La comerciante de libros (53 page)

Read La comerciante de libros Online

Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
10.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

No sólo la luz, sino su propia destreza. Deshacer y rehacer las costuras era un trabajo más tedioso y sangriento que el fallido bordado de las insignias de peregrino. A aquel proyecto había renunciado, pero difícilmente podía renunciar al que tenía entre manos, ya que de lo contrario debería desgarrar el camisón para dejar un mínimo de espacio al niño que crecía. Los vestidos de talle alto se podían aprovechar, pero no la ropa interior, más estrecha. Abriendo un poco las costuras sólo ganaba unas semanas.

«Unas semanas», había dicho la anciana. «Dios, por favor; en nombre de Jesús Santísimo, Señor y Salvador de todos nosotros, que sea suficiente. No dejes que mi hijo nazca en esta hedionda ratonera», rezó Anna. Rezar, eso era lo que hacía cuando no daba pinchazos a la tela y a sus pulgares; rezar y recitar de memoria los versos tantas veces copiados por su mano. En el fondo no podía decir que la consolaran mucho —pocos consuelos le brindaba aquel lugar—, pero tenía que reconocer que sin ellos no habría soportado el hedor, la incomodidad y el miedo.

Había compuesto mentalmente oraciones largas y complejas, que traducía al latín, al inglés y al checo. «¿Qué idioma es más de tu agrado, Dios mío? A menos que, como decía mi abuelo, puedas leer mi corazón y no necesites ningún idioma... Pues si puedes leer mi corazón, Señor, sabrás que está roto en todos los idiomas y que necesito un milagro como sólo tú puedes hacerlo.»

Entonces se acordó de Jetta. En respuesta a aquella plegaria no había acudido ningún ángel, a menos que el ángel hubiera debido ser Anna, vacilante y temblorosa de miedo a la orilla del río mientras Jetta se hundía bajo las aguas... Se avergonzó al recordarlo. «Si has elegido a un ángel terrenal para que se haga tu voluntad, Señor, esta vez elige mejor. No le dejes ser tan cobarde como yo. —Y siempre añadía—: Si no lo haces por mí, Señor, hazlo por la vida inocente que llevo dentro.»

Rimaba con plegarias la costura, o las plegarias con costura. Sus conversaciones con Dios se habían vuelto algo tan familiar que a veces se dirigía a él en voz alta, como si estuviera sentado a su lado, en la cama. A veces le gritaba: «¿Por qué?». Otras veces su voz era un quejido y sólo tenía ganas de acurrucarse en su amor. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.»

—Soy yo, Señor. Soy Anna. Estoy aquí. Estoy sobrecargada y estoy esperando. —Y después, tiritando en su colchón de paja, exclamaba—: ¡Abba, padre!

¿Era a lo que se refería el apóstol san Pablo con rezar sin descanso? ¿O acaso Dios consideraría blasfema tanta familiaridad? Se le apareció la vaga imagen de las monjas rezando y de los rituales del oficio. ¿Y si su abuelo no tenía razón? ¿Y si a Dios le ofendía un lenguaje tan sencillo? ¿Y si consideraba indignos sus rezos desde un lugar tan fétido? Pero entonces se acordó de Getsemaní. Cristo, en su hora más acuciante, no había ido a rezar al templo.

«Sí, pero mira qué le pasó», susurró el diablo en su cabeza.

Sintió moverse al niño dentro de su cuerpo y contuvo el aliento con un pequeño sobresalto de dicha inesperada, como cada vez que sentía agitarse algo en su útero. Se puso las manos sobre la barriga para tranquilizarle.

—Calma, pequeñito, que todo irá bien.

El movimiento cesó. Anna trató de apaciguar sus pensamientos imaginando un cuerpo muy pequeño encogido dentro de ella, por si su hijo, como Dios, no escuchaba sus palabras, sino su corazón.

Ya eran las últimas puntadas. Inclinó la cabeza para cortar el hilo con los dientes. La puerta crujió al girar en su bisagra.

