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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (52 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—Pero no podemos dejar que...

—El hermano Gabriel ha ido a elevar una súplica al rey.

—¡El hermano Gabriel!

—Durante tu ausencia ha habido muchas novedades, amor mío. Pero ya se está haciendo de día. Tienes que irte. —Joan se levantó de la cama, envuelta en la sábana, porque tenía la carne de gallina—. Ya te lo contaré otro día. De momento, que sepas que el hermano Gabriel está haciendo todo lo posible en la corte para conseguir que pongan a la chica en libertad.

—Pero si yo creía...

—Chisss. ¿Has oído? Se están levantando los criados. Tienes que irte antes de que se enteren de que estás aquí. Los rumores corren como el rayo.

Le dio un beso de despedida. Pocos minutos después, cuando ya empezaba a entrar luz por la ventana, llamó Bridget a la puerta.

—Os traigo brasas para el fuego, señora.

—Pasa —dijo ella, acurrucándose otra vez en la cama.

La manta aún conservaba el calor de John.

Mientras Bridget atizaba el fuego, Joan oyó el ruido de cascos de un caballo que se alejaba rápidamente.

XXXV

Así pues, quien se resiste al poder gobernante

se resiste al orden de Dios [...]. Pues

cuando la voluntad del gobernante incurre

en crueldad para con sus súbditos, no es él

quien actúa, sino el ordenamiento de Dios...

Juan de Salisbury
(siglo XII)

En lo alto de la pared de la celda de Anna, dos saeteras dejaban de manifiesto la diversidad de usos del castillo. Cada mañana, se subía a la base de piedra que había entre el suelo y la pared para ver el mundo exterior. A veces, en la luz débil del atardecer, veía muchachas con trajes de colores y dandis de la corte con túnicas ribeteadas de piel y medias de seda jugando a los bolos en la gran explanada verde. Aquella mañana, al agarrarse a la repisa de piedra y ponerse de puntillas, sus dedos encontraron escarcha. Abajo no había nadie y el césped llevaba un manto helado. Lo único que se movía eran los cuervos de alas negras, que daban vueltas en el aire matinal. Era un mundo helado y silencioso. Ya no sonaban ni las campanas de Westminster, tras dos días de hacerlo incesantemente.

—Ha muerto el rey. Larga vida al príncipe Harry —gruñó, en respuesta a su pregunta, el viejo celador que le daba de comer una vez al día.

El primer día sólo le habían dado un poco de agua y de pan, pero ella, en vez de quejarse, le había dado las gracias educadamente al celador, consciente de que era su único vínculo con el exterior. Le había costado mucho contenerse —le dolía la lengua de tanto mordérsela—, pero al final su cortesía y su aparente mansedumbre habían obtenido recompensa. Al día siguiente mejoró la cantidad (que no la calidad), y al otro apareció un huevo junto con el pan. Hoy le habían traído una tajada grande de cordero hervido y dos rebanadas de pan, una de las cuales se guardó para más tarde.

Le dolían los puentes de los pies y le picaban los ojos por el humo de leña que subía desde las numerosas chimeneas del castillo. Bajó con precaución de la repisa de piedra para no perder el equilibrio y perjudicar al bebé. Pese a no tener fuego ante el que acurrucarse, había descubierto que una de las paredes daba a otra estancia con chimenea y que se filtraba un poco de calor por las piedras. Era la pared contra la que tenía puesto el catre. Se sentó en él, apoyando la espalda en la piedra tibia, y se arrebujó en su capa. Cerró los ojos y pensó en qué hacer con el resto del día. Sólo se podía dormir un determinado tiempo hasta que irrumpiesen los sueños.

Al cabo de un rato —no tenía ningún medio de contar las horas, a excepción de las franjas de luz que se proyectaban en el suelo de piedra por las dos ventanas estrechas—, oyó el ruido de la llave en la puerta.

