La comerciante de libros (63 page)

Read La comerciante de libros Online

Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
10.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

En ese momento la cegó otro relámpago que partió el cielo en dos, con un fragor digno del fin del mundo. El caballo blanco se encabritó, arañando el cielo, y al hacerlo desmontó a su jinete, que se cayó como Satán del paraíso: la muerte, el temido enemigo, convertido en una montaña de harapos y huesos. En aquel instante de asombrosa claridad, Anna podría haberse compadecido de la muerte, y hasta del viejo arzobispo, de haber tenido fuerzas para sentir.

Cesaron los relámpagos.

Se alejaron los truenos. Las nubes se fundieron en un muro gris.

Los sollozos de Anna se apagaron como los truenos.

Gabriel la apartó de la tumba y la arrastró hacia la entrada del cementerio. Bajo la protección del tejadillo, se quitó el jubón y lo puso encima de los hombros de Anna, abrazándola. Estaban sentados en el mismo banco donde pocas horas antes había descansado el ataúd de Kathryn. Se oía gotear la lluvia desde los aleros del tejado en punta.

Cuando Anna estuvo un poco repuesta, Gabriel dijo sin dejar de abrazarla:

—No podemos quedarnos mucho tiempo aquí. Voy a llevarte a Appledore. Tú y el niño podéis acompañarme o no. Te casaste conmigo para salvar del oprobio a nuestro hijo, pero eres la única que puede convertirme en tu marido. De ti depende.

Ella se soltó. Gabriel se levantó y le limpió la cara de barro con la manga.

—¿Y tú me dices eso habiendo renunciado a tanto, Gabriel?

Anna tenía la voz ronca. Le dolía hablar.

—Yo no he renunciado a nada, Anna. El mismo día en que te vi en el puesto de libros, me dije que Dios te había puesto en mi camino para que te salvase.

Siguió un momento de silencio en que la tórtola, con su reclamo solitario, volvió a llamar a su compañero. Anna se preguntó si también lo oía el espíritu de Kathryn.

—Pero era al revés —dijo en voz baja Gabriel—. Dios, en su misericordia, te puso en mi camino para que tú me salvaras a mí. Lo único auténtico de mi vida, mi única seguridad, es el amor que siento por ti y por nuestro hijo. —Señaló la tumba reciente—. En ella vi más a Jesucristo que en todos mis hermanos de sotana negra.

—Ahora llevas la ropa de marido —dijo Anna al oír mencionar el hábito negro.

Lo examinó atentamente, como si le viera por primera vez: un plebeyo cansado, apoyado en la puerta del camposanto, con barro en las calzas y las mangas de la camisa mojadas y pegadas a los brazos. ¿Qué habría pensado de aquel Gabriel si le hubiera conocido antes que al otro? ¿Se habría enamorado de él? Viéndole en aquel momento, encorvado de hombros, con una mirada de dolor... ¡Qué valiente tenía que ser para replantearse todas sus creencias, o lo que creía que eran sus creencias, y ver que se desmoronaban! Tenía algo de VanClef y algo del fraile dominico. Era ambos y ninguno, mejor y más noble que los dos. Anna pensó en Finn el Iluminador y en su amada Rebekka; en cómo su abuelo había renunciado a su condición de noble para casarse con una judía.

—Para mí también fue una misericordia —dijo—. Yo no tengo otra casa aparte de la que construiremos juntos, tú, yo y Finn.

Le miró fijamente a la cara, tratando de averiguar sus pensamientos, y le pareció ver alivio en la relajación de los músculos de alrededor de la boca y en el suspiro que profirió a medias.

—¿Estás segura, Anna? ¿Estás segura de que es lo que quieres? Podrías quedarte en casa de mi madre. Estaríais a salvo, tú y el niño. Yo no te pienso abandonar. Os mandaré todo el sustento que pueda.

—¿Qué pasa, Gabriel, que no nos quieres? ¿Es lo que me estás diciendo?

—¡No! Te lo juro por lo que más quiera. Quiero estar contigo, y con él. Es lo único que deseo de corazón, pero vuestra seguridad...

