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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (58 page)

BOOK: La comerciante de libros
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El vino era bueno y la comida sabrosa. A los típicos dulces de Pascua —en forma de cruces y huevos— se añadía una pequeña pareja de novios hecha de mazapán, sobre unos escaloncitos de iglesia hechos de pastel. También había regalos. La abadesa se marchó temprano, alegando cansancio, pero antes de irse regaló a los recién casados una bolsa de florines de oro. La cuna de madera, obsequio de los señores de la casa, llegó acompañada por la recomendación de que la llenasen «bien y a menudo».

Anna sintió que se ruborizaba.

—Es para nuestro hijo, Gabriel —susurró al oído de su esposo—. Es preciosa.

—Sí que es preciosa, sí...

Sin embargo, era como si él se dirigiese al conjunto de los invitados, más que a su mujer, y no se sumó a la bendición de la cuna, como habría hecho con seguridad un novio más entusiasta.

Anna no hizo ninguna otra tentativa de ganar su atención. Cuando se acabó la fiesta y se fueron para la abadía, su único sentimiento era de alivio. Dado que la distancia entre el castillo y la abadía era corta, montó en el mismo caballo que Gabriel, delante de él, y mantuvo el cuerpo rígido para no apoyarse mucho en su marido, deseando que el caballo trotase con menos sosiego, aunque sabía que era Gabriel quien así lo marcaba, por el bien del bebé.

No los siguió ninguna bulliciosa comitiva hasta la cámara nupcial. Cuando llegaron a la abadía, ya se había puesto el sol y ya había caído la soledad embebida de sombras que anuncia la noche.

Gabriel acompañó a Anna hasta la puerta de su dormitorio y le dijo en un tono tan forzado como la reverencia que hizo:

—Mañana por la mañana no nos veremos. Tengo que ir al palacio de Lambeth. El arzobispo ha convocado a su consejo para analizar el problema de lord Cobham.

Ella sintió crecer la furia en su interior e hizo esfuerzos por controlar su lengua.

—Pero tú...

—El arzobispo no debe conocer mi decisión. Si quiero salvar a lord Cobham del fuego, Arundel debe seguir creyendo que continúo comprometido con la tarea de erradicar la herejía.

—El verdadero hereje es él. Es él quien ofrece una falsa salvación. Es él quien se adueña de todo lo puro, íntegro y sencillo, y lo tergiversa para enriquecerse a sí mismo y a la malvada institución a la que representa.

Gabriel se la quedó mirando sin decir nada.

—Cuidado, Anna, que tu lengua podría destruirte no sólo a ti misma, sino también a tu marido, y si eso no te hace callar, piensa en nuestro hijo, para que no haya sido todo en balde.

«Su marido.» ¡Qué raro oírle describirse en esos términos!

Gabriel no miraba la cara de Anna, sino por encima de su hombro. Sus labios dibujaron una tenue sonrisa, que ella agradeció. Cayó en la cuenta de que llevaba todo el día sin verle sonreír.

—Veo que ya ha llegado el regalo de lord Cobham.

Señaló la cuna que había al lado de la cama de Anna.

—Su caballo ha sido más rápido que el tuyo.

—Será porque llevaba una carga menos valiosa.

Ella pensó que se refería al niño.

Gabriel levantó una mano, como si quisiera coger una de las de Anna, pero acabó dejándola caer.

—Me despido, esposa mía. Volveré en cuanto pueda. Cuídate durante mi ausencia.

Ella supo que se refería a algo más que a cuidar su salud. Él repitió el ademán de cogerle la mano, pero ella no la levantó. Al día siguiente Gabriel se pondría su hábito negro de fraile y la dejaría sola. No supo cómo interpretarlo.

—Pues id en hora buena, esposo mío.

Le vio alejarse. Se fijó otra vez en cómo se le rizaba el pelo fino y rubio por debajo de la gorra de ante marrón.

No era la primera vez que se iba prometiendo regresar.

* * * * *

El primer día de mayo vinieron campesinos a bailar en el patio. Anna salió con Bek para enseñarle cómo evolucionaban alrededor del mayo, y envidió la flexibilidad de sus cuerpos.

Ya se sentía muy pesada; siempre cansada, y temerosa por su abuela, que apenas salía de la cama, salvo cuando ella se la llevaba al jardín para contemplar las abejas, las mariposas y las flores nuevas de la primavera.

—Pronto tendrás noticias suyas, Anna. Es un buen hombre. No es fácil estar entre dos mundos.

Cuando no se adormecía al sol, la abadesa le contaba cosas de su madre, Rose, y de su padre, Colin, historias que ella siempre escuchaba con avidez.

—El celo religioso te viene de tu padre. Este pronto que tienes y este pelo tan rojo..., todo eso te viene de tu tío Alfred.

Parecía que la consolaran tanto como a Anna los recuerdos.

—¿Y mi madre? ¿De ella qué tengo?

—Elegancia, belleza y un linaje que se remonta hasta nuestro Señor.

—¿O sea, que tú no odias a los judíos, abuela?

—Mi Señor era judío. ¿Cómo podría odiar a los judíos?

