La comerciante de libros (33 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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Estiró con fuerza el carro para hacer girar las ruedas en el medio palmo de nieve. Empezaban a caer algunos copos sueltos. Sin embargo, reconoció a lo lejos la silueta de la vieja encorvada sobre el fuego, en una esquina de la plaza, y percibió el olor del humo. Volvió a bajar la vista hacia el pequeño Bek. Le salían más mocos de la nariz, aunque también a Anna, por el frío. Mientras ella tiraba del carro por la nieve, el niño se aferraba a ambos lados como si le fuera la vida en ello, pero sonreía. Anna ya no sentía los pies (ni la cara). La mano con la que sujetaba el mango del carro parecía congelada, pero la expresión del pequeño le dio fuerzas para seguir aunque fuera a trancas y barrancas.

Al menos cuando regresaran al calor de su habitación, se alegrarían de verla. Y tendrían sopa para cenar.

Tal vez el día siguiente volviera VanClef. Tal vez la nieve y el frío le obligasen a volver. Había dicho dos semanas.

Y ya habían pasado una semana y tres días.

XXII

Él, en su amor, nos viste, nos envuelve y nos

abraza; su tierno amor nos rodea por completo

y jamás nos abandona...

Juliana de Norwich
,

Revelaciones del amor divino

—Reverenda madre, dijisteis que os avisara para la nona.

Era una voz suave, acompañada de un tímido golpe en la puerta de roble macizo, que la amortiguaba.

—Gracias —dijo la abadesa, y se quedó escuchando cómo se alejaban los pasos.

Eran ligeros. Probablemente una de las novicias.

«He hecho mal en no abrir la puerta. He hecho mal en no invitarla a entrar y escuchar la soledad que siempre persigue a los jóvenes. Ahora soy la madre de todas.»

Pero le irritaba que la llamasen «madre», a ella, tan indigna del título. Quizá estuvieran demasiado cerca de la edad de quien, en otros tiempos, también la había visto como su «madre». Quizá todo se tiñera de un recuerdo excesivamente doloroso.

La abadesa era consciente de intimidar a las novicias y las monjas más jóvenes tanto por su tono como por su aspecto. El tono intentaba cambiarlo, haciendo el esfuerzo de elogiar a las hermanas cuando se lo merecían y regañándolas con suavidad cuando descuidaban sus obligaciones, algo a lo que eran propensas las chicas jóvenes, incluso las que iban a casarse con Cristo. Lo que no podía modificar era su aspecto. El velo no se podía levantar. No estaba dispuesta a desvelar su cara destrozada, ni siquiera ante sus hijas espirituales. Con la muerte de su vieja criada, la que se había escapado con ella del incendio, había muerto algo más que el conocimiento de los estragos que llevaba en su rostro la abadesa. Con la vieja cocinera de Blackingham, había muerto también el último vestigio de una vida abandonada. Así lo creía la abadesa, cuando menos, aunque después de diez años cada rayo de luz otoñal que asaetaba su celda a través de la ventana hiciera agitarse los recuerdos.

Dejó la pluma. Le temblaban las manos de cansancio.
Laborare est orare
. Trabajar es rezar, y ella llevaba treinta años trabajando. Frente a ella, encima de la mesa, había varias páginas de las
Revelaciones del amor divino
de Juliana de Norwich. Por suerte, no tenía que copiarlas al tedioso latín, ni traducirlas al inglés, ya que era el idioma en el que estaban escritas. Otra suerte era que no fuesen de contrabando. De algún modo, la santa de Norwich había mantenido el difícil equilibrio entre la ortodoxia y la herejía, sin soltar la primera ni dejar por ello de hacer guiños a la segunda.

Los trabajos de aquel tipo, que no comportaban ningún riesgo, solía encomendárselos a las hermanas de cuya lealtad dudaba, como la hermana Agatha. Sin embargo, ésta acababa de ser asignada al huerto, y alguien había encargado una copia de la obra, una copia de especial calidad. (A veces la abadesa se admiraba del prodigio de que los años no afectasen a su pulso. Debía de ser un don de Dios.) Necesitaban el dinero, y ella, en aquella época de su alma, necesitaba las palabras de consuelo de Juliana.

«Todo irá bien», había escrito la anacoreta de Norwich. Ésas eran las últimas palabras que había copiado la abadesa y que ahora estaban debajo de su pluma: «Todo irá bien». Rezó para que así fuera: «Señor, sé que estas tan cerca como mi aliento, y este velo hace que mi aliento esté muy cerca. Hazme saber que todo irá bien». Sin embargo, sentía acumularse la presión a sus espaldas —presión sobre la abadía y sobre los que osaban disentir—, y temía por todos los adeptos de la causa lolarda.

Si había pedido ser avisada por la novicia —a veces se enfrascaba mucho en su trabajo, sobre todo cuando las palabras que copiaba eran las de Juliana— era porque tenía pendiente la farragosa tarea de la lista de turnos: quién limpiaría, quién cocinaría, quién leería durante las comidas, quién lavaría, quién frotaría, quién cuidaría los campos...

