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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (61 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Harry pensó un buen rato. Otra ráfaga de viento sacudió la ventana, más fuerte que la anterior. Se sentó frente a su mesa, cogió pluma y pergamino y tendió ambas cosas a Beaufort.

—Tío, escribid aquí lo que os parece que debo decir al arzobispo a este respecto, que lo firmaré. Enviadlo por uno de mis mensajeros. Hay que evitar que Arundel piense que procede de vos.

Después de que el canciller escribiera el mensaje, Harry anotó al final, con su mejor letra: «Su majestad real Enrique V, rey de Inglaterra». Estampó en el pergamino el sello real con la cera caliente y devolvió el pergamino a su tío.

—Una cosa más, canciller. Procurad encontrar al fraile, que deseamos hablar con él.

—Lo intentaré, excelencia, pero es posible que no sea fácil. Yo, de él, me habría ido mucho antes de que amaneciera un nuevo día.

* * * * *

Gabriel se quitó el hábito dominico y se quedó vestido con las mismas calzas y jubón del día de su boda. Se bajó al máximo la capucha. Si lograba evitar al arzobispo confundiéndose con el resto de los visitantes del priorato de Blackfriars, podría examinar el terreno y preparar su escapatoria. Quizá también la de sir John... Sin embargo, al salir del priorato se topó con los hombres del canciller. Echó a correr.

Después recapacitó.

Eran dos hombres armados, que requirieron sin dilación su presencia en la corte. Más valía no tener en los talones al rey y al arzobispo al mismo tiempo. A fin de cuentas el monarca tenía fama de ser amigo de sir John, y ya había demostrado poder ser un valioso aliado de Gabriel.

No obstante, al seguir a los hombres a los aposentos de palacio, se le ocurrió que podía ser un truco. Arundel no era de los que dejaban sin castigo la traición, y no dudaría en usar al rey como cebo. Sin embargo, cuando le hicieron entrar en la estancia del soberano (no en la sala de audiencias), sólo lo encontró a él, que hizo señas a los soldados de que se fueran. Gabriel ejecutó la debida reverencia.

—Vemos que habéis abandonado el hábito, fraile.

—He descubierto que no cumplo los requisitos para ser monje, majestad.

El rey sonrió.

—Nos placería que volvierais a poneros el hábito, hermano Gabriel.

Le tendió su hábito abandonado.

Conque sí era una trampa... A fin de cuentas, aquel rey niño resultaba ser un títere de Arundel.

—Para una última bendición —le pidió el rey—, como favor personal a vuestro soberano. Después podréis perderos con vuestra bonita esposa en la oscuridad laica.

—¿Mi esposa? —balbuceó Gabriel, preguntándose si Arundel también lo sabía.

De todos modos, el arzobispo habría tolerado el matrimonio. Ya había hecho la vista gorda con pecados más graves. Lo que provocaría sus iras era el testimonio de Gabriel, o mejor dicho, su falta de testimonio. En cuanto al rey, por lo visto le parecía divertido que el fraile se hubiera casado.

—¡Ah! ¿Qué, sino el amor, podría hacer que un hombre con vuestro porvenir renuncie a todo? Tampoco es que seáis el primero...

—¿No sería posible que sintiera el llamado de una doctrina más sólida?

Sintió calor en la cara, eterna maldición de las teces blancas.

El rey frunció el entrecejo.

—Veo que sir John ya tiene un converso.

Gabriel consideró preferible no confirmarlo ni negarlo.

—No lo confeséis. Por hoy ya hemos oído demasiadas confesiones de herejía. Lo que os pido es que os pongáis una vez más el hábito. No me importan vuestras razones. Yo también tengo las mías, más relacionadas con la amistad que con la teología. De modo que estamos del mismo lado, hermano Gabriel, al menos por hoy.

Le explicó su plan para liberar a sir John, un plan cuya audacia y sencillez estuvieron a punto de hacer reír a Gabriel.

—¿A este caldito y este pan rancio lo llamas cena? ¿Cómo se puede conseguir comida de verdad aquí? —tronaba sir John en el momento en que el anciano celador de la Torre del León abrió con llave la pesada puerta e hizo pasar al visitante.

Sir John sólo vio el hábito negro.

—¡Pero, hombre, por los huesos de san Pedro, que no necesito a ningún cura chupasangre! Para durar otros cuarenta días, lo que necesito es pan, carne y cerveza. Hasta un condenado necesita alimentarse. Si no, no habrá nada que quemar.

Entonces reconoció al hermano.

—No me esperaba...

—Dejadnos —le dijo el hermano Gabriel al celador—. Lord Cobham se confesará en privado.

—No tendré la suerte de que llevéis un trozo de ternera dentro de las mangas... —dijo sir John al cerrarse la puerta.

—Mejor. Os traigo noticias —susurró su visitante.

—Si no os importa, prefiero un trozo de ternera, a menos que se trate del indulto del rey o de noticias de mi señora esposa.