—En Praga, un domingo de Pascua, los encerraron en una sinagoga y la incendiaron. Hubo tres mil muertos.

Anna lo había oído contar infinidad de veces, pero fue la primera que se lo imaginó. Oía los gritos a su alrededor, entre cortinas de humo. Veía mentalmente las llamas y olía el humo y el miedo. Se puso una mano en la barriga, en un gesto protector.

—Algunos eran niños —dijo.

La abadesa, sin embargo, no la había oído. Dormía al sol.

* * * * *

En junio llegó un mensaje corto de su marido. Al menos era como estaba firmada la carta, porque Anna no tenía la sensación de estar casada. Era una misiva breve y críptica.

Me temo que empieza a fallarme el disfraz. Aquí mi ausencia causaría extrañeza y mi presencia allí te pondría a ti en peligro. En la abadía estás a salvo. Dale recuerdos a la abadesa. Me he puesto en contacto con nuestro amigo común para informarle del peligro que corre. Es posible que pase a verle antes de volver junto a ti.

Estaba firmado «tu marido».

Curiosamente, a Anna le pareció reconfortante la frialdad de la carta, porque siempre que Gabriel le decía palabras de amor, tarde o temprano acababa abandonándola a conciencia. Quizá por su forma de ser le ligase el deber y no el amor... Aunque con el deber no se calienta la casa.

Ni con el resentimiento, se recordó.

* * * * *

A mediados de julio, Anna se puso de parto. «¡Unos veinte dolores!», pensó al cabo de seis horas. ¿Qué sabría Gilberto el Inglés? Entonces se acordó de la facilidad del parto de Lela.

—Es un poco mayor para tener al primer hijo —dijo la partera, haciendo chasquear la lengua—. A partir de cierta edad es más difícil.

La hermana Matilde cogía la mano de Anna mientras le secaba la frente, levantando su pesada melena, chorreante de sudor. Sintió una brisa refrescante en la nuca. Se preparó para la siguiente oleada de dolor.

—No le hagas caso, Anna. Tú piensa en el bebé. Piensa en cuando le tengas en brazos.

Doce horas después, pálida y sin fuerzas, tenía al bebé en sus brazos.

—Es muy bonito —se jactó la partera, como si fuese obra suya y no hubiera hecho Anna todo el esfuerzo.

—¿Y el padre? ¿Llamo a un cura del pueblo para que le bautice o le llevarás mañana por la mañana a la capilla? —preguntó.

—Le bautizará la madre superiora —dijo Anna, después de que se fuera—. Tiene fuerzas para meter a un bebé en la pila bautismal.

Sabía que la hermana Matilde no protestaría. Cuando no había un cura cerca, a veces las hermanas oficiaban la misa por su cuenta.

—¿Cómo quieres que se llame, Anna?

Era la abadesa, que había aparecido en la puerta de la habitación mientras la partera lo recogía todo.

—Se llama Finn. Finn, hijo de Gabriel.

La abadesa sonreía. No llevaba el velo. Se le extendió a los ojos la sonrisa.

* * * * *

El hijo de Gabriel tenía seis semanas cuando vio a su padre por primera vez.

—Está en el huerto con el pequeñito, hermano —le dijo a Gabriel la novicia que acudió a las puertas de la abadía.

Anna estaba a la sombra de un peral, con la blusa desabrochada y el niño en el pecho. Tenía apoyada la cabeza en el tronco del árbol y los ojos cerrados. Su expresión era la de una mujer absorta en un sueño placentero. En el suelo había una cesta de peras recién cogidas, con la piel ligeramente sonrosada, como la de los hombros y el cuello blancos de Anna. El calor de la tarde perfumaba el aire con la fragancia de la fruta muy madura. Sólo se oía el zumbido de una abeja que revoloteaba por encima de la cesta y los ruiditos del bebé al chupar. La visión tuvo un efecto exaltante en Gabriel. Por fin aparecía Eva. Por fin aparecía el edén.

Sintió avivarse su deseo y tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada del profundo escote de Anna y posarla en la cabeza, sin pelo de su hijo. ¡Su hijo! ¡Qué voraz duendecillo! El bebé hizo un ruidito gutural. Gabriel se rió.

Anna abrió los ojos y se le tensaron las facciones.

—Ah, al final has venido; para ver tu obra, nuestra obra. Hace cuatro meses cumplidos que prometiste ser mi esposo.

—Y he mantenido mi promesa.

A juzgar por su expresión, Anna no sabía qué responder.

—Quiero decir que te he sido fiel. Y aquí estoy. ¿Puedo cogerlo?

—No tienes que pedir permiso. Es hijo tuyo. Me alegro de que vengas vestido de marido. Podría vomitarte encima del hábito negro y siendo de tan buena tela...

Pues no, no era el edén.

Gabriel tendió los brazos y cogió al niño con cuidado. Había bautizado a muchos bebés, pero la sensación fue diferente, como si el niño formase parte del brazo y hubiera brotado de él. Primero el bebé torció la boca, como si quisiera llorar. Después cerró los ojos y se durmió. Gabriel le limpió un poco de leche de las comisuras de los labios e intentó no mirar mientras Anna manipulaba la fina tela del corpiño para cerrarlo.