Laborare est orare
.

De todos modos, lo primero era descansar la vista. Se levantó, entumecida, y fue a la ventana que daba al claustro. La fuente de tres pisos dejaba caer el agua en la pileta donde se juntaban las hermanas para hacer sus abluciones. No les dejaba lavarse en ella, como era la costumbre, pero sí les permitía coger agua con los cuencos alineados en un banco del lado más soleado del claustro. Sólo estaba permitido meter las manos en el agua los días festivos y santos, como una especie de ablución ritual, después de habérselas lavado.

La abadía no era grande. La fuente era un lujo elegido por su belleza y su ingenioso diseño. Detrás había una cisterna que daba un suministro casi inagotable de agua. Era como la gracia: a veces goteaba y otras caía como un chorro cristalino. Aquel día era poco más que un hilillo. Habían tenido un otoño seco. Sin embargo, la luz que bañaba las gotas derramadas en las pilas más pequeñas las hacía parecer piedras preciosas. La abadesa pensó que faltaba poco para que se convirtiesen en gemas minúsculas y congeladas. Ella temía la llegada del invierno, cuando el claustro se teñía enteramente de gris y hasta la propia fuente dormía; el temido momento en que sus manos dolían demasiado para escribir. Pero no era el momento de pensar en eso, sino de dar las gracias por aquel instante, por la belleza de la hoja seca que bajaba flotando en la luz que rodeaba la fuente como un halo.

La reverenda madre ansiaba sentarse bajo aquella luz y sentir sus rayos sobre el rostro estropeado. La luz agonizante del otoño siempre traía algo más que un recordatorio de la mortalidad humana. Tenuemente imbuida de calor, despertaba recuerdos de un yo abandonado tiempo atrás. En el color glorioso del otoño inglés era donde Kathryn había amado por primera vez a Finn.

Se apartó de la ventana, volvió a coger la lista y, en un suspiro de determinación, mojó la punta de la pluma en el tintero para empezar a asignar las tareas cotidianas.

Laborare est orare
.

* * * * *

Si trabajar es orar, Jane Paul se había pasado toda la vida rezando. Pero ahora todo había terminado. El viejo se había muerto. Sólo un último trámite, una última vigilia que pasar sentada, pensó la señora Clare al limpiar el cuerpo del anciano con la precaución de que no se rompiera su piel y la dulzura (o casi) que imprimía a su tacto recordar lo que había sido en otros tiempos aquel hombre. La muerte había entrado sigilosamente durante la noche, sin que oyera nada, ella que tan ligero tenía el sueño y que tan atenta estaba siempre a la tos del viejo o al hilo de voz con el que la llamaba... El hermano Francis no había opuesto la menor resistencia a la llegada del ángel de la muerte.

Lavó los brazos y las piernas huesudos del difunto, la piel frágil que tenía entre los dedos de las manos y los pies, y metió el trapo en el agua para limpiar sus arrugadas partes íntimas. El hermano Francis no siempre había sido así. Se habían conocido cuando él estaba en la flor de la edad, mientras todas las chicas hacían bromas obscenas sobre lo que colgaba bajo su sotana de cura y todas se brindaban alegremente a averiguarlo. Él, sin embargo, se lo dijo bien claro a la vieja que llevaba el burdel: quería a una chica joven, una virgen, sólo para él. No la compartiría, pero pagaría generosamente a cambio de su uso exclusivo.

Incluso Jane, que entonces sólo tenía catorce años, sonrió al oír la petición, preguntándose a cuál de las chicas más jóvenes trataría de endosarle la señora. Margery y Alice ya tenían la sonrisa coqueta en los labios, mientras se erguían muy tiesas y estiraban sus faldas escuetas en un esfuerzo por aparentar remilgo. Jane prácticamente las oyó pensar: «Esto sí que son ingresos regulares. Un cliente fijo. ¡Fraile, además! Un hombre más fácil de satisfacer en sus deseos y amable, que por algo es un hombre de Dios. Y con algo de suerte, agradecido».

Aún se acordaba del momento en que la joven Jane —la parte de sí misma que había abandonado mucho tiempo atrás, pero que seguía viva en su memoria— irrumpió con la fuerza de un sueño en el exiguo espacio del salón de Bankside Street.

Estuvo a punto de reírse al ver el ridículo que hacían las chicas. Seguro que hasta un cura sabía diferenciar entre una puta avezada y una virgen. También la vieja señora debía de darse cuenta, porque tenía los ojos entornados y el ceño fruncido. Su voluminoso pecho subía y bajaba como un fuelle. Jane siguió quitando el polvo. La señora exigía tener limpio el salón, aunque algunos de los cuartos de las chicas fueran auténticas pocilgas.

Jane había llegado a la casa dos años atrás, para limpiar al servicio de las putas y de la señora, porque se había muerto su madre y no tenía adónde ir.

Ese día la señora la miró inquisitivamente, levantando una ceja.

—Tienes una buena dentadura y un pelo rubio muy bonito. Las jóvenes siempre gustan. ¿Ya has empezado a sangrar?

