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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (50 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—Yo me quedo en la catedral para hacerle una visita de cortesía al obispo de Rochester. Hay que informarle de las sospechas que han recaído sobre su diócesis. Aunque dudo que las desconozca...

El sargento levantó las manos para ayudar a Anna a bajar del caballo.

—¿Dejamos a la prisionera en la cárcel de Newgate, excelencia?

El arzobispo la miró con mala cara.

—No, aunque es lo que se merecería esta arpía. Llévatela a la Torre Blanca, por respeto a la abadesa. Newgate no es lugar para una mujer culta ni para una mujer embarazada.

Sin embargo, en su voz no había ninguna compasión. ¿Era mejor la Torre Blanca? ¿Pensaban tratarla con un mínimo de humanidad?

El magnífico corcel blanco del arzobispo resopló de impaciencia, haciendo tintinear en el aire matinal las campanas de su suntuoso arnés de plata. El arzobispo lo dirigió hacia Boley Hill, donde estaba la gran catedral, y la pequeña comitiva carcelaria quedó reducida al sargento y dos hombres. La parte trasera del carro estaba llena de toneles. Anna iba sentada en el suelo, sobre una piel que le había dado el carretero. Este último sacudió las riendas y silbó a los dos caballos que tiraban del vehículo.

—¿Qué es la Torre Blanca? —le preguntó, levantando la voz para ser oída por encima del ruido de cascos.

—Es el palacio real de Londres —contestó el carretero por encima del hombro.

—¿Un palacio real?

—Dudo que en vuestro caso se refieran a los aposentos reales. Lo más probable es que acabéis en las mazmorras.

Anna sabía mucho de mazmorras. Había una en el
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, el castillo de la colina sobre el río Vltava, y circulaban historias sobre personas encerradas en ella de las que no se había vuelto a saber nada. Un viaje tan largo para acabar en una mazmorra, acusada de herejía y de algo peor... Al menos la muerte de Martin había sido rápida.

—Tranquila, que no estaréis sola. Al contrario. Dice su excelencia que probablemente tengan que construir una torre en Lambeth para todos los lolardos que planea atrapar en sus redes.

Anna cerró los ojos para protegerse del viento de marzo que le azotaba el rostro y le empañaba los ojos. El traqueteo del carro por los baches del camino le provocaba dolores en la base de la espalda. Se apoyó en un tonel. El aro de metal se le clavó en la espalda, pero al menos la aguantaba un poco.

El sargento que iba al trote junto al carro se reía con sus hombres, fijándose muy poco en Anna. El carretero fustigó a los caballos para que fueran más deprisa. ¿Y si se arrojaba a los cascos y las ruedas del carro? Al menos privaría al arzobispo y sus secuaces de la diversión. De todos modos, tenía la muerte asegurada. Sabía muy bien cómo terminaría todo.

«No, Anna, no lo sabes. El único que sabe cómo acabará todo es Dios. Deposita en él tu confianza. Piensa en tu bebé. Todo irá bien.»

No eran palabras suyas, sino de su abuelo. Ella no tenía ni su fe ni su valor.

Se pararon a comer en una posada del camino. No estaba hambrienta, pero tenía la vejiga a reventar.

—El retrete está al fondo.

El carretero le hizo una señal con la cabeza, sin necesidad de que se lo preguntara.

El sargento le desató la correa de las muñecas.

—Os vigilaremos por la ventana. Ni se os ocurra huir.

Anna miró el camino, donde el atardecer ya convertía los árboles en masas negras de aspecto peligroso. Corría menos peligro en la posada. Al menos el sargento la protegería de los salteadores. Querría entregar la mercancía intacta.

Después de prolongar lo máximo que se atrevió su estancia en el retrete, cuyo olor, por nauseabundo que fuera, prefería a la compañía de unos hombres tan rudos, entró en la sala cargada de humo. Los hombres del sargento no le prestaron atención. Se sentó al lado del carretero, buscando alguna cara amiga. No había ninguna mujer a quien acogerse, ni siquiera una posadera.

—Comed, señora —le dijo el hombre, arrancando la carne de un hueso de pollo—. Yo de vos aprovecharía.

—No tengo dinero —dijo Anna.

Él se rió.

—¿Qué os harán si no podéis pagar, encarcelaros?

Anna sonrió a su pesar.

—Bueno, tampoco tengo hambre —dijo.

Pensó en su hijo. Llevaba todo el día sin comer.

—Pan y queso, por favor.

—Serán dos peniques —dijo el tabernero al ponerle delante la comida.

—Pagará él —dijo Anna, señalando al sargento con la cabeza.

Al ver que daba un mordisco, el carretero le hizo un guiño de aprobación, pero sólo pudo comer un poquito de pan. Arrancó un aviso clavado a la mesa con un clavo, y al ver que estaba relativamente limpio, envolvió deprisa el resto de la comida y se la guardó en el bolsillo. A saber cuándo volvería a comer.

—Será mejor seguir, si queréis estar en Londres al anochecer —dijo el carretero.

