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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (56 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—Sólo que era de mi madre, herencia de la suya. Fue el regalo de bodas de mi abuelo a mi abuela Rebekka. Yo nunca me había fijado en la estrella. Estoy segura de que me lo habría dicho si se lo hubiera preguntado.

La abadesa frunció el entrecejo.

—Me sorprende que no te lo contara. Fue una cobardía. Pero lo que hizo cobarde a Finn fue lo mucho que te quería.

—¿Contarme qué? Era el hombre más valiente que he...

—Tú tenías dos abuelas, Anna. Tu abuela Rebekka era judía.

Rebekka. No era un nombre cristiano. ¿Por qué nunca le había llamado la atención? ¡Su abuela, judía! ¿Cómo era posible? Pero bien que su abuelo se lo habría contado... ¿No?

Volvió a ver el hacinamiento de Judenstadt, el cúmulo de humillaciones que sufrían los judíos incluso en Praga, uno de los últimos refugios que les quedaba en todo el orbe cristiano. Se acordó de cuánto les compadecía y de cuánto se alegraba de no haber nacido entre ellos. ¡Cómo debía de haberse reído Dios de ella!

Ahora entendía la extraña simpatía de su abuelo hacia los judíos, cuando en Praga había muchos que los rechazaban. Estaba demasiado aturdida para extrañarse de que la abadesa conociera cosas tan íntimas sobre ella; demasiado anonadada, también, para pensar en lo que podía significar.

—Entonces, ¿yo también soy judía? Y mi bebé...

—No, Anna, tú eres cristiana. Si eliges serlo. Te bautizaron en el cristianismo y te educaron como cristiana, pero es bueno que lo sepas. La elección es tuya. Dos abuelas, Anna. Yo soy Kathryn. Soy tu otra abuela.

Tendió una mano, como si quisiera coger la de su nieta, pero la retiró en el último momento.

—¿Vos? ¿Vos sois Kathryn? —«No —pensó Anna—, lo habré entendido mal»—. No podéis ser Kathryn, al menos esa Kathryn. Murió durante una gran revuelta, en un incendio. Mi abuelo no me habría mentido...

La abadesa no miraba a Anna, sino sus manos, cruzadas en el regazo. La única señal de angustia era que sus dedos retorcían el hábito.

—No fue él quien mintió. Él me creía muerta. Le engañé. Siento decirlo, pero no era la primera vez. De todos modos, he pagado con creces el engaño. —Hizo una pausa para mirar a su nieta de hito en hito—. Era la única manera, Anna. Si hubiera sabido que estaba viva, seguro que no se habría ido, y quedarse en Inglaterra habría supuesto el final de su vida. El obispo que le tenía preso nunca le habría dejado en libertad, y yo estaba demasiado enferma para acudir junto a él. Sabía que su única oportunidad, la de vosotros dos, era cruzar el canal de la Mancha.

—Pero ¿cómo lo has sabido?

—Desde el principio me di cuenta de que entre tú y yo había alguna relación. Creía que era nuestra causa común, hasta el momento en que reconocí el collar.

Ninguna de las dos dijo nada en el silencio del jardín, mientras el cerebro de Anna se convertía en una vorágine de preguntas —y de cierto rencor al acordarse de que su abuelo había llevado luto por aquella mujer durante el resto de su vida—. Al cabo de un rato, la abadesa empezó a hablar tan bajo que tuvo que inclinarse para oírla. Habló sobre la madre de Anna, Rose, y sobre Finn el Iluminador, y sobre una tal Kahtryn de Blackingham, que los quería a ambos.

—Yo a tu madre la quería como una hija —dijo—. Lloré durante años por haberla perdido y por haberte perdido a ti.

Cuando llegó al final de su relato, le temblaban las manos, y Anna pugnaba por no verter lágrimas de pena tanto por Finn como por Kathryn. La oruga había logrado volver al borde del hábito de la abadesa. Anna la aplastó con la punta del zapato.

