Read La comerciante de libros Online

Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (57 page)

BOOK: La comerciante de libros
3.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Según Anna, tenía facilidad para los disfraces. ¿Sería verdad? En el fondo, ¿qué había debajo de la piel de Gabriel? ¿Un hombre con creencias, valentía y honor? ¿O un simple actor de pantomima, que adoptaba la forma y pronunciaba las palabras que le dictaba su disfraz? De joven, cuando vivía en el mundo aislado del monasterio, había adoptado las creencias de sus habitantes, creyéndolas suyas; pero la fe, a diferencia de las cucharas de plata y los libros de valor, no era algo que pudiera heredarse. Una fe así, en el crisol de la vida, se deshacía en cenizas con la misma facilidad que sus indulgencias de papel.

¿Cómo podía ser tan fuerte la fe de Anna? Por no hablar del cura lolardo que le había echado un sermón... ¡Y qué decir de sir John y lady Joan, y de la anciana abadesa! ¿Dónde encontraban todos la valentía moral de cuestionar la autoridad ordenada de siglos de sabiduría recibida?

En el fondo del arcón estaban el cilicio y la «disciplina». Cogió el pequeño látigo y se azotó la palma de una mano. Su disciplina mental era tan fuerte que apenas sintió la punzada. Aun así le dejó un verdugón, que le recordó al sinfín de peregrinos, de flagelantes sin dinero para pagarse la penitencia, que cruzaban descalzos los pueblos y ciudades, azotándose la espalda hasta sangrar, mientras las mujeres corrían a recoger su sangre y a embadurnarse con ella la cara porque alguien les había dicho que era sagrada.

Tiró el látigo a la otra punta de la habitación. La tira de cuero trenzado, con trocitos de hueso a guisa de garras, hizo un ruido sibilante al caer entre los juncos. ¿En qué pasaje de la Biblia ponía que Cristo y los apóstoles mutilasen su propio cuerpo? ¿No se habían encargado de ello otras personas? ¿No había siempre otras personas dispuestas a tratar del mismo modo al hombre o la mujer que buscasen el camino estrecho?

Gabriel era capaz de citar páginas enteras del catecismo en latín y de leer en griego a los filósofos antiguos, pero no podía evocar ni un solo versículo de la palabra de Cristo que le reconfortase. En sus prédicas se había explayado sobre el fuego del infierno y la condenación, a la vez que ofrecía la gracia a las pobres almas que se debatían en el cieno de los pecados propios y ajenos. Algo sobre lo que nunca había predicado, pero que necesitaba ahora intensamente, era un Dios personal; necesitaba intensamente una presencia que le acompañase como un amigo, un Espíritu Santo que reconfortase de veras, no algún mágico encantamiento en latín, o letanía piadosa, o papelito decorado con el sello del Papa. ¿Existía realmente un ser así? Y, en caso afirmativo, ¿cómo encontrarlo?

Se acostó atravesado en la cama y cerró los ojos. Una de dos: o Anna venía por la mañana —Anna o alguna parte de ella que acudiese reticente— o no venía. En ambos casos, el Gabriel que saliera del convento no sería el mismo Gabriel. Para el hijo de Jane Paul, de Southwark, la mañana de Pascua sería un nuevo principio.

* * * * *

A media mañana, el padre Gabriel esperaba a solas en la pequeña capilla del castillo de Cobham, reflexionando aún sobre lo hecho y lo a punto de hacerse. Pero no estuvo solo mucho tiempo.

—¿Estabais en el servicio del alba? —preguntó lady Joan al entrar, cargada con más ramas floridas de manzano y con una especie de prenda. Dejó las ramas al lado del cáliz y los candeleras, sobre una tela morada—. No os he visto, pero la verdad es que ahora mismo casi no os reconocía. Con esas calzas y ese simple jubón, pasáis desapercibido entre la multitud.

—Estoy buscando al hombre sencillo que llevo dentro —dijo él.