El fraile sacudió la cabeza y se puso un dedo en los labios. Sir John pensó que nadie sabía mejor que él que el arzobispo tenía espías en todas partes.

—Vengo a daros la oportunidad de retractaros y a deciros que, en caso contrario, vuestra dama ha sufragado misas por vuestra alma.

El fraile lo dijo en voz alta, para que se oyera al otro lado de la puerta de roble macizo.

John se dio cuenta de que era una mentira. Joan jamás pagaría a ningún cura para que oficiara misas por su difunto esposo. ¿Cuál era, entonces, la razón de la visita? ¿Por qué seguía ahí un fraile que había quebrantado su fidelidad al arzobispo? A menos que también esto último fuese un truco de Arundel para engañar al preso, dándole una falsa impresión de seguridad que le hiciese comprometer a otras personas con su testimonio...

Joan siempre le acusaba de ser duro de mollera en lo tocante a los motivos de los actos ajenos. Sir John era demasiado propenso a creerse al pie de la letra lo que le decían.

—No pienso retractarme. Estáis malgastando saliva, predicador.

Fray Gabriel empezó a entonar en voz alta:

—De profanáis,..

Sir John quiso protestar, pero él sacudió la cabeza.

Luego se agachó y bajó la voz, pero sin romper la cadencia.

—Me ha dado recuerdos un pergaminero de Smithfield. Dice que os desea buena salud.

—No sé qué...


Réquiem
eternam
... Maese Fisher...
Domini
... —Primero en voz alta, y después en voz baja, siguiendo un ritmo—. William Fisher. Me ha pedido que os diga...,
et lux perpetua
..., que hay pieles más dignas de esfuerzo que otras.

¡El rey! Era un mensaje de Harry.

—Decidle a maese Fisher que me transmita personalmente sus buenos deseos —susurró sir John.

—Dice que quizá no pueda robar tiempo a sus obligaciones, pero que hará lo posible... Gloria Patria... Debéis estar preparado...

Después el sacerdote dijo en voz alta, sin dar tiempo a sir John de contestar:

—Ya hemos acabado, celador.

La llave giró enseguida en la cerradura.

—Traedle algo más de comer, que a este ritmo no durará cuarenta días, y el rey ha ordenado que se le concedan cuarenta. No sería del agrado de su majestad saber que se ha tratado mal a uno de sus nobles. Yo tengo otras visitas que hacer en la Torre Blanca. Deseo venir a ver a sir John cuando haya terminado sus devociones. Dejad la llave dentro de la cerradura, que os la devolveré.

El fraile cruzó la puerta detrás del celador. La llave quedó donde se había dicho.

Sir John casi no había tenido tiempo de reflexionar sobre el sentido del mensaje, ni de pensar para qué debía estar preparado, cuando volvió a girar la llave.

Esta vez no era ningún cura con casulla.

Reconoció enseguida al visitante.

—Supongo que venís a ofrecer compasión, maese Fisher, pero yo lo que suplico es un indulto.

—¿Suplicar? ¿El orgulloso lord Cobham?

John se sulfuró.

—Está bien, no suplico ningún favor a mi rey. Exijo el pago de una antigua deuda a un camarada de armas.

—Entonces hay que darse prisa —dijo Harry. Se sacó un hábito negro de debajo de la camisa y se lo tiró a sir John—. Póntelo. El arzobispo cree que su rey sólo ha salido de la sala de audiencias para hacer pipí.

John se sintió sonreír.

—Como en los viejos tiempos, ¿eh, Hal?

Maese Fisher no sonrió.

—Se acabó la diversión, Jack. Estás jugando a un juego peligroso.

—¿Y el hermano que llevaba esta túnica? —preguntó sir John, haciendo lo posible para que cupiera en su cuerpo grandote—. ¿Se ha escondido desnudo en algún sitio?

—Ya se ha ido a reunirse con su mujer, con las calzas y el jubón sencillos propios de un hombre de ambiciones mucho más modestas.

—Ah. —Sir John se puso la capucha—. Me alegro. Es buena chica y se merece un marido honrado. Además, no me gustaría nada tener su muerte sobre mi conciencia.

—Entiendo tus sentimientos, pero hay algunas muertes que no podemos impedir. De ahora en adelante harás bien en recordarlo. Hay lealtades más fuertes que la amistad.

—No podría estar más de acuerdo, excelencia.

Sir John tampoco sonreía.

Cuando maese Fisher y un cura dominico salieron al pasillo vacío y bajaron por la escalera de la cárcel de la torre, el lacayo de la entrada les prestó muy poca atención.

—Que tengáis buen día, hermano —dijo, sin fijarse en lo mucho que había crecido y engordado el fraile en una hora.

Cuando entró el mensajero en la estancia, el rey, el canciller y el arzobispo estaban hablando de la coronación.

Arundel salió y volvió deprisa. Tenía el rostro ceniciento.

Lanzó una mirada hostil a Beaufort y susurró algo al oído del rey.

—¿Cómo que se ha escapado? —fingió indignarse el rey, ante el ceñudo arzobispo.

