La comerciante de libros (62 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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Una sombra en la puerta oscureció la habitación. Al girarse, vio la alta silueta de su hijo, encorvado para no golpearse con el dintel de la puerta, que era muy bajo. Gabriel cruzó el umbral y dio unos pasos. Estaba demacrado y sin afeitar.

—¿Dónde está Anna? —Señaló la cuna, con voz aguda de preocupación—. ¿Por qué hace tanto frío aquí dentro? ¿No está bien el bebé?

—Tu hijo está perfectamente. Es fuerte, igual que su padre.

Por muchas garantías que hubiera dado a Anna, la señora Clare se sintió aliviada por el regreso de Gabriel; no porque hubiese dudado de sus intenciones, sino porque sabía lo descomunales que eran las fuerzas a las que se enfrentaba. Tuvo ganas de abrazarle, pero había demasiada distancia entre los dos. ¿Y si él se apartaba? Era un rechazo que no se podía soportar más de una vez en la vida.

—Respira mejor sin el humo del fuego. Está muy abrigado y le pongo ladrillos calientes debajo de la cuna.

—¿Tú? ¿Dónde está Anna? —dijo Gabriel, levantando la voz.

—Ha vuelto a la abadía para...

—¡La abadía! ¿Qué quieres decir, que ha abandonado al bebé? Sería incapaz. La conozco y la he visto...

—Pues claro que no le ha abandonado. Tranquilízate. La abadesa, su abuela, está muy enferma. Podría morirse. Vino el guardián del castillo de Cooling a buscarla, y yo le dije que fuera.

Gabriel se frotó la cara con las palmas en un gesto de contrariedad.

—¿Cómo pudiste? ¿Y si era una trampa? No lo entiendes. —Caminó en redondo, como un animal desesperado en una jaula demasiado pequeña—. He traicionado al arzobispo. Si se entera de que Anna es mi mujer, la usará para cogerme con...

La señora Clare habló despacio y con mucho sosiego para calmarle.

—Tu esposa es consciente del peligro y será prudente. Tenía que ir. De no haberlo hecho, se habría arrepentido toda la vida, y yo sé lo que es vivir arrepentida. —Después añadió, cumpliendo su promesa—: Me pidió que te dijera que no la sigas y que si no vuelve, tendrás que llevarte al niño y huir al continente.

Gabriel, sin embargo, ya estaba fuera, por el camino de Appledore. La señora Clare le llamó.

—Espera, que necesitarás dinero para un caballo —dijo, recurriendo una vez más a sus pequeñas reservas.

Él se metió las monedas en el bolsillo y rodeó a su madre con sus brazos.

—Cuídate. Y cuida a mi hijo. Hoy me he creado enemigos muy poderosos. Si no vuelvo, es posible que tengas que criar a otro hijo.

Ella se apartó sin soltarse y le miró muy fijamente.

—Por él no te preocupes. Ya me quitó un hijo la Iglesia. No pienso perder otro.

* * * * *

Anna no lloró cuando salió a recibirla la hermana Matilde y le dio la noticia.

Estaba a punto de amanecer. Habían hecho todo el viaje entre un alba y la siguiente, con las paradas estrictamente necesarias para el descanso de los caballos. El viejo guardián alquiló un segundo caballo para Anna en Headcorn Manor, a fin de poder ir más deprisa. También se pararon a recuperar fuerzas en Maidstone, pero a ella ya se le atragantó el primer bocado.

Por mucha prisa que se hubieran dado, llegaban demasiado tarde.

—Lo siento, Anna. Madre ha muerto esta noche —dijo la hermana con los ojos empañados—. Ha muerto en paz. Ha sonreído y ha cerrado los ojos como si viera un sueño celestial maravilloso.

—Quiero verla —dijo ella.

—Está en la capilla. La están velando algunas hermanas. Primero tienes que descansar. Un viaje tan largo a caballo, después de tener un bebé... Tienes que descansar.