—No te enfades tanto, cariño, que a la muerte no se la puede matar. Hasta hay algunos que la vemos como una amiga. Ya lo entenderás cuando estés tan cansada como yo. Ya sé que tienes preguntas, pero la verdad es que me gustaría descansar. Ayúdame a entrar.

Anna la acompañó con gran cuidado hasta la puerta de su habitación, y la ayudó a acostarse.

—Abuela —dijo, sin que se le hiciera raro pronunciar la palabra—, me gustaría que mi abuelo pudiera ver lo guapa que eres.

Y besó dulcemente la sien cicatrizada, sintiendo en los labios su tirantez.

La abadesa le acarició la mano.

—Ya hablaremos más tarde, cuando hayas tenido tiempo de meditar sobre lo que te he dicho. Ha preguntado por ti el hermano Gabriel, y le he dicho que esta tarde estarías en la capilla. Puede que vaya a buscarte. Tiene sus defectos, Anna, pero a mí me parece una buena persona. Es posible que se le pueda redimir, con la ayuda de Dios y de una mujer buena.

A Anna se le escapó la risa, pero sólo un momento. Ella no estaba tan segura, porque había visto cambiar de piel al camaleón.

Primero fue a su habitación para descansar los ojos rojos y después a la capilla, pero no a ver al fraile, se dijo, sino en busca de otro interlocutor. Cuántas preguntas... ¿Y dónde invocar mejor al Espíritu que en uno de los lugares en el que, a decir de algunos, residía?

XXXVIII

[...] seducir a una mujer con palabras;

de matrimonio hacer falsa promesa

sólo para poder yacer con ella;

con ese engaño la haces acceder,

y en grande apuro a ambos recaer.

Robert Manning
,
Handlyng Synne

El hermano Gabriel no fue a la capilla a pesar de que Anna se quedó hasta vísperas. «¡Qué tonta has sido sólo de pensarlo!» Sin embargo, tenía demasiado que hacer para darle muchas vueltas. Ni tan siquiera los nervios que le provocaba la simple mención del nombre del fraile podían atenuar su dicha. No estaba sola. Tenía una abuela. Una abadesa. Una mujer de prestigio y con cierto poder. También —alegaba la prudencia— una mujer bajo sospecha por su asociación con sir John. Una mujer tan enferma, tan débil, que podía dormirse y no volver a despertar.

—Hiciste mal en dejar que se fuera, abuela.

Lo musitó como una oración. ¡Qué diferentes habrían sido las vidas de todos! Sólo de pensarlo, sentía una pena tan aguda como si acabara de perder a un ser querido, pero ¿cómo podía estar tan segura? «Piensa en todo lo que hicieron cada uno por su lado en bien de la causa, Anna; piensa en los libros que han copiado y en las almas a las que han llegado.»

Cuando llamaron a vísperas las violentas campanas y las monjas desfilaron arrastrando los pies para entonar sus oraciones, Anna salió de la capilla y se fue a su habitación, cruzando el jardín en penumbra. Al llegar a la puerta de la madre superiora (su abuela), se paró a escuchar. No se oía nada. Abrió sin hacer ruido y se asomó. La abadesa estaba en la cama, inmóvil como una estatua. Una estatua o un cadáver. «No, por favor, Jesús; ahora que acabo de encontrarla, no.» Le alivió apreciar un ligero movimiento en el pecho de la anciana. Se apartó de puntillas del umbral y cerró la puerta sigilosamente.

Echó un vistazo a las celdas de invitados. Otra puerta cerrada. La habitación del hermano Gabriel parecía desocupada, con el oscuro brillo del cristal de su única ventana, como un ojo de cíclope gigante. ¿Por qué, si Anna había tenido la sensatez de no fiarse de él, se le helaba un poco el corazón ante la idea de que pudiera haber vuelto a abandonarla?