—Parece que no os faltan amigos, señora. Ha llegado esta caja para vos. Pesa mucho para subirla por las escaleras.

Anna casi lloró al ver su arcón de viaje. Al menos no se habían olvidado de ella. En cuanto el viejo se fue —protestando en voz baja—, se abalanzó sobre el arcón y acarició el roble, respirando su aroma. Ropa limpia. Hundió la cara en las telas limpias y fragantes. «Vendería mi alma por un baño», pensó, antes de darse cuenta de que aún se oían los pasos arrastrados del celador en el pasillo.

Aporreó la puerta y gritó:

—¡Por favor, maese chambelán! Ya sé que es una molestia y que ya habéis sido muy bueno conmigo, pero si pudierais facilitarme un cuenquecito de agua para lavarme...

Poco después se abrió la tapa metálica del ventanuco de la puerta y apareció la cara llena de arrugas del celador (al menos la parte mal afeitada). Anna vio que movía la boca y le oyó musitar nuevas imprecaciones (algo sobre aires de grandeza). Después la cara desapareció.

Volvió al catre y apoyó con gran cuidado el peso creciente de su cuerpo, frotándose los brazos para entrar en calor. La camisa, que llevaba varios días puesta, olía a miedo y sudor. Sin embargo, no fue capaz de ponerse otra camisa limpia sin haberse lavado. Se planteó usar el vaso con agua de beber, pero bastante esfuerzo le costaba poner coto a su sed. Al menos tenía jabón y un trapo. Justo cuando estaba pensando que la próxima vez que lloviese empaparía el trapo con el agua de lluvia que se acumulaba en el suelo debajo de la saetera, oyó que se abría la puerta.

Aparecieron una jarra y una jofaina. Un portazo, y de nuevo la puerta cerrada.

Se lavó. Mientras se ponía la camisa limpia, oyó otra vez la cerradura. Se echó la capa en los hombros para que no la viera de aquel modo el celador, pero era una vieja.

—Vengo a vaciar el orinal —dijo, cogiendo el de la esquina, que olía fatal.

«Bueno, una preocupación de menos», pensó Anna.

—Los martes y sábados —silbó la vieja por los huecos donde debería haber habido dientes.

Otra.

—¿Sería demasiada molestia dejar abierta la ventanita de la puerta, buena mujer? Así el aire sería un poco menos asfixiante.

La vieja bruja se la quedó mirando con unos ojos llenos de malicia, antes de contestar:

—Descuidad, señorita. También me llevaré la camisa sucia a la lavandería del castillo.

Anna tuvo escalofríos al pensar que, si la vieja quería su camisa sucia, debía estar más desesperada que ella. A menos que realmente hubiese una lavandería en el castillo, donde se restregaran e hirvieran las montañas de ropa sucia de sus ocupantes... En ambos casos, lo más probable era que no volviera a ver el camisón.

—Espero que no seáis de las que sangran mucho, porque nos lo pondría más difícil a las dos —dijo la anciana, echándose al hombro el camisón sucio y saliendo de espaldas por la puerta, con el orinal entre las manos.

Regresó al cabo de unos segundos. Probablemente se hubiera limitado a arrojar el contenido por la ventana que le fuera más cómoda.

—Gracias por vaciármelo, y tranquila, que no sangraré —dijo Anna para tranquilizarla; al menos con regularidad, si se tenían en cuenta las palabras de Gilberto el Inglés sobre eventuales manchados—. Estoy embarazada.

—Ah... Pues podéis estar contenta, señorita, así ganaréis unas semanas. —Evaluó a Anna con la mirada—. Puede que hasta unos meses...

Lo dijo con la misma naturalidad que si hablase del precio de los cereales.

