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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (40 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—Desde que se murió el hermano Francis, estar aquí, entre las hermanas, me procura un consuelo difícil de explicar —dijo, levantándose—. Y ahora, si me perdonáis... —Señaló con la cabeza el camastro del rincón—. Espero que durmáis bien. Yo trataré de conciliar el sueño por mi cuenta.

Flemmynge frunció el entrecejo.

—No es que sea el colmo del lujo.

—No, pero comprobaréis que están limpias las sábanas y el colchón bien aireado. La abadesa es una buena administradora, a pesar de su edad. Desayunaremos juntos después de laudes y os acompañaré al
scriptorium
, donde veréis que todo está en orden.

* * * * *

Durante otra noche de vueltas insomnes en su catre, interrumpida en más de una ocasión por la disciplina de su pequeño látigo de nudos —aunque el dolor de cadera ya debería haberle procurado disciplina—, el hermano Gabriel se extrañó de haber intervenido para dar tiempo a la abadesa de esconder sus textos, intervenido e incluso mentido para protegerla... ¿Qué mosca le había picado? Durante sus merodeos nocturnos, mientras dormía la gente de bien, Gabriel había visto brillar la luz de una vela en la ventana de la celda de la abadesa. Oyó el tañido familiar de las campanas que llamaban a maitines, seguido por el ruido de los pies de las hermanas al cruzar el claustro para rezar con voces soñolientas en la fría capilla.

Nada, que no se dormía.

Tenía la cabeza llena de preguntas y de ansias en torno a dos mujeres. Dos caras se pintaban en sus párpados cerrados: una enmarcada por cabellos dorados y la otra por cabellos pelirrojos. Una borrosa y fantasmal, como un recuerdo lejano, sin facciones claras que pudieran componer un retrato; la otra tan nítida como los sueños inquietos de la noche anterior y con un brillo de lágrimas no vertidas en los ojos. Una de ellas, el ansia de su corazón, y la otra, un ansia en lo más hondo de su alma.

Al menos una de las dos estaba sana y salva en la casita de la rue de Saint Luc. Tarde o temprano olvidaría al mercader de Flandes.

En cuanto a la otra... «Jane Paul está muerta», había dicho la señora Clare. Aún veía el brillo de certeza en sus ojos al decirlo.

* * * * *

—Eres de los nuestros. Por fin estás en casa —dijo sir John cuando Anna le explicó su largo viaje después de la persecución en Praga, la promesa a su abuelo en el lecho de muerte y la muerte de Martin, a quien todavía llamaba su esposo. (Se había acostumbrado tanto a la mentira de su viudez, que aún se aferraba a ella.)

—Yo sólo conocía a tu abuelo por su reputación, pero a juzgar por ella sirvió bien a la causa de nuestro Señor. Tú y tu hijo os quedaréis aquí todo el tiempo que queráis, aunque temo que tu abuelo sobrestimase la tolerancia de Inglaterra a la causa.

Lady Joan frunció el entrecejo.

—Posiblemente no sea el único en sobrestimarla.

Había atendido en silencio a las explicaciones sin dejar de mirar a Bek, que desde que volvía a estar con Anna parecía conformarse con estar sentado junto al fuego en un camastro, moviendo un poco los brazos y las piernas, y canturreando en voz baja mientras daba golpecitos en el suelo con los dedos. La mirada de lady Joan se posó en Anna.

—¿Tu hijo ya nació con esta dolencia?

—No le parí yo. Le adopté..., le adoptamos. Le habían abandonado.

Bastaba con una mentira. ¿Para qué otra?

—Me alegro de que no le parieses tú. Debe de ser una gran carga para una mujer sola. Tu caridad merece todos los elogios.

—No es ninguna carga. Me siento bien cuidándole, y ya que Dios le puso a mi cuidado, es tan hijo mío como si le hubiera dado a luz.

Las cejas de lady Cobham se arquearon.

—No quería ofenderte. Según John, tengo tendencia a ser demasiado directa. Lo decía porque, teniendo en cuenta tu estado, podrías preocuparte más por el hijo que llevas en tus entrañas en caso de que su hermano...

Abrió mucho los ojos, y después de mirar algunas veces a sir John y Anna, esbozó una sonrisa.

—Ah, pero ¿no lo sabes? John, creo que nuestra joven viuda no sabe que su marido le dejó algo más que un recuerdo.

—No entiendo lo que... ¿Un hijo? No, imposible...

Y, sin embargo, en el mismo momento de decirlo Anna ya supo que no era imposible, sino un temor presente con insidia en sus pensamientos, pero al que no sabía enfrentarse, y que por ello no había hecho nada más que silenciar. Todo aquel cansancio, las náuseas al despertar, que últimamente no se le pasaban, los dos meses seguidos sin regla... Vio copiados los síntomas en una página de La enfermedad de las mujeres. Sin embargo, en el manual también ponía que en períodos de hambre, adversidad o pena, las reglas podían ser irregulares, y ella, como mínimo, podía alegar lo tercero.

¡Menos mal que les había dicho que era viuda! ¿La habrían echado si supieran la verdad: que había yacido con un hombre fuera del matrimonio y que era muy posible que llevara su simiente en las entrañas?