—¿Ya es sábado? —preguntó sin mirar hacia arriba—. Espero ser la última de vuestra ronda, para que podamos hablar un poco. He notado que se movía el bebé...

—No, aún es jueves. Os traigo visita, señora.

El faldón negro del hábito del visitante al arrastrarse por el suelo le recordó a los cuervos que se posaban en las almenas de las torres. Los cuervos de sus sueños.

—No necesito ningún cura.

Levantó la cabeza para enfrentarse al intruso.

La luz de la vela no llegaba hasta él. Tenía puesta la capucha, con la cara a oscuras, como las pinturas que había visto Anna de la muerte. ¿Venía para eso, para confesarla antes del suplicio? ¿Ya estaba a punto de empezar? Se puso las manos en la barriga, en un gesto instintivo de protección.

—Ya podéis iros, buena mujer —dijo el visitante, con tono autoritario de clérigo.

¡Anna reconoció el timbre de su voz!

Su corazón empezó a latir como loco.

—¡No! No le dejéis aquí conmigo. ¡Ya os he dicho que no necesito ningún cura!

—Estaré al fondo del pasillo, padre. Cuando queráis salir, gritad.

La vieja salió y cerró la puerta.

El visitante avanzó un poco y se quitó la capucha.

—Anna, por favor, no tengas miedo —le rogó—. ¡Vengo a ayudarte!

Penetró en el pequeño círculo de luz, tendiendo un brazo hacia su mano.

Ella dejó caer la prenda y se encogió.

—¡No me toques! ¡Ya me has ayudado bastante!

Él bajó la mano.

—Me puedo creer que seas bruja —dijo en voz baja—. Me tienes totalmente hechizado.

—¡Pues entonces, padre, abracadabra! ¡Te libero! —replicó ella con tono sibilante, haciendo una ridícula caricatura con los brazos en el aire—. Si fuera bruja, te habría convertido en el bicho rastrero que eres. ¿En qué, en un sapo? ¡No, en una serpiente! Una serpiente de lengua bífida que cambia de piel con la misma facilidad con la que dice mentiras.

Él se sentó a su lado con la cabeza en las manos. Anna se apartó. Entonces él levantó la cabeza y dijo sin mirarla, hablando con sus propias manos:

—Es que es el problema, Anna, que no puedes liberarme; estás en mi sangre, en mis huesos y en mis tendones. Mi alma está infectada por ti. Sólo puede liberarme Dios, y no lo ha hecho.

Anna percibió la amargura de su propia carcajada. De haber podido, habría dejado de reírse.

—¡Qué bien habláis para seducir a una doncella que ya no es doncella por culpa de vuestras argucias, hermano Gabriel! Primero soy una bruja, y ahora la peste. Mirad a vuestro alrededor, hermano, padre o cual sea el título eclesiástico que prefiráis. Oled el aire fétido que respiro. Sentid el frío de estos muros duros y rasposos. Todo es obra vuestra. ¡Me delatasteis por vuestra Iglesia! ¡Espero que os haya granjeado la recompensa que anhelabais!

Gabriel no replicó a su ira. Ni siquiera levantó la voz.

—Me contó la abadesa que estabas embarazada —se limitó a decir.

—También es obra vuestra. —Las palabras de Anna cayeron como piedras en el silencio. De todos modos, ya se le había pasado la saña de arpía, y las dijo sin alterarse—. Vete. Ya te he dicho que no necesito ningún cura. De hecho, tú eres un falso cura. Rompiste tu voto de celibato y vendes lo que no te corresponde vender. Vendes la misericordia que da Dios a todos los que se la piden, sin exigir nada a cambio. Vete a traficar en otra parte con tus gracias, que yo no tengo monedas para pagarte.

—Ya no lo hago.

—¿Que ya no lo haces? Pues todavía vistes el hábito. Todavía llevas las indulgencias.

Anna señaló la bolsa de seda negra que colgaba de la cintura de Gabriel, la que contenía los recibos de remisión.

—Sólo para poder entrar aquí; sólo para que me reciba el rey, a quien he acudido hoy para suplicarle que seas liberada.

