Read La comerciante de libros Online

Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (59 page)

BOOK: La comerciante de libros
10.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Quizá algo para escribir... —dijo mientras el hombre le ayudaba a atarse las botas.

A mediodía volvieron el chambelán y el ujier con otra bandeja.

Harry dejó la pluma en la mesa y contempló con mala cara los versos que acababa de tachar. Después levantó la tela que cubría la bandeja y miró con recelo el caldo de anguila y el pastel de pescado.

—Hoy no es viernes. Llevaos esto y traedme un pastel de ternera y un poco de sopa de guisantes.

El chambelán le hizo señas al copero.

—Ya has oído al rey —dijo con tono brusco, dándole la bandeja—. Majestad, está aquí fuera el canciller.

Harry suspiró.

—Que pase.

Beaufort se deshizo en reverencias al entrar en la sala. Hablaron sobre impuestos y campañas contra los franceses.

—Hoy os veo preocupado, majestad —observó Beaufort al terminar.

—¿Ya se ha entregado lord Cobham?

Beaufort frunció el entrecejo.

—No. Ya se os informará, excelencia.

Se bebieron una jarra de hipocrás entre los dos. Después el tío del rey se fue murmurando entre dientes.

Harry volvió a oír el rastrillo y se asomó otra vez a la ventana. Desde donde estaba veía el Támesis y todo Londres esparcido al otro lado del muelle. Sólo era un arriero con algunas cabezas de ganado, que cruzaba el foso para ir a la carnicería del castillo. Las pezuñas de los animales resonaron en el puente levadizo de madera. Harry pensó distraídamente que al día siguiente habría lomo de ternera.

Mandó que le trajeran el laúd, pero la musa persistía en no acudir.

Cuando volvió a mirar por la ventana, el rastrillo estaba abierto, pero no había nadie en la puerta.

Por la tarde se presentó otra vez Beaufort, para darle a firmar unos papeles.

—¿Aún no se sabe nada, tío?

—Se os informará, excelencia —repitió el canciller con su habitual tono de resignación.

Recogió los papeles y se fue, musitando de nuevo.

Ante el esplendor de aquel día de septiembre, Harry calibró la posibilidad de mandar que el halconero sacase su halcón peregrino, pero su ausencia podía coincidir con la llegada de sir John. Se dejó caer en la silla, cavilando sobre la mejor manera de perseguir a su vasallo si éste se negaba a entregarse. El mejor punto de partida era la marca de Gales; por desgracia había un millón de escondrijos, todos los cuales conocía Merry Jack.

Empezó a caer la oscuridad, y sobre Harry, el miedo.

Al atardecer oyó las notas de la trompeta de un heraldo y vio por la ventana que sobre la hierba se habían juntado unas cuantas personas que señalaban y hablaban en voz muy alta.

Jinetes. Cincuenta o sesenta, con yelmo y armadura, se acercaban galopando en una nube de polvo por el puente levadizo. ¡Un ataque por sorpresa! No, imposible, eran muy pocos. Harry miró el horizonte. No había máquinas de guerra rechinando al oeste, ni arqueros formando al este. Tampoco barcazas en el Támesis. Justo cuando hacía un recuento rápido de los soldados que estaban de guardia —tenía que haber como mínimo seiscientos, pero a algunos los había mandado a Calais—, vio aparecer un heraldo con los colores que tanto conocía.

Gules y una cruz de plata. Una cruz plateada sobre fondo rojo.

El penacho ondeaba arrogante en la brisa.

Conque al final sí venía Cobham, con un séquito armado, pero lejos de los cien con los que previamente había propuesto defender su fe en un juicio por combate... Enrique V seguía los pasos de Enrique IV: tendría que enfrentarse con sus propios nobles. ¡Por la sangre de Cristo! Era lo que se temía. ¡Y que entre todos sus barones fuera sir John quien se alzase en armas contra él! Maldijo entre dientes a Arundel.