—¿Cuándo dices que mataron a tu marido?

Hizo un cálculo mental rápido. Julio. Seis meses. Para entonces ya se le notaría muchísimo.

—En octubre —volvió a mentir.

Ella y VanClef habían estado juntos por primera vez a principios de noviembre, en el cuartito de la rue de Saint Luc. Tres meses. No les había contado nada sobre el interludio de Reims. Creerían que el viaje que había tardado seis meses en hacer se podía cumplir en tres. En principio, Anna tenía que estar de tres meses. En realidad, no habían pasado ni siquiera dos meses desde su primera noche con VanClef. Siempre y cuando fuera cierto... Dios, por favor, que no lo fuera... Por el bien del niño... Pero una parte de ella deseaba que fuera verdad. Más de lo que había deseado nada en toda su vida. ¡Qué insensatez!

—Huí de Praga dos semanas después de su muerte —explicó, diciéndose que al menos eso no era mentira.

Sir John se rió entre dientes, mirándose con lady Joan.

A Anna aún le daba vueltas la cabeza por el esfuerzo de calcular tan deprisa.

—Esperaba ganarme la vida con la pluma —dijo—. Soy buena copista. He copiado muchos textos en latín, en inglés y hasta en checo para mi abuelo. Conozco bien los textos de Wycliffe. Algunos los puedo escribir de memoria.

—¡Conque sabes leer y escribir!

—Hasta un poco de alemán y francés. Copiábamos para todo tipo de gente.

Sir John silbó por lo bajo y miró a su mujer.

—Parece, esposa mía, que el Señor nos ha enviado la respuesta a nuestras oraciones. —Volvió a mirar a Anna—. Mañana te llevaré a una abadía de los alrededores, donde es posible que estés más segura que con nosotros. —Frunció el ceño, convirtiendo sus cejas en signos de interrogación peludos—. La abadesa es una adepta de la verdadera fe. Tú estarás fuera de peligro y ella orientará tu labor para que sea del máximo provecho.

—¡Mañana! Ni hablar. No saldrá hasta haber descansado. Está exhausta de tanto llorar, sufrir y viajar. ¡Y no hablemos de cuidarle a él!

Lady Joan sonrió tímidamente a Bek, incómoda (como tanta gente en su presencia, pensó Anna). El niño le devolvió efusivamente la sonrisa, mientras su cabeza oscilaba como una flor al viento.

—Os entiende. No es sordo. Le caéis bien, y está agradecido por vuestra hospitalidad. Igual que yo.

—Ya... Bueno, a mí también me cae bien —dijo lady Cobham con un tono tan forzado que estuvo a punto de hacer reír a Anna.

Después le acarició el pelo rubio, como si llevase una corona de acebo lleno de pinchos.

—Seguro que nos haremos muy amigos. —Indicó a su marido que la siguiera—. Bueno, os dejamos descansar, pero no te preocupes, que estás en tu casa. Cuando estés bastante fuerte, te llevaremos a la abadía. Te gustará la abadesa. Según mi marido, es una auténtica santa. Y una mujer instruida, como tú.

Anna sólo se dio cuenta de la suntuosidad de la habitación de lady Cobham después de que se fueran ella y su marido. La bondad de la dama era mayor de lo que traslucían sus modales.

—¿Lo has oído, Bek? Ha dicho lady Cobham que estamos en nuestra casa.

—Casa, casa, An-na, casa.

En su camastro, frente a la chimenea, Bek canturreaba en voz baja y musical, adormeciendo a Anna con una especie de canción de cuna, pero ella no se sentía en casa. Lord Cobham acababa de decir que se los llevaría a una abadía. Se preguntó si esperarían que llamase «madre» a la abadesa. Era una palabra que jamás había usado.

* * * * *

—Hoy no, John —decía lady Joan cada mañana que sir John asomaba su cabeza en el dormitorio de la señora del castillo, donde las dos mujeres picaban galletas de miel mientras hablaban del pasado de Anna.

Lady Cobham tenía muchísimas preguntas sobre Praga y el movimiento lolardo en aquella ciudad. Su cara había reflejado una gran inquietud al enterarse por boca de Anna de que habían decapitado a varios estudiantes por quemar la bula papal que otorgaba el derecho de vender indulgencias.

—Anna se tiene que recuperar del viaje, y además estoy disfrutando de un poco de compañía femenina. Venga, vete a tus justas, a tu caza o a lo que hagas cuando me abandonas. ¡Ah!, y encárgate de que el niño esté alimentado y acompañado.

Sir John puso mala cara, pero le dio un beso en la mejilla. Anna se ruborizó al darse cuenta de que pellizcaba discretamente el trasero a su mujer, deslizando la mano por debajo de la sobreveste. Otra cosa que tampoco se le pasó por alto fueron las miradas cómplices del matrimonio, como una conversación sin palabras. Envidió su intimidad. Sus pensamientos le tendieron una trampa, sustituyendo la cara redonda de sir John por la de VanClef.