Anna sintió a la vez el vértigo de la esperanza y el gran peso del temor a que, viniendo de quien venía, todo fuera una esperanza falsa, tanto como sus perdones de papel. Le dio la espalda para mirar por la rendija de cielo cuyo azul se había oscurecido, y que era como una gran «i» iluminada en la pared de piedra: la «i» de ilegítimo, como el niño que había brotado en su seno.

—Mi hijo no nacerá bastardo —dijo Gabriel a sus espaldas—. Tampoco será un títere de la Iglesia.

Anna nunca le había oído un tono tan amargo. ¿Amargura por qué causa?

—El rey ha prometido estudiar tu caso. Debo verle de nuevo mañana o pasado mañana para conocer la respuesta. Entonces aún llevaré el hábito. Si te niega su clemencia, deberé dejármelo puesto para que me permitan verte. Si te libera, renunciaré a mi vocación y me casaré contigo. Nos iremos, quizá a Reims, donde fuimos felices.

Anna no podía respirar. ¿Se atrevería a confiar en él? ¿Y si era un truco, un simple y malvado ardid? Gabriel ya la había traicionado una vez. Se giró para intentar leer un poco de verdad en sus ojos. Él tendió un brazo. El contacto fue como un hierro candente. Anna retiró la mano.

—¿Y si no me libera? Además, hermano Gabriel, aunque el rey me soltase, debéis saber que mi perdón no se compra a tan bajo precio como las remisiones que lleváis en vuestra bolsa papal. Jamás volveréis a tocarme si no es por mi propia voluntad.

Él retiró la mano y la miró a los ojos sin flaquear.

—Está bien. Si es mi penitencia, la cumpliré. Nunca volveré a tocarte sin tu consentimiento. —Se levantó para acercarse a la puerta y llamar por la reja de la ventana—. ¡Celador, tráenos un brasero pequeño, que aquí dentro hace un frío que pela!

El celador entró con un cubo de brasas encendidas.

—En aquella pared hay un hueco y un tiro para el humo —dijo, señalando la base derecha de la pared en la que Anna tenía apoyada la espalda.

Abrió una rejilla, empujó las brasas hacia dentro y las atizó con un palo.

—Aún no hemos acabado del todo —dijo Gabriel con su voz de clérigo—. Ya te llamaré.

Anna no dijo nada. Dentro de ella se movía el bebé. El viejo se fue arrastrando los pies, sin cerrar del todo la puerta. Gabriel acabó de cerrarla, pero no se oyó ningún ruido metálico, ni de llaves girando en la cerradura. Cuánta autoridad investida por el hábito, pensó Anna... ¿Renunciaría Gabriel a aquel estatus y a aquel poder por otro ser humano? El altruismo no era una de las características por las que destacaba el clero más poderoso.

El niño estaba inquieto. Daba tantas patadas dentro de ella, que no pudo aguantarse una risa de placer.

—Tu hijo oye tu voz y se mueve. ¿Quieres tocarlo?

—¿Significa que me das tu consentimiento?

Los ojos que miraban a Anna eran los de VanClef, al menos un momento, antes de ser sustituidos por la mirada del cura, más fría y perspicaz.

—Sólo para que apoyéis vuestras manos y le bendigáis, hermano Gabriel.

Se giró, sacudiendo la cabeza.

—No soy digno de bendecirle.

¿Sería por eso o porque no quería bendecirle? Ambas posibilidades entristecieron a Anna. También se sorprendió de poder sentir compasión por alguien a quien tanto despreciaba como prelado romano.

Gabriel abrió la bolsa, sacó las indulgencias y, arrodillado junto al pequeño brasero, echó una al fuego.

—¿Qué haces? —Anna sintió crecer el pánico en su interior—. No, no puedes...

¡Era lo mismo por lo que había muerto Martin! Quemar indulgencias papales.

—No lo hagas. Por mí no. No quiero que... No renuncies a tu fe por mí. Yo no renunciaría a la mía por ti.

