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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (32 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Cogió las manos de VanClef y se las estiró con suavidad.

—¿Y el pequeño Bek? ¿Quién será el pequeño Bek?

Al menos VanClef volvía a sonreír.

—Pues... el músico de la corte. Tomaremos vino, pan y queso mientras elogiamos lo bien que canta.

Justo entonces el niño empezó a cantar, como si entendiera todas sus palabras y se prestara al juego. Anna pensó que hasta el ángel Gabriel se habría reído al oírle.

VanClef lo hizo.

* * * * *

Gabriel abrió la puerta del confesionario y acomodó su túnica roja de pañero en la madera bruñida del estrecho asiento, mientras hacía torpes esfuerzos por abrir la puertecita de madera. La experiencia del confesionario se presentaba muy rara vez en su vida. Su confesor siempre había sido el hermano Francis, frente a quien se arrodillaba para recibir tanto la penitencia como la bendición. Mientras esperaba a que se abriese la puerta del otro lado del confesionario y a que apareciese el vago perfil del cura, pensó con cuánta reticencia habría penetrado Anna en aquel pequeño espacio, oloroso a sudor humano y madera vieja. ¡Cómo se habría burlado de él al enterarse!

Casi oía las notas de su voz, con la estridencia de la indignación: «Sólo es un lacayo de Roma con sotana negra, un hombre como cualquier otro. No se diferencia en nada de ti». No, ciertamente, en nada, pensó con los pelos de punta al recordar todo el desdén acumulado contra el clero romano en las palabras de Anna. Él siempre se mordía la lengua, reprimiendo la ira ante sus blasfemias y silenciando una justa protesta por la vergüenza de su engaño, pero estaba resuelto, desde la primera discusión, a que Anna jamás supiera nada del hermano Gabriel. Sólo conocería a VanClef.

Se abrió la puerta, y al otro lado se sentó una silueta que emitió una tos flemática. Gabriel percibió el olor a ajo del aliento del cura. Un hombre como cualquier otro. No, como cualquier otro no. Ordenado por Dios, como él; llamado por Dios. Era algo que debía recordar. Le había resultado demasiado fácil fingir que era como cualquier otro hombre, que tenía derecho al amor de una mujer y que Anna y el pequeño Bek eran sus únicas responsabilidades en el mundo. Corría el peligro de creerse su propio engaño.

—Perdonadme, padre, porque he pecado.

Se confesó en latín, pero no lo confesó todo. No confesó que a quien debía lealtad era al Papa de Roma, no al de Aviñón. Aquel pequeño dato de política eclesial no tenía por qué saberlo aquel cura francés. Bastaba con que Gabriel confesara sus pecados. Sin embargo, daba la impresión de que el sacerdote estaba menos interesado por los pecados carnales del hermano Gabriel que por el hecho de que estuviera usando fondos de la Iglesia para pagar sus devaneos y de que estuviera descuidando sus deberes eclesiásticos.

—No estáis sirviendo a la Iglesia, padre.

«Fíjate en que no dice nada de servir a Dios, sino de servir a la Iglesia.» Era Anna, hablando en su cabeza. Servir a la Iglesia era lo mismo que servir a Dios. Eso habría dicho el hermano Francis.

El cura volvió al francés, que a Gabriel le costaba más esfuerzo seguir, acostumbrado como estaba al inglés usado en casa por él y Anna. Vio la silueta de perfil de su confesor. Le temblaba la papada al hablar y no tenía una voz agradable, sino ronca.

—Hermano, estáis malgastando los recursos de la Iglesia en estos devaneos impuros. Deberías estar en París, cumpliendo las órdenes de vuestro obispo. Si se están copiando enseñanzas heréticas, lo averiguaréis en París, donde trabaja el mayor gremio de escribanos e iluminadores. La prueba que buscáis la hallaréis allí, no en Reims. Las gentes de esta ciudad son devotas. —Un sucinto movimiento en las manos, al hacer la señal de la cruz—. Recibid vuestra penitencia.