—Descansaré después de haberla visto —dijo Anna sin alterarse.

—Está bien.

Cuando entraron en la capilla, la hermana Matilde les indicó por señas a las monjas que salieran.

—Estaremos aquí fuera —dijo al salir con ellas.

La única iluminación de la capilla eran las velas que parpadeaban en cada punta del féretro de Kathryn, y algunas antorchas en los muros. Cuando Anna se acercó al féretro, las llamas de las velas se movieron. El olor dulce y empalagoso del incienso no conseguía disimular del todo el de la muerte, y estuvo a punto de marear a Anna, que a pesar de ello fijó su atención en el rostro que tenía delante.

Seguía sin llorar.

Se quedó en el altar sin decir nada, aturdida en cuerpo y alma, contemplando a una mujer que, pese a haber aparecido muy tarde en su vida, siempre había formado parte de ella. Pensó que la habían dejado muy bien, con el hábito de tela inmaculadamente blanca. Tenía el griñón echado hacia delante, enmarcando el óvalo perfecto de la cara, de una manera que casi impedía ver las cicatrices de la mejilla. La fina arruga de la frente y hasta las pocas que había alrededor de la boca parecían esculpidas en alabastro. Le recordó las estatuas de las santas venerables a quienes rezaban los peregrinos. «Es mi abuela —pensó Anna—. ¿Dónde están mis lágrimas? Era lo único que tenía. Me quería. Se merece mis lágrimas.»

Se quedó mucho tiempo a la luz inestable de las velas, tan rígida que se sentía incapaz de moverse, con los pechos hinchados pesando y doliendo. Oyó pasos fuera de la capilla, el murmullo de las hermanas y una campana que daba las horas menores.

Se desató un poco los cordones del corpiño. Tenía mojada la camisa. Tuvo miedo de que su niño pasara hambre y de que se le secara la leche antes de poder volver con él. La cruz de plata que llevaba colgada en el cuello se había metido entre sus pechos y se los arañaba. Abrió el cierre. Al recibir el peso del collar en la mano, se acordó del día en que se lo había dado su abuelo, siguiendo una línea de transmisión que pasaba por su abuela Rebekka y su madre Rose. También se acordó de cuando Kathryn lo había arreglado. Era la clave de su reencuentro.

Se llevó a los labios la crucecita de filigrana y sus manos temblorosas la depositaron en las de Kathryn. El crucifijo de plata brilló sobre las cicatrices de su mano izquierda y las pequeñas perlas de la estrena despidieron reflejos de color crema sobre el blanco marmóreo de la piel.

—Cuando veas a Finn el Iluminador, dale esto —dijo en voz baja—. Así sabrá que he cumplido mi promesa.

La luz de las velas de sebo bailaba dentro de los apliques.

En el silencio de la capilla, el roce de los pies de Anna en las losas fue como un susurro. Se alejó del cuerpo de Kathryn, tan frío e inmóvil como la piedra en la que reposaba.

Pero seguía sin llorar.

* * * * *

Cuando Gabriel llegó en su busca, Anna estaba sola frente a la tumba de Kathryn.

Eran las vísperas del día siguiente, y ya se había depositado la última paletada de tierra sobre el ataúd. Se oía el eco tenue de las voces de las monjas en el coro, cantando la misa de vísperas para Kathryn. Como empezaba a oscurecer, Anna confundió al hombre que se acercaba con el sepulturero que acababa de poner la cruz en su sitio, la cruz quemada de la mesa de la madre superiora. La habían usado porque ella había insistido en que lo hicieran, a pesar de las protestas de la hermana Agatha ante lo derretido y desfigurado del crucifijo. «Ni siquiera se ve que sea un hombre», rezongaba la monja, pero ella no dio su brazo a torcer. Conocía la historia de la cruz. «En vida la protegió. También debería protegerla en la muerte. De todos modos, a la próxima abadesa no le servirá de nada.»

—Anna... —dijo Gabriel.

