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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (43 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Se asomó a la ventana y miró el claustro, con la fuente de tres pisos, en cuyas aguas inmóviles se rompían las gotas de lluvia como lágrimas. Aguas inmóviles como el depósito de lágrimas que llenaba los espacios vacíos de su corazón. Lágrimas por Martin, por su abuelo y por VanClef, que la había abandonado. Pero no todo eran lágrimas amargas. También las había de esperanza. El mercader le había legado una parte secreta de su ser que fomentaba la caridad de Anna, la necesaria para estar convencida de que tarde o temprano él regresaría a la casita de la rue de Saint Luc, como siempre había sido su intención, y que, al no encontrarla en ella, vendría en su busca. El casero le daría el Evangelio según san Juan y la nota con el paradero de Anna. Era una idea que la reconfortaba, como pensar en lo contento que habría estado su abuelo de que cumpliera su promesa y prolongase la obra a la que él había dedicado su vida entera.

Pronto volverían las hermanas y Bek, y de nuevo la sala se llevaría con el susurro de las plumas sobre el pergamino, el chirrido de los cortaplumas contra la carne curada de la vitela y las notas quejumbrosas del canto de Bek. (Ahora ya no repetía «An-na», sino palabras de la misa: el
kyrie eleison y Jesús, Jesús
).

Mejor ir al lavabo antes de que volvieran las hermanas. Últimamente parecía que los dictados de su vejiga siguiesen la frecuencia de las horas divinas. No le gustaba dejar solo a Bek para no dar la sensación de aprovecharse. Se puso el manto con capucha que tenía colgado al lado del taburete, en un gancho, y buscó el poema en francés. Al encontrarlo, lo puso con cuidado encima del pergamino, dejando la pluma sobre las últimas palabras, inacabadas, como si se hubiese parado a media frase para ausentarse un momento de su escritorio. A continuación puso el libro de poemas sobre el texto de Wycliffe, hecho lo cual se dirigió al
necessarium
, detrás del priorato.

Se puso la capucha para taparse el pelo y cerró la puerta. No hacía falta echar el pestillo. Las hermanas nunca lo echaban para irse a rezar. Además, ¿quién podía salir con aquel tiempo para curiosear por una inocente abadía llena de mujeres?

* * * * *

Para el hermano Gabriel fue un alivio sentarse delante de la pequeña chimenea de la celda de invitados y frotarse la pantorrilla, haciendo muecas al poner los dedos donde más le dolía. El viaje de vuelta de Canterbury hasta la abadía bajo la lluvia no había mejorado su situación, sino todo lo contrario. ¿Qué había dicho la señora Clare sobre el dolor de pierna del hermano Francis? ¿Que empeoraba con la lluvia? Gabriel notaba una especie de hilo de fuego que iba desde su tobillo hasta su cadera. Se acercó al pequeño armario de madera y sacó un frasco comprado a un boticario de Londres. Se puso un poco de líquido en la mano y se frotó con precaución la pierna, llenando la habitación de olor a menta.

Seguro que era obra del demonio, que infligía aquel dolor a los ungidos de Dios. A menos que lo infligiese el propio Dios, a fin de castigar a sus ungidos... Era el mismo castigo que se había cebado en el hermano Francis en el ecuador de su vida. Después de haber tenido conocimiento carnal de una virgen. Después de haberle robado un niño y de haberla echado.

«Vuestra madre no era ninguna prostituta. Cuando el hermano Francis la conoció, era virgen.» Aún resonaban en su mente las notas de condena de la señora Clare y la inflexión en la palabra «conoció», que apenas permitía interpretarla en otro sentido que el bíblico. Al menos Gabriel creía que Anna era viuda en el momento de hacerle el amor por primera vez. A quien le daba igual era a VanClef, cuyas intenciones respecto a la joven, sin embargo, eran mucho más puras que las de Gabriel. ¡Qué ingenuidad la de VanClef en la pureza de sus intenciones! ¡Y qué falsedad la del hermano Gabriel! ¿Dónde empezaba el uno y dónde acababa el otro? ¿Aquel dolor de pierna se lo enviaba Dios o el diablo? A menos que sólo fuera algo heredado de su padre... «Los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos sufren la dentera.» Los pecados del padre.

Dejó el frasco de aceite de menta y se levantó con cuidado, haciendo una mueca en el momento en que el pie recibió todo su peso. Aunque ya no existiera VanClef, Anna Bookman persistía en los pensamientos del hermano Gabriel. Estaba loco por aquella mujer, incapaz de disciplinar sus pensamientos, como la pobre víctima de un cuento de los griegos. En todas partes veía a su hechicera.