Seguridad. Kathryn había obligado a irse al abuelo de Anna por su seguridad, haciéndole creer que estaba muerta. Había renunciado por amor a él. ¿Era lo que pretendía hacer Gabriel? El abuelo de Anna había llorado toda su vida a Kathryn. Por separado, ella y Finn habían hecho grandes cosas, pero ¿qué no podrían haber hecho juntos? ¿Y cuánta felicidad habían perdido?

—La única seguridad es la que nos da libremente Dios en su misericordia. —Cogió las manos de Gabriel y se las puso a la altura del corazón—. Soy tu esposa. Juntos haremos frente a todo lo que sea preciso, encomendándonos a la misma misericordia que nos unió.

—Entonces, ¿puedes perdonar el engaño de VanClef?

—Si tú puedes perdonar la amargura de Anna...

Las siguientes palabras de Gabriel las endulzó una sombra de la antigua sonrisa burlona de VanClef.

—Supongo que para un copista puede ser una ventaja tener una esposa de lengua afilada, y la tuya podría afilar hasta las más duras plumas.

—Me alegra que penséis así, maese copista, porque probablemente aún debáis oírla muchas veces. —Anna le dio un besito en la boca, y añadió en voz baja, suavemente—: Aprenderemos juntos a perdonar y a confiar.

Cuando Gabriel se disponía a devolverle el beso, ella le apartó y señaló a la hermana Matilde, que corría hacia ellos lo más deprisa que le permitían sus anchas caderas, ignorando la lluvia.

—¡Anna! ¡Menos mal que te encuentro antes que él! —dijo, jadeando—. ¡Tienes que irte enseguida! Me envía la hermana Agatha para avisarte.

—¡La hermana Agatha!

Matilde sacudió la cabeza.

—A caballo regalado no le mires el diente. Agradécelo y punto. Los caminos del Señor son un misterio. Maese Flemmynge está en el locutorio. Dice que ha venido para presentar sus respetos. No hay ninguna necesidad de que te encuentre aquí. —Miró directamente a Gabriel, sin ningún comentario sobre su extraño aspecto—. Ni tampoco a vos.

—¿Puedo despedirme de Bek, al menos?

—No hay tiempo. La hermana Agatha no podrá entretener mucho más al clérigo. Su talento es limitado. Aquí Bek es feliz. Verte sólo le serviría para echarte más de menos. —Pasó un brazo por la espalda de Anna y otro por la de Gabriel para que caminasen por la lluvia—. En la cruz de Rochester encontraréis a un criado de lord Cobham con caballos descansados. Cuando estéis a distancia prudencial, dejad que Anna descanse un poco, Gabriel.

La joven tendió los brazos para abrazar a la hermana, pero se apartó al acordarse de que tenía la ropa manchada de barro.

—Hermana Matilde... Habéis sido una hermana en todo el sentido de la palabra.

—¡Venga, fuera de aquí los dos, que aún me echaré a llorar! Y buena suerte con...

En ese momento salió la voz estridente de la hermana Agatha por la puerta abierta de la capilla.

—Sois muy amable por querer ver la tumba de la madre superiora a pesar de la lluvia, maese Flemmynge, aunque no creo que encontréis a nadie.

Estridente hasta para la hermana Agatha.

Matilde arrojó un paquete a Anna.

—Aquí tienes ropa seca y algo de comida. No volváis por el claustro. Salid por aquí.

Entonces sí que la abrazó, como si le diera igual mancharse de barro el hábito blanco y limpio.

La hermana Agatha seguía en la puerta, obstruyendo del todo la visión de Flemmynge. Se le oyó rezongar. La hermana Agatha se apartó para dejarle echar un vistazo al camposanto vacío. Flemmynge se metió otra vez en la capilla sin fijarse en la entrada, para protegerse de la lluvia y no mancharse sus lujosos ropajes. Agatha cerró la puerta.

Cuando ya estaban fuera de la abadía, Anna miró hacia atrás y vio luz de velas en las ventanas de la capilla: las hermanas, acabando sus oraciones vespertinas. «Es la última vez que lo veo», pensó, intentando grabarlo en su memoria.