—¡Bajad el rastrillo! —exclamó el alguacil cuando se acercó el fragor de los jinetes—. ¡Dad la alarma! Un campesino corrió hacia el campanario.

Harry reconoció a quien iba en cabeza, justo detrás del heraldo: era sir John. El rastrillo empezó a crujir y rechinar, pero el mecanismo era demasiado lento. Los jinetes tardarían pocos segundos en acceder al patio, subir por la escalera y penetrar en la estancia del rey.

Sin embargo, justo en el momento en que sir John debería haber entrado al frente de sus caballeros, tiró de las riendas, se quitó el yelmo y se lo puso debajo del brazo. Después miró hacia arriba, protegiéndose los ojos del reflejo del sol en la muralla, y dio la impresión de escrutar las ventanas de la Torre Blanca en busca del apartamento real. A continuación levantó el brazo de la espada... y saludó.

«¡Maldito seas, Jack! Esto no es ningún juego. Esta vez, si pierdes, te esperará la hoguera.»

—¡Detened el rastrillo, que es un vasallo del rey! —exclamó el alguacil.

«¡No, tonto, que es una trampa!» Pero antes de que Harry pudiera alertar a gritos al alguacil, Oldcastle se giró e indicó por señas a su séquito que se retirase. A su pesar, el monarca sintió respeto (así corno bastante alivio) al ver que su vasallo entregaba la espada al alguacil y cruzaba a solas el rastrillo.

Se rió en voz alta. ¡Qué gesto tan propio de Merry Jack! Como diciendo: «Es un gesto de cortesía, para ahorrarte la molestia y la vergüenza de tener que perseguirme». Seguro que sir John era consciente del mal trago que supondría el desafío de uno de los nobles del rey cuando el reinado acababa de empezar.

Pero se le borro rápidamente la sonrisa. Al día siguiente se celebraría el juicio. Harry había visto las pruebas de Arundel, y no pintaba nada bien para sir John.

* * * * *

Al rayar el alba, Gabriel se puso por última vez su hábito de sacerdote y salió de su alojamiento en Lambeth para ir a Blackfriars. En la oscuridad que antecede al amanecer, rezó su oración de Getsemaní, sabedor, sin embargo, de que aquel cáliz no se alejaría hasta haber bebido de él. Su única esperanza era no tener que apurarlo.

Cabalgó por East Cheap y, al subir por High Street, rumbo a Ludgate Hill, vio la carreta de la cárcel. Se le hizo un nudo en la garganta al reconocer a su único ocupante. ¡Sir John! Lo llevaban a un juicio por herejía en una simple carreta, paseándolo por las calles a la vista de todos como un vulgar delincuente... Gabriel no se esperaba un tratamiento tan ignominioso para un aristócrata. Sin embargo, se dijo que era como trataba Arundel a sus enemigos y que pronto él podría figurar entre ellos.

A aquellas horas de la mañana, casi toda la chusma estaba en la cama. Sólo un bergante que volvía a su casa dando tumbos desde la taberna gritó sin dirigirse a nadie en concreto:

—¡Esta noche, a ahorcar tocan! —Y procedió a cantar con voz de borracho—: ¡Esta noche, esta noche!

La gente de bien que había por la calle a aquellas horas se apartó para evitar al borracho, que hacía eses entre las cunetas hasta que se cayó en una de ellas.

Gabriel se paró para dejar pasar el carro. Sir John le miró a la cara. Al principio su expresión fue de sorpresa y después de decepción. Gabriel tuvo ganas de darle palabras de ánimo y de hacerle saber que el fraile de hábito negro a quien tenía delante no era ningún Judas, pero no era el momento ni el lugar de decirlo.