—De ahora en adelante ya no necesitaré el hábito —dijo, dejando que el bebé le chupara un dedo y preguntándose si en el pezón rosado y grueso de Anna la sensación sería más intensa. Ahuyentando la idea, añadió—: El arzobispo se empieza a impacientar. Sospecha que uso la búsqueda de pruebas como una simple excusa. He estado ganando tiempo para que tú y el bebé estuvierais bastante fuertes para el viaje.

—Pero..., pero ¿adónde iremos? ¿Dónde viviremos? ¿El arzobispo sabe algo de la boda?

—No, todavía no, pero sospecha que he faltado a mi misión. Han detenido a sir John, y yo intenté avisarle. Como no servía de nada, salí en su defensa y hasta fui a ver al rey. Me llamarán para testificar durante el juicio, y pienso hacerlo a su favor. Si el arzobispo se entera de nuestro matrimonio, podría ser peligroso para ti y mi hijo. Hasta es posible que intentara usarte para hacerme declarar en contra de sir John. Os llevaré a un lugar seguro. Os dejaré en Appledore, en casa de mi madre, y si sobrevivo al juicio iré a buscaros. Si no, tú y... ¿Qué nombre le has puesto?

¡Si sobrevivo al juicio!

—Finn Gabrielson. Por mi abuelo —dijo escuetamente Anna.

Gabriel acarició la pelusa de la cabeza del bebé, y la parte blanda del cráneo le recordó la vulnerabilidad de su hijo.

—También le has puesto mi nombre.

—¿No te acuerdas de que fue la razón de que me casara contigo? Para ponerle tu nombre —dijo Anna.

—Pero ¿y la madre superiora? ¿Y Bek? ¿Aquí están a salvo?

—Dudo que Arundel vuelva a ocuparse de la abadía. No hay bastantes pruebas. En cuanto a Bek... Bueno, goza de la protección del rey; si quieres puedes llevártelo, pero si es más feliz aquí... En fin, decididlo entre los dos.

—Pero es que ésta es mi casa. No puedo irme.

—Tienes que irte, Anna. ¡Ahora mismo!

—¿Ahora, Gabriel? ¿Qué te crees, que puedes venir aquí y...?

—Ahora, Anna. No por mí, sino por el niño. Si Arundel se entera de que es hijo mío, podría acabar en algún monasterio, educado en la religión que llamas falsa, como me ocurrió a mí. ¿Es el futuro que quieres para él?

—Déjame que me despida de la abadesa —dijo Anna, y añadió, mirándole con los ojos llorosos—: Gabriel, ¿tú sabías que la madre superiora es mi abuela de verdad?

—Pero si dijiste que tu abuela era judía...

Gabriel susurró la palabra, como si hasta los perales pudieran tener oídos.

—Tenía dos abuelas —dijo Anna—. Mi otra abuela era Kathryn de Blackingham. Mi padre murió por la causa lolarda, o sea, que ya ves que tengo una larga herencia de herejía.

Volvió a coger al niño en brazos, antes de dar media vuelta y meterse en la cocina de la abadía, dejando a Gabriel contemplando su edén vacío.

XL

Me sujeto a ti en vasallaje para guardarte

fidelidad de vida, miembros y adoración

terrena contra todos los hombres [...],

exceptuando la fe de mi señor Enrique, rey de

Inglaterra, y de sus herederos.

Juramento de vasallaje de un

manual inglés del siglo XIII

El rey no había dormido bien. Amanecía finalmente el día tan temido desde hacía una semana: el 23 de septiembre del año de Nuestro Señor 1413. Era la fecha escrita en la real orden, la fecha en que sir John Oldcastle, señor de Cobham, debía entregarse a la guardia del rey.

Mientras Harry, nervioso, se asomaba a la ventana de su habitación, una parte de su ser albergaba el secreto deseo de que su antiguo amigo eludiese el arresto, de la misma manera que había burlado la orden de registro del arzobispo. Pero ¿cómo eludir una orden firmada de propio puño por el rey para que se entregase?

Entró el gran chambelán, seguido por un ujier que llevaba una pesada bandeja.

—Una loncha de panceta y unas cuantas peras cocidas, tal como habíais pedido.

Dejaron la tabla cerca del hogar, ya que el frío de la mañana aún no se había despegado de los muros del castillo.

—Hay un mercader que pide ser resarcido, el fraile dominico de siempre y...

—Despedidlos a todos. Hoy no recibimos peticiones —dijo Harry.

Masticó sin ganas la panceta, mientras el chambelán calentaba sus sábanas al fuego. Después les hizo señas de que se marcharan. El ruido del ujier al recoger las cosas no le impidió percatarse del chirrido del rastrillo. Corrió a la ventana. Sólo eran unos cuantos carreteros, con el reparto diario.

—Que se nos informe sin dilación de cualquier visitante noble —le dijo al chambelán.

—Sí, majestad. —El camarlengo le tendió el jubón—. ¿Os traigo el arpa?

Harry sacudió la cabeza. No estaba de humor.

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