¿No eran sinceras las palabras que había dicho en la celda de la torre? ¿Sería todo un truco? A menos que fuese la lengua viperina de Anna la que le hubiera disuadido de una decisión no demasiado firme... Qué endebles, entonces, toda su retórica inquebrantable y sus protestas de amor... La quema de las indulgencias había sido puro teatro. Probablemente ya las hubiese sustituido. Bien pensado, Anna no había llegado a ver el texto de los papeles.

También era posible que se hubiera asustado al enterarse a través de la abadesa de que su prometida tenía una gota de sangre judía en las venas. «Pues entonces no eres un hombre como lo fue mi abuelo —pensó Anna—, y yo no me conformo con menos.»

Cuando llamaron a la puerta, sólo llevaba el camisón. Pronto habría que retocar las costuras del vestido, a pesar de la moda de la cintura alta. Le dio un respingo el corazón, pero seguro que Gabriel no vendría a su cuarto. No era decoroso.

—Señora Anna, tengo un paquete para usted.

Era la novicia joven.

—¿Quién me lo envía? ¿Lo sabes? —preguntó al cogerlo.

—No. Lo ha traído del castillo un joven paje.

Lady Joan siempre la trataba tan bien... Seguro que sabía que a Anna se le estaba quedando pequeña la ropa, y a pesar de su honda preocupación por sir John, tenía presentes sus necesidades.

Se apresuró a tender el vestido en la cama. En efecto, era bastante más holgado, incluso en el corpiño. Estaba hecho de un damasco azul exquisito, con cintas de un azul más oscuro y mangas muy largas con el revés de raso color crema. Anna nunca había visto un vestido tan bonito.

¡Qué generosidad! Pero no era en absoluto lo que necesitaba. ¿Cuándo se iba a poner ella una prenda tan lujosa? No era un vestido para una humilde copista, ni siquiera para la mujer de un clérigo que hubiera colgado los hábitos, pensó amargamente.

Dentro había una guirnalda trenzada con cintas de raso color crema, muguete y rosas secas. Parecía una guirnalda de novia.

La cogió con cuidado, se quitó la toca y se puso la guirnalda en la cabeza. En ese momento se cayó una nota al suelo. La recogió y leyó febrilmente su contenido.

Anna de Praga, acepta este vestido y llévalo en la capilla el día de Pascua por la mañana, el día de la resurrección de nuestro Señor, el día en que todo se renueva y se redime el mundo. Después de la misa pascual, me reuniré contigo en los escalones de la capilla, y en presencia de lady Cobham, varios testigos y un sacerdote que sin la menor duda será de tu agrado, te convertiré en mi esposa. El hecho de llevar este vestido será la señal de tu consentimiento. Mi corazón anhela vértelo puesto. Haremos frente juntos a lo que nos depare el futuro y juntos daremos la bienvenida al mundo a nuestro hijo. Con el paso del tiempo recuperaré la confianza que ya no tienes en mí.

La nota estaba firmada «Gabriel», con fuerza y de corrido.

Anna, con la guirnalda en la cabeza, se acercó al cristal de la ventana para intentar ver su reflejo a la luz de la vela. Pensó que la mujer que la miraba no tenía nada de judía: ojos azules y una melena pelirroja coronada por una guirnalda de flores. «Parezco una novia, una novia cristiana.» Sin embargo, el resplandor de la vela resaltó las perlas de la cruz del collar. Ahora que conocía su presencia, nunca volvería a mirar la cruz sin ver la estrella.

Se sentó en la cama, cogió la carta de Gabriel y la releyó. Dos veces. Tampoco sabía cómo interpretarla. ¿Era otra farsa, una nueva trampa tendida por un espía de Roma? No, no le creía capaz de tanto. O no quería creerlo. Y sin embargo... ¿podía salir algo bueno de aquel nido romano de falsa religión y de avaricia? Lo dudó. ¿Y si Gabriel estaba tan confuso como ella, igual de desesperado y de solo? ¿Sería posible que tuviese más de VanClef que de fraile dominico?