Pasó la carreta. El caballo de Gabriel relinchó y sacudió la cabeza, haciendo sonar las campanitas de plata del arnés. Muy afectado por la mirada acusadora de sir John, apartó la vista para no presenciar su humillación, pero no había nada que temer: el maduro guerrero la llevaba como una armadura de acero, y su actitud era tan orgullosa y desafiante como si fuera él quien montase un buen caballo y Gabriel el preso de la carreta. Hizo girar al caballo para seguir un camino alternativo hacia Ludgate Hill.

Pocos minutos después entró en Blackfriars Hall y ocupó su asiento a la derecha del consejo, frente a sir John, que estaba en el banquillo de los acusados, entre un sargento y un ujier. En comparación con el intenso sol de septiembre, la gran sala parecía oscura. Gabriel forzó la vista para observar a los presentes —casi todos religiosos, así como algunos cortesanos y curiosos—, buscando al rey. Era su última esperanza, Enrique V. Desde la noticia de la orden de arresto contra sir John, Gabriel había tratado por todos los medios de acceder al monarca, pero siempre le habían denegado audiencia. El único presente en representación de la Corona era Henry Beaufort, el canciller.

En una punta de la sala había un estrado con tres jueces. El primero por la izquierda llevaba el hábito dominico.

Gabriel reconoció al prior de Blackfriars, uno de los asistentes en su ordenación. También reconoció al clérigo de la derecha, casi oculto tras lo ostentoso de sus larguísimas mangas: el comisionado Flemmynge, ufano de participar en tan magnífica misión, señal de que cada vez gozaba más del favor de Arundel.

Un tribunal amañado, qué duda cabía, pero que, a pesar de todo su poder eclesiástico, no podría apartarse demasiado de la justicia inglesa si pretendía que la Corona diera cumplimiento a una sentencia de ejecución. No podía ocuparse personalmente de la quema.
Ecclesia non novit sanguinem
. La Iglesia no derrama sangre. Obstáculo muy fácil de burlar, puesto que desde 1184, con el papa Lucio III, los tribunales eclesiásticos entregaban a sus condenados a las autoridades seculares... Sin embargo, necesitarían a testigos poderosos para convencer a un rey reacio. Gabriel sintió todo el peso de su responsabilidad. Al someterse a la voluntad de Dios, Cristo no tenía esposa ni hijo. ¿Qué les pasaría a Anna y al bebé?

Sentado en el centro estaba Thomas Arundel, el arzobispo de Canterbury, con una expresión satisfecha en un rostro avinagrado que flotaba como un óvalo blanquecino sobre su capa de pieles y su brillante pectoral. Su voz era tan rala como su barba.

—¿Sabéis por qué se os ha convocado ante este tribunal eclesiástico, lord Cobham?

La de sir John era profunda y sonora.

—Algo sé, y no es una acusación digna de que responda a ella, salvo que me lo pida mi rey. Soy un súbdito fiel. De lo contrario, no estaría aquí perdiendo el tiempo. Tengo cosas más importantes de las que ocuparme y reuniones más santas a las que acudir.

La gente murmuró y hubo algunos que se rieron. Sobre estos últimos, Gabriel tuvo la certeza de que, si no aplaudían, era sólo porque no se atrevían.

Arundel tartamudeó de rabia.

—Haréis bien en no fiar demasiado en vuestra antigua relación con el rey, señor mío. Su majestad no pasará por alto vuestro desprecio a este tribunal y a vuestra Iglesia. —Desenrolló un pergamino y recitó—: Se os acusa de difundir los sermones heréticos de John Wycliffe, de celebrar reuniones lolardas y de transportar y difundir las traducciones prohibidas al inglés de la Biblia tanto en Inglaterra como en el extranjero.

—¿Tenéis algún testigo que pueda demostrarlo? —preguntó sir John, mirando directamente a Gabriel como debió de mirar Jesucristo a Judas durante la Última Cena.

—Ha aparecido un texto de las Sagradas Escrituras en inglés en Paternoster Row, que contenía un recibo extendido a vuestro nombre. ¿Queréis explicarnos de dónde sacasteis ese texto blasfemo?