Su imagen se imprimía en sus párpados cerrados, como un bello tapiz; su rostro se superponía a los de los santos de las pinturas; el halo luminoso de su pelo rielaba en el inmóvil vino de las copas. Hacía dos semanas, su imaginación la había invocado en la persona de la pupila de los Cobham, instalada en el estrado junto a lady Joan. ¡Qué ridículo, Dios santo! Se había dejado vencer por la emoción hasta el extremo de que al día siguiente, al ser llamado para acompañar hasta Canterbury al arzobispo, apenas le sostenían las rodillas.

El viaje a Canterbury había sido suficiente para empeorar el dolor de la pierna. Tres pasajeros en la intimidad de un carruaje densamente cubierto de cortinas —el hermano Gabriel, el comisionado Flemmynge y el arzobispo Arundel—, mientras el adulador de Flemmynge despotricaba contra los herejes. Con los ojos cerrados, apoyada la cabeza en la tabla de madera del carruaje, Gabriel esperaba que sus acompañantes le creyeran dormido, pero ¿cómo dormir con Anna en el umbral de la casita de Reims, como en su despedida, brillantes los ojos de lágrimas sin verter?

—Flemmynge considera que deberíamos centrar nuestros esfuerzos en la abadía.

Tras un momento de silencio, Gabriel se dio cuenta de que el arzobispo se lo decía a él, y abrió los ojos.

—¿Perdonad, excelencia?

—He dicho que deberíamos centrar nuestros esfuerzos en la abadía. ¿Ya la habéis registrado?

La voz del arzobispo subía y bajaba con el balanceo del carruaje, agitado por los típicos baches del invierno.

—He estado muchas veces en el
scriptorium
cuando trabajaban las hermanas. La última vez estuve con Flemmynge —contestó, mirando directamente al obispo, que estaba sentado en el mismo banco del carruaje que el arzobispo (para poder hacerle susurros confidenciales, pensó Gabriel).

—Pues entonces, quizá haya que registrarlo cuando esté vacío —dijo Arundel maliciosamente.

Flemmynge se sonrió.

El arzobispo siguió hablando.

—Oldcastle será convocado para justificar sus actos durante la celebración de santo Tomás Becket.

—¿Por qué?, ¿qué hizo? —preguntó Gabriel.

Las arrugas semicirculares que enmarcaban el rostro de Arundel se pronunciaron.

—El príncipe Harry le ordenó suministrar una guardia que se apostase en el camino procesional de la santa cruz.

—¿Y él se negó? —preguntó Gabriel.

—Peor. Cuando pasaba la cruz procesional, todos los vasallos armados de sir John, con su librea, dieron la espalda al sagrado crucifijo que contenía la imagen de nuestro Señor bendito.

El hermano se quedó sin aliento. Era un gesto muy atrevido, incluso para sir John. Atrevido y temerario. Un desafío sin ambages, no sólo a la Iglesia, sino al príncipe que le había ordenado contribuir a la procesión. No había más remedio que admirar su valor. O lamentar su insensatez.

Flemmynge alteró su sonrisa para hacer un comentario.

—El príncipe Harry está disgustado. Oldcastle debe comparecer el día antes de la Candelaria para responder de su blasfemia.

La Candelaria. Una fecha bien calculada para resaltar las tendencias heréticas de sir John. La bendición de las velas era uno de los muchos rituales despreciados por los lolardos.

—¿Le anunciasteis a sir John la citación al aceptar su hospitalidad? —preguntó Gabriel, sin poder disimular el sarcasmo.

Antes de responder, el arzobispo soltó un eructo y frunció el entrecejo, señal de que lo había notado.

—No, es mejor que crea que saldrá impune, mientras acumulamos nuevas pruebas contra él. Vos debéis regresar a la abadía a finales de esta semana; así tendréis tiempo de ofrecer indulgencias en Canterbury a los valientes peregrinos que tienen el arrojo de viajar con este tiempo. A vuestro regreso, haced un registro exhaustivo del
scriptorium
, pero esta vez sin que estén presentes las hermanas.

Dispondréis de dos semanas antes de la citación, a fin de poder aportar nuevas pruebas.

Dos semanas, había dicho el arzobispo. Contando desde hoy.