—Creo que iría siendo hora de bajar el ramo de los druidas. Rompe tu sortilegio de brujas. Si no, ¿cómo quieres que me vaya?

—Lo quitaré el día de Reyes. Cualquier otra cosa traería mala suerte. Y ahora vete.

Anna se ruborizó otra vez. Lady Joan ya le había explicado la función del ramillete de muérdago que estaba colgado encima de la cama. Desde la segunda noche, Anna dormía en otro cuarto, pequeño y muy bonito, pero bastante cerca para oír de vez en cuando risas y gemidos cuando todos dormían en el castillo.

—Es un simple cuarto de criadas, pero cómodo. Te quiero cerca.

«Para tenerme vigilada», pensó Anna, aunque enseguida se sintió culpable por pensar que lady Cobham no se fiaba del todo de ella. Quizá fuera el recuerdo de Lela, que le hacía ver celos bajo las largas pestañas de la dama, en sus ojos de gata.

—Bueno, señora mía —dijo lady Joan cuando acabó por irse sir John—, vamos a buscarte ropa para la fiesta de esta noche.

Era la noche de Reyes. Ya estaban montadas las tablas en el gran salón, no sólo para los habitantes del castillo de Cooling, sino para visitantes del clero y la nobleza. Anna no sabía muy bien qué esperar. ¿Clero lolardo o romano? Porque seguro que sir John no tenía el atrevimiento de mezclarlos... En cuanto a la nobleza, era un concepto completamente ajeno a la educación igualitaria de Anna.

Lo más cerca que habían estado ella y su abuelo de recibir a dignatarios había sido la visita de Jan Hus. Sin embargo, aunque por aquel entonces el rector de la Universidad de Praga predicase cada domingo ante miles de personas en Betlémská kaple, su presencia en la sala de estar de la casita de
Dĕdeček
le convertía en uno más. Todos eran iguales en las reuniones de la plaza de la Ciudad Vieja, y si a algunos, como Hus, Finn el Iluminador o maese Jerome, se les respetaba más, era porque se lo habían ganado.

No como en el castillo. Anna desconocía las leyes de un lugar donde algunas personas nacían para dirigir y otras no, donde algunas recibían homenajes no merecidos y otras de mayor valía los rendían. En Cooling, Anna sentía una gran incomodidad social.

—Mi señora... —le parecía tan poco natural decirlo... ¿Por qué no «señora Joan» a secas?—, si a vos no os importa, preferiría no asistir a la fiesta.

—¿«Preferirías»?

¿Por qué temblaban las comisuras de la boca de lady Joan como si Anna fuera una niña o una tonta sin derecho a expresar preferencias?

—Pues sí que me importa. Quiero presumir de lo guapa que es mi pupila, porque es como te llamaré, pupila. Así podrás sentarte en el estrado por encima de la sal, y nadie se atreverá a poner en duda tus derechos. Gozarás de la protección de sir John Oldcastle, lord Cobham... —Y añadió en voz baja—: Aunque esa protección pueda acabar siendo un escudo con muy poco de infalible.

Anna supo que se refería a la causa lolarda. En eso su abuelo, a quien siempre había considerado el hombre más sabio de la tierra, se equivocaba. Inglaterra no era más segura que Praga para el movimiento lolardo. Tal vez lo contrario.

Joan abrió el arcón de madera y sacó una hopalanda de damasco de color crema claro. Sacudió con energía la falda de cola, haciendo caer al suelo trocitos de lavanda. Después frunció el entrecejo y tiró la prenda al suelo.

—No, creo que es mejor este otro.

La sobreveste era de un brocado verde muy suntuoso. Metió las manos en el arcón y sacó un corpiño de terciopelo verde con mangas muy largas y lazos.

—Se le tendrán que hacer unos arreglos. Tienes el pecho más pequeño que yo y el trasero también. Quizá haya que bajar el dobladillo. ¡Hüda, ve a buscar hilo y aguja! —le dijo a la criada. Puso en la cabeza de su pupila una toca con cuernos y un velo de gasa, pero al final, para alivio de Anna, prefirió una diadema pequeña de metal—. Con tanto pelo no te hace falta casi nada en la cabeza. Oye, ¿de dónde te viene ser tan pelirroja?

—Según mi abuelo, de un tío, junto a lo que él llamaba «un carácter a veces un poco tumultuoso».

Casi oyó la voz de
Dĕdeček
. El recuerdo le hizo un nudo en la garganta.

Una vez que el vestido cumplió los exigentes requisitos de lady Joan, Anna se puso delante del espejo de cuerpo entero de la habitación. Se sentía incómoda y demasiado engalanada con tantas capas de la mejor tela. En cambio, quien estaba claro que disfrutaba era lady Joan, que se dejó caer en el banco más próximo, sobre un montón de cojines, y le hizo señas de que diera una vuelta completa.

—Así está bien —dijo.

Una vez más se le contrajeron las comisuras de la boca en una sonrisa irreprimible, medio de diversión, medio de burla.

Mientras Anna se deshacía los lazos y salía de la pesada hopalanda de brocado, sintió el calor del examen de lady Joan.

—Una última cosa antes de vestirte. Toma.

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