Al oír su nombre en su voz grave y triste —urgente y suplicante, pero con vestigios de autoridad clerical—, el cuerpo de Anna se puso rígido.

—Lo siento —dijo él—. Ya sé que estás de luto, pero tienes que volver conmigo. Aquí no estás segura, y te necesita nuestro hijo.

El corazón que Anna creía helado dio un brinco. Se giró a mirarle.

—¿Le has visto?

—Está muy bien. Está bien cuidado.

—Tu madre es una buena mujer. Con ella nuestro hijo está a salvo.

La línea de la boca de Gabriel se torció en una mueca. Ella tuvo ganas de enderezarla con los dedos.

—Sí, es buena mujer, pero los niños necesitan una madre.

—No necesito que me lo recuerdes, y menos frente a la tumba de la única mujer a quien he llamado «madre» y que apareció tan tarde en mi vida.

Anna tragó saliva con dificultad y le sorprendió tener atragantado un sollozo.

En el oscuro grupo de tejos que bordeaba el cementerio, se oyó el reclamo lastimero de una tórtola a su compañero.

—Anna...

Gabriel levantó una mano, pero ella se arrebujó en el chal y se retrajo, incapaz de cogérsela.

—¿Qué se sabe de sir John? —preguntó.

—Le condenaron a muerte.

—¡Oh, no...! No, Dios, por favor...

Las palabras se fundieron con el murmullo de las ramas de los tejos, como si también ellas rezasen por sir John.

La mano de Gabriel se posó en el borde del chal de Anna.

—No te angusties, que huyó y ahora está lejos y a salvo.

—¿Dónde?

—Probablemente en Gales. Ni lo sé, ni quiero saberlo.

Contestó sin mirarla. Sus dedos toqueteaban el borde del chal, rozando su piel.

A Anna, el contacto de sus pieles le dio a la vez calor y escalofríos, porque se acordó de la mirada rapaz de Arundel el día de su arresto y del noble cuyo cojín le habían dado en la cárcel. A él tampoco le había salvado pertenecer al estamento señorial. Se abrigó aún más con el chal, a la vez que se apartaba de él, como si quisiera negarle a su propio cuerpo el consuelo de una caricia. Prefirió replicar, llena de rabia:

—¿Y tú, «hermano» Gabriel? ¿Cuál fue tu papel? ¿Testificaste contra él? ¿Ayudaste al arzobispo a condenar a muerte a un hombre bueno por haberse atrevido a difundir la palabra del mismo Señor a quien dices servir?

Aguantó la respiración, arrepentida por la frialdad de su tono y por haber levantado la voz junto a la tumba de su abuela. Ni siquiera estaba segura de qué respuesta deseaba oír. Si respondía que sí, que había declarado en contra de sir John, la habría vuelto a traicionar. Si respondía que no, significaba que su vida valía menos que los instrumentos que usarían para torturarle. Al igual que la de Anna. Y que la del hijo de ambos.

—Testifiqué en su favor, Anna. Y le ayudé a escapar. Es posible que con ello nos haya sentenciado a todos.

Ella se inclinó hacia la tumba de Kathryn, apartándose de Gabriel a la vez que sentía el escozor de las lágrimas. Era la respuesta que más anhelaba y más temía.

—Mientras viva Arundel, Anna, seré un hombre perseguido. Si me quedo aquí, estarán en peligro mi vida, la tuya, la de nuestro hijo y hasta la de mi madre. Pienso zarpar con el primer barco y no sé si podré regresar. El arzobispo (suponiendo que se entere de nuestro matrimonio, si es que no lo sabe ya) creerá que te he abandonado como he abandonado mis otros votos. Estarás a salvo. Ya no le servirás de nada. Puedes quedarte durante una temporada en Appledore, con nuestro hijo, y después, quizá, volver a la abadía.

—Entonces el arzobispo tendría parte de razón, ¿no? ¿No es precisamente lo que haces, abandonarme? No sería la primera vez, ¿verdad, Gabriel?