A continuación le dijo que no debía tocar nunca más a «la mujer». Debía abandonarla de inmediato y pasarse la noche rezando y pidiendo perdón.

—La abstinencia es el pan de la piedad, hermano, y el celibato su vino.

El roce de la tela contra la madera y el ruido de la puertecita de madera al cerrarse. Se había hecho justicia. Así de fácil, pensó Gabriel. Pero de fácil no tenía nada.

Siempre lo había sabido, naturalmente. Siempre había sabido que como mínimo tendría que abandonar a Anna durante una temporada, hasta poder organizarlo todo para que le siguiera. Lo tenía todo planeado. Se había pasado varias noches en vela mirándola dormir, con la luz de la luna dibujando el perfil de sus pestañas en la curva de su mejilla y la flor desatada de su cabellera en el cojín, mientras su mente urdía una trama de intrigas para pasar media vida con ella.

Una casita en Kent... No, demasiado cerca del hermano Gabriel. Una casita en la costa, cerca de los South Downs, donde Anna pudiera cuidar al pequeño Bek y copiar libros para complementar los ingresos que le diera él. Una casita donde pudiera ir VanClef, un santuario donde nunca fuese el hermano Gabriel. Un edén donde jamás entrara la serpiente.

Pero tenía razón el confesor. El hermano Gabriel tenía una misión que cumplir. Iría a París, así podría practicar cómo era estar separado de Anna. Las únicas pruebas que había encontrado eran las que la inculpaban a ella como husita, pero sin la menor relación con lord Cobham. Y a ella no la delataría por nada del mundo. Antes se delataría a sí mismo. Estaba seguro de que destaparía una fuente en París. De algún sitio tenía que conseguir sus copias Oldcastle.

Así el hermano Gabriel podría cumplir su penitencia, al menos en espíritu. No la tocaría durante una temporada. El hermano Gabriel negaría su carne para expiar los pecados de VanClef. A menos que fuera al revés...

* * * * *

—Entiende lo que dices y no quiere que te vayas.

Él cogió al niño en brazos.

—¿Sabes que ya pesas mucho? Pronto te harás todo un hombre. Cuida a Anna en mi ausencia.

—An-na, An-na.

La cabeza del niño se movió afirmativamente. VanClef le dejó en el suelo, a sus pies, y miró directamente a Anna, que esquivaba su mirada.

—Volveré, Anna. Debería decírtelo tu corazón. Quince días, no más.

Había un pequeño espacio entre los dos. Ni el uno ni el otro trataron de cerrarlo.

—A veces el corazón le dice a la cabeza lo que quiere oír —dijo ella.

En ese momento le miró, y él vio toda la incertidumbre y la inquietud que nublaban sus ojos azules, contrayendo en pequeños nudos de preocupación sus hermosas cejas en punta. ¿Cómo esperar que VanClef llevara a cabo la penitencia del hermano Gabriel? Se inclinó hacia Anna y borró el espacio entre los dos. Sintió su aroma, el del jazmín.

Al diablo con el hermano Gabriel. Al menos VanClef se llevaría su sabor.

—Entonces, que oigan esto tanto tu corazón como tu cabeza.

Y le dio un beso. Sin embargo, la reacción de Anna no fue la de siempre. Se guardaba algo.

Cuando se separaron, el pequeño Bek los miró y se aferró a la pierna de VanClef. Anna se agachó y desprendió con suavidad los dedos blancos y finos del pequeño. Entre los dedos rosados de Anna, los de Bek se veían transparentes, casi sin huesos. El llanto sin verter enronquecía su voz, cuyo tono fue menos dulce de lo habitual con el niño.

—Suéltale —dijo.

El pequeño Bek abrió mucho los ojos y empezó a lloriquear, pero soltó a VanClef.

—Dos semanas, Anna. Te lo prometo. Después volveré y hablaremos de... Encontraremos alguna solución más permanente.