—¡Pero si es el día de vuestra boda! No dejéis que sea demasiado sencilla. Tened. —Lady Joan le tendió la prenda—. Os he traído esta sobreveste. Es una de las de John. Anoche le metió las costuras la costurera.

Gabriel se lo puso, encogiéndose de hombros. Lady Joan alisó el ribete de armiño y retrocedió para estudiar el resultado.

—Todavía cuelga un poco, pero es digno de un novio.

—Os lo agradezco, lady Cobham. Aparte del hábito eclesiástico, la única ropa que tengo son estas calzas y esta túnica que compré anoche.

—Pues os sientan muy bien, mejor que el hábito negro.

En ese momento apareció en la puerta abierta una silueta, que apagó un poco la luz de la sala. Al alzar la mirada, Gabriel vio a un ángel de espesa y rizada cabellera que caía por su espalda y sus hombros. Llevaba cubierta la cabeza con un velo de gasa, sujeto con una pequeña corona de flores. El vestido era el de brocado azul.

«Señor, que nunca me olvide de haberla visto así en toda mi vida.»

Era la primera vez que Gabriel rezaba en inglés, y le sorprendió lo fácilmente que se formaban las palabras dentro de su pensamiento.

* * * * *

—Lo siento. Creía que no habría nadie en la capilla...

Anna forzó la vista para ver en la penumbra.

—¡Estás guapísima!

Reconoció la voz de lady Cobham, pero estaba con alguien más, alguien a quien la oscuridad hacía difícil reconocer. Tal vez un campesino. Hasta los curas lolardos llevaban hábitos.

—Ya me temía que no vendrías.

Era la voz de VanClef. O del hermano Gabriel. Ni la una ni la otra. O las dos a la vez.

La vista de Anna se acostumbró a la oscuridad. Gabriel llevaba ropa laica.

—Ya es bastante duro abrirse camino en el mundo. Mi hijo no entrará en él con la vergüenza de ser bastardo.

—Nuestro hijo, Anna.

—Tengo que ir a ver si ya están listos los preparativos para el convite —murmuró lady Cobham, y cruzó la puerta antes de que Anna pudiera protestar.

—Bueno —dijo la joven, rompiendo un silencio incómodo—, deduzco de vuestro modo de vestir que no ha sido invitado el arzobispo.

Le salió un tono más malévolo de lo que pretendía.

—De momento es necesario mantener en secreto nuestro matrimonio, para protegeros a ti y al bebé de los enemigos que me ganaré con esta acción, pero nuestros votos serán presenciados por los campesinos y el séquito de lord Cobham. Habrá una misa nupcial. Ha accedido a casarnos un cura lolardo. Así te sentirás vinculada por la promesa.

—Sí, pero ¿y a vos?

—Yo mi promesa te la hago a ti en presencia de Dios y de nuestros testigos.

Anna entró un poco más en la capilla para verle la cara.

—Bien dicho, pero tengo que decirte algo, herma... Gabriel, algo que quizá te haga retirar el juramento que hiciste por desconocimiento, pero que no puedo callar porque sería una vileza. Es mejor que nuestro hijo sea bastardo que darle una madre sin honor.

Oyéndose, le sorprendió hasta qué punto el pequeño discurso podía haber sido pronunciado por su abuelo.

Se tocó la cruz del collar, palpando las puntas de la estrella. ¿Se fiaba bastante de Gabriel para decírselo? Su orden había perseguido a los judíos durante mucho tiempo. El simple hecho de tener sangre judía la exponía a ser expulsada de Inglaterra, su único hogar. Sin embargo, ¿cómo podía casarse con Gabriel llevando en la conciencia un secreto de aquellas características? Sería pecar de hipócrita, ella que le había censurado a él por su engaño... Casi deseó que la abadesa no se lo hubiera contado.

—Mi abuela era judía.

Observó atentamente a Gabriel, por si se delataba frunciendo el entrecejo o arrugando la frente, pero lo único que vio fue un levísimo temblor en un párpado. Su mirada se mantuvo igual de firme, directa y franca.