A Gabriel, las palabras del arzobispo le sentaron como una bofetada. Desconocía aquella prueba, suficiente para condenar al acusado. Se dijo que sería una insensatez sacrificar su integridad, la de Anna y la de Finn por alguien que ya estaba sentenciado.

—Desconocía la existencia del libro al que os referís —contestó lord Cobham—. Yo compro libros de muchas procedencias. En mi casa se valoran los libros.

Gabriel bendijo la valentía de sir John, que estaba protegiendo a la abadesa y también a Anna.

Arundel sonrió.

—A veces se puede avivar una memoria recalcitrante para que sea más... fructífera.

Más susurros.

El arzobispo siguió hablando.

—En este tribunal hay alguien que atestiguará que habéis organizado grandes reuniones de herejes lolardos en las que se leían los sermones de Wycliffe, que habéis profanado la misa leyendo las Escrituras en inglés y que habéis negado públicamente el milagro de la eucaristía. Por favor, hermano Gabriel, decidnos qué observasteis en el castillo de Cooling.

Ahora sí. Era el momento decisivo. Gabriel se mareó un poco al levantarse y dar un paso al frente. ¿Qué clase de hombre era? ¿Hasta dónde llegaría al servicio de la verdad? ¿A cuánto renunciaría? Abrió la boca sin estar seguro de qué palabras saldrían de ella.

—Observe..., observé... que tanto lord Cobham como lady Cobham... velaban por la nobleza de su casa, excelencia —dijo con bastante fuerza como para que le oyeran todos—, dando ejemplo de la hospitalidad cristiana por la que se les conoce en todas partes.

Arundel puso cara de irritación.

—Sí, sí, fray Gabriel, pero aquí no se trata de hospitalidad.

Gabriel parecía haber hecho su elección, si es que alguna vez había tenido la oportunidad de tal cosa.

—Entonces debo estar confundido, excelencia —dijo sin alterarse—. Creía que la hospitalidad de lord Cobham era precisamente la cuestión que tratábamos. Decís que se le acusa de alojar a curas lolardos. Yo nunca he visto cerradas para nadie las puertas del castillo de Cooling.

—¿Es decir, que visteis a curas lolardos?

—Vi a muchos curas. Yo mismo he comido muchas veces en la mesa de lord Cobham, como lo ha hecho también alguna vez vuestra excelencia, si no yerro...

—No os burléis del tribunal, fraile, os lo advierto. —Arundel levantó un poco la voz y pronunció despacio las siguientes palabras—: ¿Habéis presenciado alguna vez una reunión de curas lolardos oficiando una misa lolarda y leyendo las Escrituras en inglés en presencia de lord Cobham?

Gabriel oyó las palabras como si su origen estuviera fuera de su cabeza: «Lo único que tienes que hacer es decir la verdad. Así de sencillo».

Al responder, se sorprendió de que no le temblase la voz.

—No, excelencia. Cualquier prueba que pudiera dar a ese respecto sería un rumor, y estoy seguro de que el tribunal eclesiástico no condenaría a un noble del reino por un rumor.

Arundel parecía a punto de sufrir un ataque.

En la cara de sir John se dibujó una gran sonrisa.

—Hermano Gabriel, ¿habéis visto alguna vez una copia de la traducción de Wycliffe de la Biblia en el castillo de Cooling? —preguntó Arundel, con una voz cada vez más estridente.

«¡Ah! Tan sencillo no es, al fin y al cabo. He aquí una verdad que va en contra de la justicia.»

Gabriel abrió la boca sin saber muy bien qué decir, mientras se preguntaba cómo servir al mismo tiempo a la verdad y a la justicia.

BOOK: La comerciante de libros
10.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Danger Guys on Ice by Tony Abbott
Gale Force by Rachel Caine
Among the Missing by Dan Chaon
Miracle in a Dry Season by Sarah Loudin Thomas