Trasladó la mirada a la tumba de Kathryn, para verla por última vez. La cortina de lluvia y la sombra de los árboles casi no le dejaron distinguir la forma de la cruz donde la tórtola, obstinada, seguía llamando a su pareja. Dentro de Anna resurgió la soledad y el luto. No podía marcharse de esa manera. ¿Adónde irían? ¿Qué harían? ¿Y si Gabriel se cansaba de ella, y si se arrepentía de todas sus renuncias?

Justo entonces bajó volando otra paloma de la rama más alta de un tejo del borde del camino y se posó en el brazo de la cruz, al lado de su compañera.

—Mira, Gabriel —dijo Anna—, una pareja.

Pensó que era una señal, pero no lo dijo, para que el culto fraile no la tomase por tonta; la señal de que por fin estaban juntos Finn y Kathryn. «Me lo tomaré como una señal de bendición.» Sintió aligerarse su espíritu.

—Como debe ser —dijo él, cogiéndole la mano—. Pero hay que darse prisa, Anna, no vaya a descubrirnos el lacayo del arzobispo.

—Tranquilo, esposo mío, que a ése no le interesan dos simples peregrinos que lo único que buscan es la misericordia de Dios.

EPÍLOGO

31 de diciembre del año del Señor de 1417.

Queridísima Anna:

¡Qué contenta estoy de saber que han nacido tus gemelas Rebekka y Kathryn! Lo único que me entristece es que la madre superiora no viviera bastante para conocer a su tocaya, aunque al mismo tiempo me alegro de que no haya llegado a oír la triste noticia que tengo que darte. Ayer nos enteramos de que sir John ha dado su vida por la causa en la que creía. Se nos dijo que murió valientemente y que su noble ejemplo ha convertido a muchas personas. Temo que aquí, en Inglaterra, su muerte sólo sea el principio.

Peor aún están las cosas en Bohemia, donde ha estallado la guerra civil después de que quemaran a Jan Hus. Rezo para que en París tú, Gabriel, Finn y sus dos hermanitas estéis a salvo de las persecuciones venideras, y para que no regreséis a Bohemia. Deduzco de la admisión de Gabriel en el gremio como maestro escribiente que os van bien las cosas. Hablas de lecturas de la Biblia en vuestra casa. Tened cuidado.

Ahora la abadesa es la hermana Agatha, y nuestra labor ya no es la que era. Sólo copiamos obras aprobadas por el arzobispo Chichele, que persigue a los lolardos con más vigor aún que Arundel. En ese esfuerzo le secunda el rey, aunque nosotras, con la hermana Agatha como abadesa, no tenemos que preocuparnos por la presencia de libros heréticos en nuestro scriptorium.

Hablando de libros, el rey Enrique devolvió personalmente los tuyos a la abadía, dijo que a su entender el uso que les dabas no tenía nada de sectario. Te los envío junto con esta carta. De todos modos, la hermana Agatha no quería tenerlos aquí.

Preguntas por Bek y lady Joan. A sir John le apresaron en Gales. Lady Joan no estaba con él. En el castillo de Cooling no hay nadie. Tampoco hemos tenido noticias de su señora. Dicen que está viviendo con su hija, lady Brooke. Rezo para que sea verdad y para que encuentre algún consuelo a su dolor.

Por Bek no es necesario que te preocupes. En tu ausencia se ha hecho muy alto, y la fuerza que nunca tendrá en su cuerpo la tiene en su espíritu. Escribe música para nuestro coro. Te echa de menos, pero parece feliz. Se pasa el día cantando, salvo cuando toca las campanas. Una mañana fue convocado por el rey. ¡Sí, por el rey! Fue el día en que su majestad nos devolvió tus libros. Fue extraordinario verlos juntos: Bek pegado a su majestad, enseñándole a colocar los dedos de manera correcta en las cuerdas de un arpa. Daba la impresión de considerarse a la misma altura que el rey, y a éste no parecía importarle. Vi una honda tristeza en su majestad. Dicen que está muy resentido por el complot de sir John contra él. Personalmente, carezco de datos sobre el supuesto complot y sobre la ejecución de sir John, y aunque los tuviese, no te agobiaría con ellos.