—Será que tu fe es más fuerte. —Gabriel echó otra indulgencia a las llamas—. O tu amor más débil —añadió al lanzar un puñado al fuego. Lo siguiente lo dijo sin mirarla, pero bastante fuerte para ser oído—. Con esto, Anna Bookman de Praga, yo, Gabriel, te prometo matrimonio.

El fuego saltó muy azul en su centro. Gabriel arrojó a las llamas el último papel, seguido por la bolsa. El fuego chisporroteó y estuvo a punto de ser sofocado por la bolsa de terciopelo.

—¡No! ¡No lo hagas!

Anna se puso de rodillas a su lado y quiso rescatar la bolsa papal, pero Gabriel se lo impidió. La joven lloraba a lágrima viva, acumulando sal en las comisuras de los labios. Cerró los ojos para ahuyentar la visión que se formó en sus párpados: tres picas en el puente sobre el Vltava. Sin embargo, esta vez en la del medio no estarían los rizos oscuros de Martin. Sintió en su mejilla el calor de las llamas y respiró el olor punzante del humo de la tela, pero no se levantó. Era consciente de que se cernía sobre ella la gran sombra negra de Gabriel.

—Anna... —dijo él en voz baja, suavemente, con un tono lleno de emoción, pero ella no se podía mover—. Anna, no tengas miedo. Tengo grandes esperanzas de que sea posible convencer al rey de que te deje en libertad. Le ha pedido al arzobispo ver las pruebas. Yo le dije que no recordaba en qué mesa cogí los textos prohibidos. No pienso dar pruebas contra ti. Dije que me parecía que la abadía sólo copiaba textos heréticos muy de vez en cuando para algún cliente lolardo, quizá sin saberlo. La abadesa también está decidida a protegerte. Yo le he rogado al rey que te perdone por los libros hallados en tu posesión. ¿Anna? ¿No vas a mirarme?

No, no le miraría. Estaba paralizada de miedo, miedo a ver los ojos de VanClef el día de su despedida en Reims, cuando le prometió volver...

Después de un rato oyó el roce del hábito en el suelo y sintió alejarse la sombra de Gabriel. Abrió los ojos justo cuando se cerraba la puerta. Estaba sola en la celda.

Se dijo que había sido una visión creada por el miedo.

Las brasas, sin embargo, consumían los restos de la bolsa de terciopelo, aliviando un poco el frío de la sala de piedra.

Trató de evocar la imagen de los dos, ella y VanClef, felices en la casita de la rue de Saint Luc, pero fue inútil; era un recuerdo totalmente borrado, como palabras raspadas en un pergamino usado.

* * * * *

Harry se puso cómodo en la silla, a la vez que se armaba de valor para el polémico consejo matinal. Sabía que el predicador dominico llevaba dos semanas en la antecámara, esperando la respuesta a su petición, pero el rey tenía mucho en que pensar, sobre todo en el delfín de Francia. Enrique V, rey de Inglaterra... y de Francia. Le gustaba cómo sonaba. Algunos de sus consejeros le recomendaban entablar negociaciones de paz, mientras que otros preferían la guerra. Harry les escuchaba a todos, pero se inclinaba por la guerra. Su fuerte no era la diplomacia, sino el campo de batalla.

También estaba el tema de sir John. Ya había leído todas las pruebas, y a sir John le condenaban sus propias palabras. ¡Se calificaba a sí mismo de hereje! A Harry no le quedaría más remedio que firmar la orden de arresto que tanto deseaba Arundel. Era la única manera de contar con la bendición del arzobispo, y ¿cómo gobernar sin ella? Sería vaciar de su sustancia el sueño de Enrique V de Inglaterra y Francia. Aun así, no podía hacer esperar más tiempo al fraile. A propósito, ¿a qué venía tanto interés por la joven? Por ahí había alguna historia... Pero no le interesaba. Harry era un hombre de armas, no de amores.

Other books

Who's Your Alpha? by Vicky Burkholder
A Is for Alibi by Grafton, Sue
The Spinster's Secret by Emily Larkin
Tracker by Gary Paulsen
Other Women by Lisa Alther
The Critchfield Locket by Sheila M. Rogers