—Mi madre era prostituta y mi padre un fraile corrupto, incluso para los criterios de la propia Iglesia. ¿Qué tienen que ver con nosotros?

—Tienen mucho que ver con nosotros —contestó ella serenamente. Sus palabras estaban limpias de amargura, a causa de la prontitud de la respuesta de Gabriel—. Tenemos que entender de dónde venimos para saber adónde vamos.

—Entonces, ¿se lo dirás a nuestro hijo? ¿Le dirás que tiene sangre judía?

De repente, Anna volvió a ver al niño judío junto a la muralla de Judenstadt, con su ridículo sombrero y con sus lágrimas. También oyó las burlas de los otros niños.

—No..., no lo sé. Duele tanto saberlo...

—Lo decidiremos juntos —dijo él.

«Juntos.» ¡Qué ganas de creérselo!

—Tú no te fías de mí —dijo Gabriel—, te lo veo en la cara. Pero te ruego que recuerdes que no era yo el único disfrazado, Anna. Tú no eras viuda. Lo que tomé aquella noche, en nuestro pequeño nido de amor de la rue de Saint Luc, fue la virtud de una doncella.

Anna quiso explicarse, pero él levantó una mano.

—Soy consciente de que entre tú y yo deben pasar muchas cosas antes de que pueda nacer la confianza. Ya te prometí que no exigiré el pago de la deuda matrimonial, ni seré yo quien la pague antes de que haya vuelto a instalarse la confianza entre los dos.

Toda la capilla olía a flores de manzano. Anna se sentó al lado de Gabriel, en el único banco.

—Yo no tengo dote —dijo.

Él se rió.

—Ni yo otras riquezas que ofrecerte que lo que hay dentro de mi corazón, mi mano y mi cabeza. Lo único que aporto al matrimonio es la ropa que llevo puesta, y la compró la Iglesia que tanto desprecio te merece.

Fuera se oyeron varias voces, que los llamaban.

Gabriel llevó a Anna hasta los escalones de piedra gris de la capilla, donde pronunciarían los votos matrimoniales antes de volver a entrar para celebrar su primera misa como marido y mujer. Era donde los esperaba el cura lolardo, junto a lady Joan y lord Cobham. También estaba la abadesa, apoyada en el brazo de sir John, con su fino velo negro. Anna no le veía los ojos. El público se reducía a un pequeño grupo de campesinos y labriegos de la zona. Casi todo el mundo estaba viendo los misterios de Pascua interpretados en el salón gremial de Rochester.

El cura carraspeó.

—¿Ya se han hecho públicas las amonestaciones?

Fue lady Cobham quien respondió.

—No ha sido necesario. La novia es extranjera. Podéis empezar, padre.

Pareció que el lolardo fuera a replicar, pero al final se lo pensó mejor.

—En tal caso, ¿hay alguien entre los presentes que vea algún impedimento para este matrimonio?

Ni un solo murmullo.

—Veo que la pareja es mayor de edad —dijo el cura—. ¿Juráis no estar ligados por el grado prohibido de consanguinidad?

—Lo juramos, padre —dijo Gabriel.

—Tú, Anna de Praga, ¿consientes libremente a este matrimonio?

—Sí —asintió ella.

—Tú, Gabriel, hijo de fraile, ¿ingresas libremente y por tu propio albedrío en el lazo sagrado del matrimonio con Anna de Praga?

La mención de Gabriel como hijo de fraile despertó murmullos entre el público de campesinos y criados. En algunas caras se dibujó una sonrisa cómplice, que parecía decir: «Otro».

—Sí —dijo.

—Pues entonces juntad las manos derechas. Gabriel, ¿has traído un anillo en señal de compromiso?

Él mostró el anillo —otro regalo de lady Cobham, que al entregarle la alianza de plata con incrustaciones de granate le había dicho: «Tomad, que necesitaréis un anillo», como si fuera cualquier fruslería—. Se lo dio al cura, que lo levantó antes de deslizarlo por los tres primeros dedos de Anna a la vez que recitaba:

—En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Y lo dejó en el tercer dedo de la mano izquierda, que temblaba.