—No, señora.

Pensó que en el fondo era cierto. Sólo había sangrado una vez y su madre le había dicho que le pasaría cada mes. A veces le preocupaba. En aquel momento se alegró. Sólo tenía doce años, pero ya adivinaba las intenciones de la señora.

—Lástima, pero esta casa tiene sus normas. No pienso tener a una niña de ramera.

—Perdone, señora, pero yo sólo quiero limpiar. Soy fuerte. Puedo llevar agua, barrer y cocinar un poco. Mi madre ha estado mucho tiempo enferma.

Desde entonces la señora no volvió a sacar el tema. Aun así, Jane tenía la precaución de impedir que viera los trapos ensangrentados de sus reglas, que en los últimos seis meses se habían vuelto regulares.

La señora hizo chasquear la lengua y sacudió la cabeza.

—Perdone, padre, pero me temo que...

Jane se metió entre su jefa y la puerta, tratando de hacerse invisible, como siempre. Casi no había sitio. Tropezó con la señora, que se giró y la cogió por un brazo. La sonrisa de la vieja se comunicó a sus ojos.

—Lo siento, padre, pero me temo que sólo le puedo ofrecer a una muchacha. —Jane sintió que los dedos de la mujer se clavaban en sus brazos, haciéndole morados al sacarla de detrás para enseñársela al cura de sotana negra—. Iba a empezar su aprendizaje. Supongo que seréis tan buen profesor como cualquiera.

Así fue como Jane Paul se hizo puta.

Bueno, no exactamente puta, se dijo. Al final sí que había acabado fregando y siendo casta como una monja. Ni una sola caricia del hermano Francis desde que la tenía de criada. Eso después de robarle a su hijo y de que ella pasara a ser la señora Clare, un nombre tomado de las clarisas que la acogieron cuando su señora la echó por su barriga hinchada y porque no quería matar al segundo hijo de su útero. Al final la niña murió de todos modos, y las clarisas que tenían la bondad de darle cobijo le dijeron que era la voluntad de Dios, que Dios se había llevado a su pequeña en pago de su pecado. ¿Habrían dicho lo mismo de saber que el padre de la criatura llevaba el hábito de dominico? Cuando el bebé nació muerto, Jane lloró, pero no lo interpretó como la ira de Dios, sino como una muestra de su misericordia.

—Jane Paul está muerta —le dijo al hermano Francis, que la acogió cuando tuvo que irse del convento.

Fue entonces cuando hicieron el pacto: el voto de silencio de ella a cambio de un puesto de criada.

—A partir de ahora me llamaré «señora Clare».

—El nombre que te pongas no es de mi incumbencia —dijo él, y no acudió jamás a ella, a pesar de que el cuerpo de Jane ansiara una caricia, una sola, algún contacto humano...

En cuanto al hermano Francis, Jane sospechaba que tenía a otra mujer más joven con la que desfogarse físicamente, pero no llegó a verla ni a saber su nombre.

Se pinchó el pulgar mientras cosía el sudario del anciano cura, pero la aguja no llegó a atravesar el callo. Se quedó clavada hasta que Jane la sacó. Se fijó en las manos que metían la aguja en la sarga basta y engrasada. Habían sido bonitas, pero ahora eran manos de fregona, rojas y llenas de duricias. Pues bien, en adelante sólo cocinaría y limpiaría para sí misma. Tendría que ocuparse ella misma de ello, porque Jane Paul no tenía familia.

A excepción de su hijo.

Pero no le hacía falta ninguna promesa para no revelarle la baja extracción de su madre. (¡Cómo había acertado al elegir el nombre de aquel ser tan bello y orgulloso! Cada vez que le veía, temblaba sólo de pensar que alguien así pudiera haber crecido en sus entrañas.)

Supuso que estaba en mejor situación que la mayoría de las mujeres de su edad. Pensó en la pequeña reserva de monedas que tenía ahorrada y en la casita junto al mar, con su pequeño huerto, que era el pago de su silencio. Criaría unas cuantas gallinas, por los huevos y para algún que otro guiso, e iría tirando.

La única parte del sudario que quedaba por cerrar era la de la cara del anciano. Encendió una vela y le puso la llama delante de los labios para asegurarse. Ni el menor movimiento del aire. Ni un simple parpadeo de vida.

Se inclinó para rozarle la boca con sus labios. Nunca había besado a ningún hombre ni había recibido beso de varón. Sus labios se demoraron un segundo antes de acercarse suavemente a los de él, tal como había soñado de joven, y como había visto hacer a su padre con su madre en sus recuerdos más remotos.

Los labios del anciano sacerdote estaban fríos.

Dobló el orillo de la tela y repitió la operación para que la costura fuera limpia. El hermano Francis se merecía aquella última atención: un sudario bien cosido. Supuso que había sido un buen cura. Recibía visitas importantes. Eso al principio, antes de hacerse viejo. Antes de ser olvidado. Desde que ya no llegaban visitantes, ella se inventaba excusas para no herirle en su orgullo.

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