El sargento pagó al posadero, y para alivio de Anna no discutió por el precio. Hasta le tendió una mano para ayudarla a subir al carro, donde, ahora que había estirado las piernas y que había hecho sus necesidades, pudo instalarse con más comodidad. Sin embargo, la opresión del crepúsculo despertó una desesperación tan grande que por unos instantes sintió latir el corazón en sus oídos como el día de la muerte de su abuelo. «Tranquila, Anna. Todo irá bien. Confía en Dios.» Oyó tan claramente la voz de
Dĕdeček
que estiró el brazo para tocarle, pero sólo encontró la madera astillada del gran tonel de cerveza.

Cuando entraron en la ciudad ya era prácticamente de noche y en las ventanas de las casas del puente de Londres parpadeaban luces.

—Aquello es la Torre Blanca, señora —dijo el carretero, señalando a la derecha.

El río estaba a la izquierda. Anna ya no lo veía, pero reconoció el olor de la sal debido al reflujo del mar. Río abajo, vio un gran barco iluminado en medio de la oscuridad y se preguntó quién podía permitirse encender tantas velas. ¿Cómo se mantenían en calor? Ella tenía escalofríos debajo del manto de lana y se encogía detrás de los toneles para protegerse del viento. Miró hacia donde señalaba el carretero. Había una gran muralla, que encerraba varias torres más grises que blancas. Creyó ver alguna que otra vela en lo más alto de ciertas torres, simples parpadeos en las sombras altas. Se oyeron risas en la barcaza del río, acompañadas por música y las cuerdas de un arpa y un laúd.

—Debe de ser la nueva barcaza del rey, que vuelve. A su majestad le gusta llevarse por el río a los dandis de la corte. Hay quien dice que se las da de músico.

—Da la vuelta hasta la entrada del muelle —dijo bruscamente el sargento—. Entraremos por la Puerta de los Traidores.

Un nombre de mal agüero y una visión de mal agüero, pensó Anna al contemplar la gran puerta de hierro, con escalones que bajaban hasta el río.

—¡Eh, celador! —exclamó el sargento—. Os traigo a una prisionera de parte de su ilustrísima Thomas Arundel, arzobispo de Canterbury.

La puerta se abrió rechinando.

El carretero dio unos latigazos al caballo, que se resistía a entrar. Anna tuvo un escalofrío de aprensión que nada tenía que ver con el viento frío de marzo.

Del río llegaban risas, seguidas por la aguda melodía de un caramillo.

—Bienvenida a la Cárcel de la Torre —dijo el celador al levantar las manos para ayudarla a bajar del carro.

XXXIV

No cabe duda de que fue el dinero lo que mató a los

judíos. Si hubieran sido pobres, y si los señores feudales no

hubieran estado en deuda con ellos, no habrían sido

quemados. Después del reparto de sus riquezas [...],

algunos dieron su parte [...] a la Iglesia, por consejo de su

confesor.

Jacob von Konigshofen
,

La cremación de los judíos de Estrasburgo

El hermano Gabriel llegó a la abadía al amanecer del tercer día, agotado y casi incoherente, rogando ser recibido en el aposento privado de la madre superiora. También la abadesa estaba agotada. Llevaba dos noches sin dormir. Pensaba constantemente en lo que le pudiera estar pasando a la joven a quien había dado albergue antes de involucrarla en su arriesgada empresa. La diferencia, respecto a tantos años atrás, estribaba en que no era culpa suya. Aparte de ofrecerse voluntariamente como copista, la muchacha se había delatado a sí misma.

Daba igual. Cada vez que cerraba los ojos, lo único que veía Kathryn era la cara de Anna cuando se la llevaban.

La cara de Anna, pero que no era la cara de Anna.

Ahora en su habitación estaba el hermano Gabriel, caminando arriba y abajo. Gracias a la luz de un alba gris que empezaba a filtrarse por la ventana, la abadesa vio que el hábito del sacerdote estaba lleno de arrugas y manchas del camino y que en su rostro había profundas ojeras.

—No me corresponde a mí juzgaros, padre, sino a alguien muy superior a mí. —La abadesa le compadecía profundamente. No lo podía evitar—. ¿Cómo os habéis enterado? —preguntó.

—Por un aviso en la puerta de una iglesia de Appledore. Su nombre aparecía en la lista de detenidos para ser interrogados en relación con la búsqueda de sir John.

La abadesa exhaló con fuerza.

—En el palacio de Lambeth no han perdido el tiempo —dijo—. Los copistas han trabajado mucho y los mensajeros han sido rápidos.

—El arzobispo está resuelto a hacer caer a lord Cobham. No quiere irse de este mundo sin haber erradicado a los lolardos y liberado de herejes a la Iglesia. Temo que sea muy duro con Anna para que implique a la abadía.

¿Duro? ¿Tan ignorante era el hermano respecto a los abusos cometidos por su propia Iglesia en el nombre de Dios?