¡Volver a la abadía! ¿Qué le quedaba en la abadía tras la muerte de Kathryn? Ni siquiera estarían sir John y lady Joan, escondidos, en el mejor de los casos. Sintió el duro embate de la pena cuando se cayó al agua, pero esta vez no había río capaz de recibirla, sino la dura tierra. Se le hundieron las rodillas en el húmedo túmulo de Kathryn.

Había empezado a lloviznar, como si después de todo un día de trabajo, de amontonar nube triste sobre triste nube y de hacer acopio de lágrimas, el cielo las vertiese de concierto con las de Anna, que corrían por su cara con la lluvia. Un gran sollozo sacudió su cuerpo, seguido de otro y de otro más, hasta que ya no pudo parar. Empezó a dar puñetazos en la tierra del sepulcro, manchándose las manos, los brazos y hasta la cara. Tenía los labios llenos de tierra y la nariz saturada de un olor a denso barro.

La voz de Gabriel pronunciaba su nombre sin parar, como llegada de muy lejos. Anna se dio cuenta de que se había arrodillado a su lado, con las rodillas hincadas en el fango, los brazos en torno a su cuerpo y un tono de súplica en la voz.

—No, Anna, por favor, no hagas esto. A la abadesa no le gustaría que te desesperases de dolor. Una vida como la suya merece ser celebrada.

Pero ella les lloraba a todos: a Finn, a Martin, a Jetta, a Kathryn, a Jerome... Hasta al noble decapitado y a muchos más, incluido sir John y todos los que le seguirían; todos los que le había arrebatado la muerte y los que le arrebataría. ¿Por qué no se la llevaba también a ella? Que la fundiese en el sepulcro, uniéndola al cadáver que ya había debajo.

Sin embargo, el aliento que sintió en la nuca no era el de la muerte, sino el de Gabriel, tembloroso, cálido, susurrándole cosas al oído como la noche del primer abrazo de VanClef, tras la muerte de Jetta...

—Chisss... Ven, Anna, vámonos de aquí, que llueve. Te necesita nuestro hijo.

La voz de VanClef. No, no la de VanClef, sino la de Gabriel. Sus brazos como anillos que la mantenían de una sola pieza. Los brazos de su marido. Sintió los latidos del corazón de Gabriel.

—Te quiero —dijo él—. Te he querido desde que te vi en la plaza del mercado de Reims. Has llegado demasiado lejos para sucumbir a la desesperación. Si no lo haces por mí, hazlo por Finn. Por la fe que proclamas.

¿Finn? ¿A qué Finn se refería? ¿Al anciano que reposaba en el camposanto de Tyn? ¿O al bebé que dormía en su cuna, escondido como el niño Moisés, en Romney Marsh?

Un relámpago partió las nubes. Al levantar la cabeza, Anna vio a la muerte galopando por el cielo a lomos de su blanco caballo, con la guadaña en alto, como en las tallas de las puertas de las catedrales, y creyó ver bajo su capucha el rostro descarnado de Arundel. Tuvo la sensación de que se le hundían aún más las rodillas en la tumba.

Los brazos de Gabriel y su voz tiraron de ella.

—Finn te necesita, Anna. Necesita a su madre. Y yo también te necesito.

El sollozo que brotó en la garganta de Anna se trocó en una risa histérica, salvaje. Levantó los puños hacia la imagen del adusto segador que siega todas las almas. «¿Lo has oído, viejo? No me lo has quitado todo. Tengo al lado a mi marido, que me quiere, y nuestro hijo duerme en su cuna. Te ha salido mal la jugada. Hay dos Finn, y algún día se reunirán bajo el gran dosel de luz dorada del paraíso; todos los Finn, las Kathryn, las Rebekka, los Martin y los Jan que has cosechado con tu mal afilada guadaña. Entonces, ¿tú dónde estarás? Pudriéndote en el purgatorio que crea tu imaginación, sin que quede nadie para llevar tu pobre alma al paraíso con sus rezos.»

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