Bueno, Anna, tengo que volver a mis tareas. Sin la protección de sir John, nos vemos en apuros para ganarnos la vida. Que Dios te acompañe. Me despido con las palabras de Juliana de Norwich que tanto citaba la madre superiora: todo irá bien.

Tu hermana, que te quiere,

Matilde

Fin

Nota de la autora

En Inglaterra, tras la rebelión campesina de 1381, la Iglesia trató de erradicar la disconformidad sembrada por las enseñanzas del clérigo de Oxford John Wycliffe, movimiento que recibió el nombre de «lolardo». Los obispos lograron relegarlo a la clandestinidad, pero no pudieron impedir su difusión a otros países, sobre todo después de que Ricardo II, rey de Inglaterra en época de Wycliffe, se casara con una mujer de la real casa de Bohemia. La reina Ana era más receptiva a las ideas de Wycliffe, y las nuevas relaciones entre las realezas de Bohemia (la actual República Checa) e Inglaterra fomentaron un programa de intercambio entre las universidades de Oxford y Praga que llevó a Bohemia las ideas de Wycliffe, donde florecieron gracias a las prédicas de Jan Hus. A principios del siglo XV volvieron a brotar en Inglaterra las semillas lolardas, lo que planteó un importante desafío a la autoridad de la Iglesia establecida y del rey.

Probablemente a Enrique V, que reinó entre 1413 y 1422, se le conozca sobre todo por haber derrotado a los franceses en la batalla de Agincourt, durante la guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia. En cuanto a sir John Oldcastle, gracias a William Shakespeare, que le utilizó como prototipo original del zafio Falstaff, se le recuerda ante todo por su amistad con el joven príncipe Harry, antes del acceso de éste al trono. Combatieron juntos, y según Shakespeare fueron compañeros de taberna, aunque a lord Brooke de Cobham, maestro de festejos en la corte del rey Jacobo, le pareció que Shakespeare se tomaba demasiadas libertades con su noble antepasado, y para no ofender a un miembro tan importante de la corte de su protector, el escritor rectificó lo dicho por escrito y cambió el nombre del gracioso pero cobarde sir John por el de Falstaff.

Sir John Oldcastle no tenía nada de cobarde. La historia recuerda que vivió con valentía. Hay quien dice que murió como mártir y otros como traidor. Después de que Enrique V, instigado por los arzobispos Arundel y Chichele, se volviera implacable en su persecución de los lolardos, sir John fue acusado de conspirar para raptar al rey durante los festejos de la noche de Reyes y formar una república que permitiera la discrepancia religiosa. A la frustrada tentativa siguieron varias insurrecciones y complots, que se achacaron invariablemente a sir John. Se puso un precio de mil libras a su cabeza. Al final fue herido y capturado en Gales, y llevado en un carretón a Londres, donde fue condenado sumariamente, sin juicio, basándose en la sentencia previa de la que había escapado con la ayuda de un tal maese Fisher, pergaminero.

Para dar consistencia a los personajes de Enrique V y sir John, no he recurrido sólo a las fuentes históricas, sino a la caracterización de Shakespeare. Que yo sepa no hay pruebas históricas (ni conjeturas) de que William Fisher y Enrique V fueran la misma persona. Lo que sí registra la historia es la reticencia del rey a ejecutar a su antiguo amigo. También se tiene constancia histórica de que el 14 de diciembre de 1417 sir John fue llevado a Saint Giles Field, junto a la Torre. Allí se le abrió la barriga con un cuchillo y se le colgó (por traición) sobre un fuego lento, donde murió quemado (por herejía).

Las persecuciones contra los lolardos siguieron hasta la Reforma. Se torturó y ejecutó a muchos hombres y mujeres por discrepancias religiosas, entre ellos a Jan Hus, en Bohemia. Por desgracia, la intolerancia religiosa no terminó con la Reforma.

Other books

My Stupid Girl by Smith, Aurora
Cowboy Protector by Margaret Daley
Maid of Murder by Amanda Flower
The Man in the High Castle by Philip K. Dick
Hand-Me-Down Love by Ransom, Jennifer
Nicole Jordan by Master of Temptation
The Mighty Quinn by Robyn Parnell