—Si logran demostrar que la abadía ha estado suministrando textos de contrabando a sir John, tendrán pruebas de mucho peso contra él. —El hermano Gabriel se giró y adoptó una actitud casi belicosa—. Ya os había avisado. ¿Por qué no destruisteis los escritos?

La compasión de la abadesa le aconsejó ser paciente con su tono acusador.

—Ya lo hice. Los documentos los trajo ella misma. Me temo que aún no sabéis lo peor. Aparte de tener escondida una Biblia de Wycliffe en su arcón, también tenía una especie de libro de conjuros judíos. —Hizo una pausa—. Se mencionó la palabra «brujería».

—¡Santa Madre de Dios! —El hermano Gabriel subrayó sus palabras con un puñetazo en el roble de la mesa, limpia y ordenada—. Es una chica tonta y caprichosa. Ya se lo advertí cuando estábamos juntos en Francia.

Ya lo sabía, de ahí su rabia. La acusación de brujería daba mayores licencias para la tortura. Cuando el enemigo era el diablo, ¿qué más daba la cantidad de dolor que sintiera el cuerpo si se podía salvar el alma?

—Vos sois un hombre influyente, padre. El arzobispo os escucha. ¿No podéis interceder por ella?

El hermano se rió. Fue una risa triste y amarga.

—Muy inocente os veo, abadesa. Ésta es la gran misión de Arundel. Tiene el poder y la voluntad necesarios para destruir a cualquiera que amenace a su Iglesia. Y lo hará.

—Entonces conviene que sepáis otra cosa. Es posible que saberlo gane un poco de tiempo para Anna. También es posible que pese mucho en vuestra decisión de ser fiel a los unos o a los otros.

El hermano Gabriel se irguió, frotándose la base de la mano, que debía de dolerle.

—Anna espera un hijo.

Su piel se tiñó del mismo gris que el alba. La descomposición de un rostro humano no era un espectáculo agradable. Más valía acabar de una vez, arrancar lo que quedaba de la máscara y averiguar si detrás había un ser humano.

—El hijo es vuestro, padre. Anna está de cinco meses, y ya lo ha sentido moverse.

No lo negó. Tampoco lo confirmó. Se limitó a quedarse donde estaba, como quien ha recibido un bofetón, con la mirada aturdida y la expresión deshecha de incredulidad.

«¿Cómo puede sorprenderte tanto? —pensó ella—. ¿Cómo es posible que no se te ocurriera? ¿No te fijaste en que estaba más redonda? ¿Tanto te consumía el deseo al derramar tu simiente dentro de ella que no pensaste en esto? ¿O es que no te importaba, simplemente? Y encima te atreves a decir que la ingenua soy yo...» Tuvo ganas de decirlo en voz alta, pero ¿de qué servía acumular tanta culpa en sus hombros a esas alturas? Bastante culpabilidad había en el mundo.

Le dio la espalda. No estaba bien mirarle en un momento así. Sería como una intrusión en el más íntimo de los momentos. En la sala hacía el frío normal a aquella hora. La abadesa percibía el olor a humedad de la ceniza, mezclado con el de la tierra a principios de primavera, una fragancia de humedad y musgo. Fuera debían de estar creciendo los bulbos del jardín del claustro, formándose a la vida como el niño en el útero de Anna.

—Iré a ver al rey —dijo el hermano Gabriel—. Bolingbroke ya está enterrado en Westminster. El nuevo rey es amigo de sir John. Es la única manera.

Su voz sonaba débil e insegura, apoyada en la determinación absoluta de su voluntad.

«Al menos tiene un plan», pensó la abadesa, concibiendo nuevas esperanzas.

Se giró a mirarle, levantándose el velo para que se le vieran los ojos al decir las palabras que pensaba pronunciar.

Tuvo la impresión de que él ni siquiera se fijaba en las cicatrices de la mitad izquierda de su cara.

—Hermano Gabriel, ¿os dais cuenta de lo que significa que un hijo de la Santa Iglesia Romana se ponga del lado del rey y en contra del arzobispo?

Él la miró sin parpadear.

—Significa el final de mi ascenso en la Iglesia. —Y añadió en un tono que la abadesa sólo habría podido describir como lleno de descubrimientos, de algo semejante incluso al estupor, como si hasta entonces no hubiera empezado a comprender la verdad—: Y a mí ya no me importa.

—Podría significar algo más que el final de vuestro ascenso, e incluso que el de vuestro hábito dominico. Si el arzobispo descubre vuestra alianza con Anna, dirá que os ha embrujado, y también vos podríais ser sometido a sus artilugios salvadores de almas.

Pero Gabriel parecía impermeable a sus palabras, como si ahora que tenía una meta también hubiera encontrado el valor necesario y no tuviera tiempo para fruslerías como el riesgo personal. Las esperanzas de la abadesa aumentaron al ver lo deprisa que pensaba.

—Supongo que se llevaron los libros como prueba —dijo él—. Arundel siempre llega hasta el final. ¿Qué más se llevaron? ¿Sabéis si encontraron alguna otra cosa comprometedora?

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