—Los inquilinos de esta celda no suelen quedarse mucho tiempo. —Cruzó su rostro una expresión compasiva—. Os traeré un cojín para la espalda. Lo dejó al otro lado un señor muy elegante. A él no le tocó la horca, sino el hacha. Era de la nobleza, como casi todos los de aquí. El resto va a Newgate o a Clink. —Intentó arreglarlo, como si se diera cuenta de que sus palabras no eran de gran consuelo—. También os traeré agua limpia los jueves y los sábados para que podáis bañaros. Normalmente me dan algunos peniques por el peso de más, pero no os preocupéis, que ya me doy cuenta de que probablemente no tengáis ni un triste ochavo; si no, en esta pocilga ya habría bastantes más comodidades. —Obsequió a la joven con una sonrisa desdentada—. Lo haré por el pequeñín que tenéis en la barriga.

De nuevo sola, Anna se quedó mucho rato sentada, con las manos en la barriga, que ya tensaba demasiado el camisón, pensando en el «pequeñín» que llevaba dentro. Rodó por su mejilla una lágrima muy caliente.

«Ahora no te pongas a lloriquear, Anna. —Miró el arcón puesto en el suelo—. Podría ser peor. Amigos no te faltan.»

Cogió el cepillo e hizo una mueca al forzarlo por la masa enredada de su pelo.

* * * * *

—La guerra contra Francia, mi señor. Es una sangría para el tesoro. También está la cuestión de los lolardos. Arundel quiere...

La respuesta de Harry a su nuevo lord canciller fue brusca.

—Arundel no es el rey.

—Con todo respeto, majestad, tampoco vos lo sois mientras el arzobispo de Canterbury no haya depositado la corona en vuestra cabeza y no os haya dado la bendición de Roma.

—No deja de ser curioso que seas tú quien abogue por el arzobispo, cuando sabes perfectamente que ya está enfadado conmigo por haberte nombrado canciller.

Era una manera de poner en su sitio a Beaufort.

—Soy consciente de ello, mi señor, y aunque me duela pensar en los problemas que haya podido ocasionar mi nombramiento, os aseguro que mis fieles servicios lo compensarán de sobra. Es más: si en este caso adopto la postura de Arundel, es para demostraros mi lealtad. Ya sabéis que los lolardos predican contra la venta de las indulgencias papales. Me permito hacer constar a vuestra majestad que la pérdida de los ingresos de la venta de dichas indulgencias empobrecería aún más vuestro tesoro, el cual se halla ya en las últimas a causa de las guerras francesas.

Harry sabía que era cierto.

—También predican contra las peregrinaciones, que aportan mucho al tesoro —dijo.

—¡Exactamente, majestad! Tenéis razón. Si mañana mismo desaparecieran todos los santuarios y dejaran de viajar los peregrinos, los vendedores de insignias se quedarían sin clientes, al igual que las tabernas y posadas. ¿Qué sería entonces de la economía de Inglaterra? No por ser santo deja de ser comercio, mi señor.

Harry cambió de postura, incómodo en su gran silla de respaldo alto.

—Sí, sí, ya lo sé, tío, pero él quiere una orden de arresto contra sir John y, por muchas habladurías que corran, no se trata de ningún bufón incontinente, sino de un noble y valeroso señor que ha servido bien y con honor a Inglaterra.

—Sir John no os deja alternativa. Ya leísteis la declaración que envió en respuesta a la citación eclesiástica. ¡Era una profesión de herejía descarada!

A Harry se le escapó la risa.

—Tendréis que admitir que tiene unos huevos de toro, tío.

—Pues Arundel querría convertirlo en buey. Hay testigos. Entre estos muros, sin ir más lejos, espera ser interrogada una. ¿Tenéis alguna duda de que facilitará pruebas de lo que quieran sus interrogadores? No se trata de la valentía de sir John, majestad, sino de su ortodoxia y su fidelidad al rey. Os conmino a prescindir del lujo de la amistad y a plantearos seriamente la firma de la orden de arresto.

—¿Y mi lealtad a un amigo?