A continuación, el cura pronunció una breve homilía sobre la santidad del matrimonio, pero Anna estaba demasiado nerviosa para prestar atención a sus palabras. No hacía otra cosa que azorarse por tener a un niño creciendo en sus entrañas y por estarse entregando a un desconocido que representaba todo lo que le había enseñado su abuelo a despreciar.

Tuvo ganas de ver la cara de su abuela detrás del velo, pero ¿no cabía interpretar como consentimiento el hecho de que no hubiera hecho nada para detenerla? ¿No era su presencia una señal de aprobación?

Gabriel le sostuvo un poco la mano. Anna se dio cuenta de que tenía la palma sudorosa y le pareció entrañable, sin saber por qué. Levantó la vista para ver su expresión, pero él no miraba a su esposa, sino al cura. Estaba escuchando la homilía.

De repente, ya había terminado todo. Penetraron en la capilla cubierta de flores para arrodillarse ante el altar y comulgar por vez primera como marido y mujer. Cuando el cura le ofreció a Anna no sólo la hostia, sino la copa, Gabriel puso cara de sorpresa y abrió la boca como si quisiera decir algo. Ella tuvo miedo de que opusiera algún reparo. Sabía que la Iglesia romana no daba la copa a los laicos. Eran los sacerdotes los únicos que tenían permiso para beber el vino. Eso en Praga había sido un motivo de grandes discordias. Sin embargo, el novio cerró la boca y no dijo ni una sola palabra mientras Anna bebía la sangre de Cristo.

Al final de la misa, el cura dio la paz a Gabriel con un beso en la mejilla. Él se la dio a su mujer. El roce de sus labios fue tan leve que Anna apenas pudo sentirlo.

XXXIX

Las mujeres tienen poder y autoridad para predicar

y hacer el cuerpo de Cristo, y tienen el poder de

las llaves de la Iglesia, de atar y desatar.

Walter Brut
durante su juicio por lolardo, 1391

El convite se acercaba a su fin. Anna y Gabriel estaban sentados sin tocarse, no sobre un estrado en la sala principal, sino en la solana, presidiendo una tabla pequeña pero alegre. Ella había leído historias sobre grandes hombres —de la realeza, sin ir más lejos— que contraían matrimonio sin haber conocido al otro cónyuge hasta el propio día de la boda. «Me estoy casando con un desconocido —pensó—, tan desconocido como si ni siquiera nos hubiésemos encontrado en Reims.»

Lord Cobham brindó por todos los asistentes: los campesinos libres y sirvientes vinculados a sus tierras, su propia y «bella esposa desde hace unos pocos años de felicidad», la abadesa, que les honraba con su presencia, y por último los novios. A cada brindis se volvía más bromista y se calmaban un poco los latidos del corazón de Anna. Un gaitero tocó una melodía muy bonita. Después un violinista interpretó una canción de amor, cuyas notas quejumbrosas recordaron a Anna los violines gitanos. Se preguntó dónde estarían Bera y Lela, y si habrían llegado finalmente a España.

Miró a su marido de reojo, cuando le pareció que no la veía. Había una sola cosa que le resultaba familiar: llevaba un gorro plano de ante para taparse la tonsura y se le rizaba el pelo rubio por debajo de la misma manera, idéntica, que el de VanClef bajo el gorro de terciopelo rojo.

BOOK: La comerciante de libros
3.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hiding from Love by Barbara Cartland
Need You Tonight by Marquita Valentine
Man O'War by Walter Farley
The Rose Rent by Ellis Peters
Finding Us (Finding #2) by Shealy James
Cry of the Wind by Sue Harrison
Saints Of New York by R.J. Ellory
X-Men: Dark Mirror by Marjorie M. Liu
Black Kerthon's Doom by Greenfield, Jim