Ella no dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza, mientras mantenía abierta la puerta de su habitación. Crujía en sus goznes como si también la puerta de roble macizo protestara por la partida de VanClef. Anna no miró cómo la cruzaba. Él se giró con la esperanza de una última palabra, pero ella se quedó en la misma postura, esperando y asiendo la mano del pequeño, cuyos grandes ojos eran como lagos opacos.

—Sólo una cosa más, Anna. No quiero la traducción al inglés. Es una iniciativa demasiado peligrosa. Se trata de un texto prohibido. No la tengas en tu poder. Quema lo que ya hayas hecho.

Pero ella ya había cerrado la puerta. Si no lo quemaba ella, ya lo quemaría él cuando volviera. Anna Bookman no tendría ninguna prueba en su poder.

Y el hermano Gabriel, que se fuera al diablo, si no lo había hecho ya.

* * * * *

Anna no quemó el Evangelio según san Juan. No porque no hubiese oído las palabras de VanClef, sino porque era tan incapaz de quemar las páginas de la Verdad como VanClef de escupir sobre un crucifijo. «En el principio estaba la Palabra, y la Palabra era Dios.»

La Palabra y la palabra. Ése era el legado recibido de
Dĕdeček
, y nadie podría arrebatárselo. No sólo no quemó el Evangelio, sino que siguió copiándolo. «Yo soy el camino, yo soy la puerta, yo soy la vid, yo soy el pan de la vida, yo soy la luz del mundo, yo soy la resurrección.» ¿Cómo podía quemar aquella Palabra, justamente el libro que Jan Hus había definido como el corazón del evangelio desde su púlpito de Betlémskákapel? Cuántas veces, sentada con su abuelo, había escuchado mientras observaba los seis signos de la divinidad de Cristo según san Juan, oyendo predicar a Jan Hus en el idioma del pueblo, a los cientos de personas que hacían lo mismo que ella, escuchar...

Cuando acabó de copiar el evangelio, lo miró con mala cara. Era un texto simple, sin más adornos que el imperfecto esfuerzo de la primera capital. No podía aspirar a la belleza de las letras de su abuelo. Lo había intentado en su niñez, hasta enfadarse al ver que los colores no eran tan puros como los de él, ni las líneas tan fluidas, y desde entonces se conformaba con copiar las palabras con la caligrafía más cuidada y bella que saliese de su mano. Al menos las palabras eran puras y veraces, y Anna se enorgullecía de la gracia de sus líneas.

Al día siguiente fue a la curtiduría para comprar una cubierta de cuero. Calentó un estilo pequeño en el brasero y grabó cuidadosamente el título en la piel, añadiendo debajo las palabras: «Copiado para VanClef por Anna Bookman». A continuación lo envolvió amorosamente en seda y lo guardó en el fondo del arcón, al lado de la Biblia de Wycliffe, en espera del regreso de VanClef. Al principio de la segunda semana empezó a caer la primera nevada. Viendo acumularse los grandes copos en los paneles de cristal emplomado, Anna se preguntó si la nieve retrasaría a VanClef. ¿Estaría bien abrigado? ¿Estaría a salvo? ¿Le irían bien los negocios? ¿De qué negocios se trataba exactamente? Una vez había dicho algo sobre paños, añadiendo, ante la petición de más detalles, que se trataba de simple compra y venta, nada de gran interés. Después había cambiado de tema. Sin embargo, para Anna hasta el detalle más nimio de la vida de VanClef tenía interés. Quería saberlo todo. Pero lo único que sabía era que nunca se había referido al matrimonio. «Encontraremos alguna solución más permanente.» Ésas habían sido sus palabras, y a ella le había dado demasiada vergüenza hacerle más preguntas.

Mientras veía teñirse de blanco el suelo marrón del jardín, pensó que no tenía sentido ir a la plaza. Pocos se pararían a comprar un libro con tanto frío y una nieve tan gélida. Por otra parte, el pequeño Bek empezaba a estornudar. Al limpiarle el reguero de mocos que fluía sin cesar hacia sus labios, tuvo la impresión de que estaba caliente. Le dio una infusión de saúco y escaramujo, le acostó y le observó con nerviosismo hasta que se durmió.