—No le debéis más de lo que podáis darle. No le debéis Inglaterra. Los reyes no tienen amigos. A quien debe ser fiel sir John es a su reino.

—Oyéndoos, parece tan grave una simple pizca de heterodoxia religiosa... ¿Y todo eso sólo porque hay unos cuantos que quieren leer la Biblia por su cuenta y que se inclinan por interpretarla de otro modo?

—Sí, es grave. Siempre que se ha predicado la doctrina lolarda, ha habido revueltas. A los plebeyos, la lectura directa de la Palabra les da sensación de poder. Ya no se fían de la Iglesia. Dicen que sólo responden ante Jesucristo, no ante el arzobispo. —El canciller hizo una pausa para cargar de significado sus siguientes palabras—. Ni ante el rey.

—Pero ¿no les dice la Biblia que el rey gobierna por derecho divino y que debe ser obedecido?

—Personalmente, yo no la he leído, mi señor, pero al parecer no es así.

—¡Pero es que estamos hablando de sir John Oldcastle, lord Cobham! ¡No de un cura alborotador! ¡Por los clavos de Cristo, tío, que tiene un escaño en el Parlamento!

El canciller suspiró.

—Firmad la orden, majestad. Dejad que le traigan bajo arresto, y quizá podáis convencerle de que se retracte, por el vínculo que compartís. De lo contrario, será él, y no vos, quien quebrante ese vínculo.

Les interrumpieron unos golpes suaves en la puerta. Se agradecían.

Era el chambelán, doblado por la cintura.

—Alteza, está aquí el armero. Me pedisteis que os avisara. También hay alguien más, un tal hermano Gabriel, que pide hablar con vos sobre algo urgente.

—¿Un clérigo, decís?

—Sí, majestad. Me ha pedido que, a guisa de presentación, os diga que estaba en el consejo sobre el problema de la herejía que se celebró en el palacio de Lambeth.

Harry frunció el entrecejo. Problema sobre problema, seguro. Sería mejor acabar de una vez.

—Hazles entrar a los dos —dijo—. Oiremos al cura mientras nos toma las medidas el armero.

Beaufort sonrió.

—¿Una nueva armadura, majestad?

—Sí, y esperemos que no pese tanto como la corona.

XXXVI

Pero cuando no puede consolarte nadie más

que Dios, ciertamente que entonces Dios te

consuela, y con él te consuela todo lo que es

alegría.

De un sermón del siglo XIV del

maestro
Eckhart
, místico alemán

Anna llevaba cinco días en la cárcel de la torre y aún no había ido nadie a interrogarla o acusarla formalmente. ¿Por qué? ¿Porque sus torturadores hacían tiempo para usar en contra de ella sus propios temores? ¿O porque se habían olvidado de ella? De noche, su sueño estaba poblado de imágenes de pesadilla: mujeres gritando y retorciéndose sobre las llamas, cabezas sin cuerpo —la suya y la de Martin goteando sangre sobre picas, en el río Vltava... Y círculos de cuervos negros, no de gaviotas.

Cada mañana pensaba: «Será hoy», y rezaba para tener la valentía de no poner en peligro a sir John y la abadesa. Cada noche pensaba: «Será esta noche. Vendrán de noche como los soldados de Getsemaní, con un parpadeo de horror en sus antorchas, para arrastrarme por la escalera de caracol».

Se estaba consumiendo un día más, y Anna aún esperaba.

Estaba sentada en su catre, apoyando la espalda dolorida en el magnífico cojín de seda del noble decapitado. La oscuridad perpetua de la celda se hizo más densa. En lo alto, al otro lado de la rendija añil, ya se veía el lucero de la tarde. Había sido un día más cálido. La celda olía un poco mejor, gracias a la brisa creada entre la ventana abierta de la puerta y la saetera. La luz de una sola e inestimable vela impedía que la noche irrumpiese a destiempo, pero era insuficiente para la labor de Anna.

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