enrojecían el cielo: diez o nueve repeticiones del ritual (y los metros conseguidos) en una noche. No pasó mucho tiempo antes de que cambiara la composición de sus congregaciones y aparecieran individuos adinerados: mercenarios y mercaderes, ladrones de guante blanco y pequeños funcionarios, cortesanas enjoyadas y aristócratas que iban a divertirse a los barrios bajos, filósofos rapados que se burlaban de los enmarañados argumentos de Bwadres y el credo irracional de Issek, pero que en secreto sentían un temor reverencia) por la aparente sinceridad del anciano y su acólito gigante y poético... Y con estos recién llegados de bolsa bien provista llegaron, inevitablemente, los desalmados mercenarios de Pulg y otros halcones semejantes que volaban en círculo sobre los corrales de la religión.

Como es natural, esto amenazaba con plantear un problema considerable al Ratonero Gris.

Mientras Issek, Bwadres y Fafhrd no estuvieron muy alejados de la Puerta del Pantano, no hubo nada de qué preocuparse. Cuando llegaba el momento de la colecta y Fafhrd pasaba alrededor de la congregación con las manos juntas y ahuecadas, lo que recogía, en el mejor de los casos, eran unos mendrugos mohosos, verduras corrientes ya pasadas, trapos, ramitas, pedazos de carbón y, muy raramente, lo que le hacía exclamar de sorpresa, monedas de latón torcidas, abolladas y verdosas. Ese pago en especie no llamaba la atención ni siquiera de chantajistas menos importantes que Pulg, y Fafhrd no tenía problema alguno para tratar con los tipos insignificantes y retardados que querían jugar al Rey Ladrón a la sombra de la Puerta del Pantano. Más de una vez el Ratonero advirtió a Fafhrd que este estado de cosas era ideal, y que cualquier avance considerable de Issek por la calle de los Dioses sólo podría conducir a situaciones desagradables. Si algo caracterizaba al Ratonero era su cautela, que coronaba con una buena dosis de presciencia. Le gustaba, o creía firmemente que así era, su recién conseguida seguridad, casi tanto como se gustaba a sí mismo. Sabía que, como mercenario de Pulg contratado recientemente, el Gran Hombre todavía le vigilaba estrechamente, y que toda apariencia de que su amistad con Fafhrd continuaba (para la mayoría de la gente se habían peleado irrevocablemente) podría perjudicarle en el futuro. Por ello, en las ocasiones en que deambulaba por la calle de los Dioses en sus horas libres —es decir, de día, pues en Lankhmar la actividad religiosa es sobre todo nocturna, realizada a la luz de las antorchas—, nunca parecía hablar directamente con Fafhrd y, mientras daba la impresión de que se dedicaba a un asunto particular o a un placer distinto (o quizá había ido allí secretamente para contemplar con satisfacción maligna el estado de su enemigo caído, lo cual era la segunda línea de defensa del Ratonero contra las posibles acusaciones de Pulg), se las ingeniaba para sostener largas conversaciones hablando por la comisura de los labios, y Fafhrd respondía, si llegaba a hacerlo, de la misma manera, aunque en su caso era más probable que se debiera a su ensimismamiento místico que a una política deliberada.

—Mira, Fafhrd —dijo el Ratonero en la tercera de tales ocasiones, mientras fingía examinar a una muchacha mendiga de miembros muy delgados y vientre abultado, como si tratara de decidir si una dieta de carne magra y algunos ejercicios físicos bastarían para transformar su aspecto de pordiosera hambrienta en el de una guapa golfilla—. Mira, Fafhrd, aquí puedes hacer lo que quieras, lo que has elegido... En mi opinión, eso de juntar unos fragmentos poéticos y hacer gorgoritos para encandilar a los bobos es una buena oportunidad... Pero en cualquier caso tienes que hacerlo aquí, en las proximidades de la Puerta del Pantano, pues la única cosa en el mundo que no está cerca de la Puerta del Pantano es el dinero, y dices que no lo quieres... ¡Allá tú con tus necesidades! Pero déjame que te diga algo. Si permites que Bwadres se aproxime más a la Ciudadela... Sí, incluso a la distancia de un tiro de piedra... Conseguirás dinero lo quieras o no, y con ese dinero, tú y Bwadres compraréis algo, también de buen o mal grado y por mucho que cerréis la bolsa y los oídos a los gritos de los mercachifles... Eso que tú y Bwadres vais a comprar, es un fardo de disturbios y problemas.

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