Fuera, el viento formaba montoncitos de nieve. Bek durmió todo el día —largo día— y la noche. Anna también fue echando cabezadas, sintiendo no tener nada que hacer. Ya le quedaban más existencias de las que pudiera vender. Lo que necesitaba era algún encargo. Quizá encontrara trabajo en el barrio judío. Se lo preguntaría al librero. Ni los monjes ni los gremios se prestaban a hacer copias para los judíos, y los rabinos nunca daban abasto. Anna no sabía leer en hebreo, pero tenía bastante buena vista para copiar las letras hebreas. Haría una muestra, para darle una idea de sus capacidades al rabino. Se durmió con las letras hebreas bailando en su cabeza como llamas.

Por la mañana el pequeño Bek estaba mucho mejor, con la frente tibia. Anna le puso en la ventana y el pequeño dio un grito de alegría al ver el manto blanco que tapaba el jardín como un plumón.

—Nieve —dijo—. Nieve —repitió para entusiasmo de Anna.

—¡Sí, sí, nieve, nieve! Ella le cogió y le hizo dar vueltas.

Bek empezó a cantar «Nieve, nieve, nieve» produciendo todas las notas de la escala, pasando de los registros agudos a los graves. Anna se sumó al canto y bailó al ritmo de la melodía, hasta que formaron una especie de polifonía. Entre risas, deseó que estuviera VanClef, para oírles y unirse a ellos en el baile de la nieve.

Cuando Bek volvió a tener los pies en el suelo, cogió sus muletas, brincó hasta la pared, descolgó su capa con capucha y se la tendió a Anna.

—¿Quieres salir?

—Salir.

Asintió con la cabeza.

—Es que no podemos. Hace frío. Brrr...

Anna fingió un escalofrío.

Bek la imitó para burlarse de ella y se la llenaron los labios de burbujas de saliva.

—Salir.

Sonrió con mirada de súplica. Después empezó a cantar «salir» produciendo todas las notas de la escala tal como había aprendido.

—No estaría mal un poco de sopa caliente —dijo ella, pensando que sólo tenían la carne fría y el queso que les había dejado en la puerta el patrón.

Quizá encontrasen a la vieja que siempre hacía potaje en una esquina de la plaza. Sólo con dar de comer a los vendedores y los recogedores de leña, tenía el negocio asegurado. A Bek le iría bien algo caliente, aunque lo mejor de todo era salir un rato. Por muy acogedora que fuese la pequeña habitación, empezaba a parecer una cárcel.

Puso al niño en el carro, bien abrigado, con una manta de más, hasta que sólo se le vieron los ojos grandes y grises.

—Pareces un conejo —dijo.

Él volvió a hacer el mismo ruido de antes con los labios y sonrió de oreja a oreja.

Cuando abrieron la puerta, les recibió una ráfaga de aire invernal. Anna empezó enseguida a arrepentirse. En cambio, el niño se rió de júbilo.

—Toma, ponte esto entre las rodillas —dijo ella, dejando al lado de las mantas el vaso con tapa que se calentaba en el brasero.

Luego podían tirar el agua caliente y usarlo para traer la sopa caliente, con la ventaja añadida de que daría calor al pequeño durante el camino de ida y el de vuelta.

Empujando la nieve acumulada en el umbral, salieron a un mundo blanco, tan prístino y puro que su belleza hizo que a Anna se le saltaran las lágrimas (a menos que fuera el frío). «Tonta», se dijo, recordándose que, como tantas cosas, no duraría; que por debajo de la nieve, las hojas secas se estaban pudriendo y se convertirían en una masa viscosa, y que el día en que se derritiera del todo, habría tanto barro y tanto estiércol que se hundiría hasta las rodillas. Pensó que lo puro nunca era duradero y se preguntó si también era así en el paraíso.

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