—Dime qué hacer,
Dĕdeček
...

Pero no apareció ningún fantasma que la reconfortase.

Se tumbó en la cama, contenta de que no estuviera Bek para oírla llorar y sollozó con la cara en la almohada. Se le torció la guirnalda de flores y una de sus frágiles rosas se deshizo. En el suelo se formó una montañita de pétalos secos, una marchita montañita de polvo.

* * * * *

El hermano Gabriel volvió de noche a la abadía. Dejó el caballo en el establo y cruzó el claustro. En la habitación de Anna no había luz. Su intención había sido volver de día, ir a buscarla a la capilla y sonsacarle una respuesta, pero le había entretenido el cura lolardo, reacio a dejarse convencer de que no estaba frente al típico fraile lujurioso y corrupto con intenciones de engañar a una pobre ingenua mediante un matrimonio clandestino para después abandonarla.

Gabriel se había sometido a sus preguntas durante dos horas, en una situación cuya ironía no se le escapaba. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Un fraile dominico, de una orden que había dirigido la Inquisición y que llevaba siglos sacando a los herejes de sus madrigueras, llamado a defender su fe ante un cura lego... Y sin poder hacerlo. Con la única herramienta de las propias palabras de Wycliffe, el cura había ido desmontando pieza a pieza la estructura teológica cuyo aprendizaje había ocupado toda la juventud de Gabriel, a la vez que subrayaba los abusos del clero: la venta de lo que debería ser gratuito, el énfasis en la peregrinación y las reliquias santas, la negación del vaso sacramental a quien no fuera «digno» de ello por haber sido ordenado... ¿Quién, de todos los frailes y curas conocidos por Gabriel, era digno? ¿El arzobispo, que tramaba la caza y captura de un hombre bueno? No, ni tampoco el hermano Francis, cuya vida había sido una gran mentira, y mucho menos él. Nadie era digno. A todos les hacía dignos la sangre de Cristo.

Suerte que le precedía el vestido, regalo de lady Cobham...Gabriel se había brindado a pagarlo, pero no dejaba de aliviarle que ella se hubiese negado, alegando que era su regalo de bodas. ¿De qué caudal disponía él para comprar un vestido de novia? Pese a toda su riqueza, la regla dominica no permitía la propiedad individual. Por mucho que todos los curas «pobres» tuvieran buenos caballos y bebieran vino francés, personalmente carecían de cualquier pertenencia. Hasta el último penique que gastaba Gabriel, hasta el último bocado que se metía en la boca eran de la orden. Todo pertenecía a la institución a la que estaba renunciando. No sería un vínculo fácil de romper.

La importancia del paso que estaba a punto de dar le oprimía el pecho como un terrible peso. Casi no podía respirar. ¿Cómo alimentaría a una mujer y un hijo? O dos, puesto que al fin y al cabo era como si Bek fuese hijo de Anna... Así se lo había expresado a lady Cobham al agradecerle el regalo del vestido.

—Sois un hombre culto, Gabriel. También lo es vuestra prometida. Ya encontraréis una manera... ¡sin vender el alma!

Era la primera que le llamaba «Gabriel» después de la señora Clare, su madre; hasta la propia Anna, tras verle quemar las indulgencias, y oírle anunciar su intención de renunciar al hábito y casarse con ella, seguía llamándole «hermano» con tono despectivo.

¿Estaría en la capilla la mañana siguiente? ¿Llevaría el vestido nupcial?

Se quitó el hábito negro y el escapulario, seguidos por la túnica blanca de excelente tela, y tras doblarlo todo pulcramente lo guardó en un arcón. Después sacó las vestiduras del armario, se llevó a los labios el amito y la estola, los dobló con reverencia y los dejó encima del resto. Era la última vez. La próxima que los llevara, sería como disfraz.

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