No se le pasó por alto la cara de satisfacción de su canciller. Pese a no ser especialmente amigo de los lolardos, Beaufort no podía menos que alegrarse de cualquier cosa que bajase los humos al arzobispo.

—¿Cómo? ¿Cuándo? —Tan emocionante era el juego, que a Harry le costó no sonreír. Por un momento deseó tener a su lado a sir John, para que compartiera su satisfacción, pero si todo seguía según sus planes, ya estaría en High Street, yendo hacia Gales sin haberse quitado el hábito de fraile dominico—. ¿Le ha ayudado alguien?

La expresión del arzobispo era como de hacer aguas mayores, y duras, en el orinal.

—Parece que un pergaminero de Smithfield se ha conchabado con una víbora a quien teníamos entre nosotros; un tal hermano Gabriel, en quien yo confiaba.

—Vaya, Vaya... —Beaufort se sonrió—. Otro monje echado a perder. Pero bueno, arzobispo, ¿no sois capaz de mantener el orden entre vuestras filas?

—Me permito recordaros, mi señor Beaufort, que antes que canciller fuisteis obispo y que es posible que volváis a serlo. No está dicho que algún día no me deis motivo para deciros lo mismo.

—Nada de peleas, señores —dijo el rey, chasqueando la lengua—. Por la mañana daremos la alarma sobre lord Cobham. Quizá el tesorero encuentre la cantidad necesaria para una recompensa. De momento, sigamos con nuestros planes. Inglaterra necesita que se unja a su rey.

La cara del arzobispo aún acusaba la tensión, pero lo único que dijo a regañadientes fue:

—Como deseéis, excelencia. Supongo que se puede esperar hasta mañana. No irá muy lejos.

Gabriel llegó a Hastings con el alba. Quedaba unas cuantas millas al sudoeste de Appledore. Sólo se paró lo necesario para hacer su última visita a la abadía de Saint Martin.

Estaba en la capilla, contemplando el suelo donde estaba enterrado el hermano Francis, y lo único que sentía era pesar. Ahí yacía, pudriéndose como la carne de debajo de las losas, todo aquello en lo que él había creído tener fe. Lo que había empezado como un dolor que desgarraba sus entrañas acababa siendo un gran vacío hecho de insensibilidad.

Gabriel ya no estaba seguro de nada, ni de los dominicos ni de los lolardos. Ya no tenía claro si el Papa era el descendiente legítimo de san Pedro o el Anticristo, ni si las indulgencias venían del Padre de Roma o del Padre de los Cielos. No tenía claro si Dios prefería que se rezase en latín, en checo o en inglés. No tenía claro si el vino se convertía en sangre dentro de la boca o sólo en el corazón.

No sabía si el dogma tenía alguna importancia.

Pero una cosa sí sabía: que no quería que el día en que su hijo estuviera ante la tumba de su padre sintiera aquel vacío. Y también otra cosa: que Dios oía rezar en cualquier idioma. ¿Cómo podía creer lo contrario? Pese a haber abandonado la Iglesia, llevaba unos días sintiendo la presencia del Paracleto, el verdadero Espíritu, que le empujaba como un viento en la espalda, dándole valor y guiándole en direcciones que sin él tal vez no habría tomado. Pastor Dominus est. «Ahora que ya no tengo otro pastor, tendrá que serlo el Señor», pensó.

Al salir, pasó por el despacho del prior.

—En el establo hay un caballo que pertenece al arzobispo. Ocupaos de que sea entregado en Canterbury —le dijo al secretario.

El hermano parecía a punto de reconocerle.

—¿Algún mensaje, campesino...?

«¡Cómo nos define la manera de vestir!», se dijo.

—Podéis decirle al arzobispo que fray Gabriel le devuelve lo que es suyo. Ya no lo necesita.

Y se fue, dejando al monje con la misma cara de extrañeza, de saber y no saber quién era.

Le llevó un carretero que iba hacia Appledorn, hacia su madre, Anna y su hijo. No se relajó hasta oler el mar. Un hermoso sol de septiembre deshacía la niebla. En el puerto, las olas mecían un barco. Gabriel no conocía su rumbo, ni falta que le hacía. Al día siguiente, al otro o a la semana siguiente, cuando zarpase el barco (fuera donde fuera), llevaría a bordo a Gabriel, Anna y el pequeño Finn. Dios, y Anna, mediante.

XLII

A menudo, de los únicos que puede oírse lo que

predica la Iglesia acerca de la salvación es del cura o

el capellán [...]. Si llegara a vuestros oídos nuestra

lección, recordadla, para que no entorpezca vuestra

salvación la ignorancia que podría haceros errar el

camino.

Cristina de Pisán
,

El libro de las tres virtudes
(siglo XV)

La señora Clare se inclinó hacia la cuna de su nieto para envolverle por enésima vez con las mantas. No paraba de quitárselas de encima a patadas, a pesar del frío de la habitación. Había sofocado el brasero y había sacado el fuego para cocinar porque el humo de la turba no dejaba respirar bien al bebé.

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