Cuando las campanas de la abadía llamaron a nona, Gabriel dejó el linimento en el armario y se puso la bota en la pantorrilla que le dolía con mucho cuidado. A continuación se puso la capucha y cruzó la puerta de la casita de invitados. El oficio de nona era uno de los más cortos, pero se podía contar con que no hubiera nadie en el
scriptorium
durante unos quince minutos. Tendría tiempo de empezar.

* * * * *

Cuando Anna volvió del
necessarium
, las monjas ya empezaban a salir de la capilla en una larga fila que recorría el claustro como una cuerda de seda negra. Cortó en diagonal por el recuadro del jardín, y al abrir la puerta del extremo más cercano a su mesa, le sorprendió descubrir que no era la primera que volvía. En la otra punta de la sala, larga y rectangular, había alguien encorvado sobre una de las mesas inclinadas.

¿El clérigo «huésped eventual de la casa» a quien se había referido la abadesa? Pero ¿qué podía hacer en la mesa de la hermana Agatha y por qué salía corriendo como un conejillo asustado? Probablemente nada. Aun así, se lo comentaría a la abadesa la próxima vez que se vieran. Anna se sentó en el taburete, soplándose los dedos ateridos, y apoyó sus pies helados en los ladrillos calientes, que le supieron a gloria —y que, al igual que los tinteros, se rellenaban cada día, como por milagro—. Colocó la lámina externa de la mano que contenía las páginas uno y dos debajo de las cuerdas con pesos, para aguantarlas en su sitio. Después se puso en una mano el cortaplumas para raspar errores y en la otra la pluma y empezó a trabajar.

Sólo levantó la cabeza para sonreír a Bek, que se sentó a sus pies.

El fraile fisgón salió de su cabeza con la misma facilidad que del
scriptorium
.

* * * * *

El hermano Gabriel aguardó dos días antes de la segunda tentativa de registro. Estaba seguro de que la joven postulante —se le veía en la forma de vestir que no era una de las hermanas propiamente dichas— habría informado a la abadesa de sus curioseos. Había sido mala idea intentar registrar el
scriptorium
durante las «horas pequeñas», debería haberse imaginado que no tendría tiempo.

Pensó que la explicación era tan sencilla como que no ponía el corazón en su trabajo. Por eso estaba siendo tan mal espía. Últimamente, empezaba a preguntarse por qué las personas a quienes más admiraba siempre parecían estar del lado equivocado. Por ejemplo, sir John. Había que reconocerle el valor de sus convicciones. Y la abadesa. Algo había en su espíritu que al hermano Gabriel le daba ganas de bañar en él su alma herida. Sin olvidar, naturalmente, a Anna, que despreciaba el propio concepto de una gracia dispensada por curas, frailes y bulderos. No entendían la fragilidad del espíritu humano. Era lo que habría dicho el hermano Francis. No entendían que una sola alma carecía de la fuerza y la pureza necesarias para presentarse ante Dios sin la muleta de quienes habían recibido órdenes divinas.

Las llaves del reino no eran de cualquiera que las reclamase. Eso Gabriel lo sabía en lo más íntimo. Aun así, su espíritu se ponía de parte de los herejes, o como mínimo, empezaba a entender que pudieran llegar a sus heréticas ideas.

En vista de que no le llamaba la abadesa, llegó a la conclusión de que una nueva tentativa no entrañaba peligro. De todos modos, decidió esperar a vísperas. Después de vísperas era cuando las monjas celebraban la última comida del día, con lo cual dispondría de tiempo suficiente para un registro a fondo.

Pero ¿qué hacer si hallaba algo? He ahí la siguiente pregunta. Denunciarlas, por supuesto. ¿Qué otra cosa podía hacer un hijo fiel de la Iglesia?

Al oír que las campanas tocaban a vísperas, esperó hasta que se apagasen los últimos pasos para encender una pequeña lámpara y salir al claustro. Tendría todo el tiempo que le hiciera falta. Las ventanas del
scriptorium
ya estaban oscuras. Las hermanas no volverían en toda la noche.

* * * * *

Más tarde, Anna se preguntaría cuáles habrían sido las consecuencias de no haber hecho caso omiso de la llama que parpadeaba en las ventanas del
scriptorium
, brillando primero en una y después en otra como una luciérnaga espectral en pleno invierno. Se dijo que probablemente fuera una de las hermanas que volvía de vísperas para llenar los tinteros en previsión del trabajo del día siguiente y para recoger las copias terminadas. No le dio más vueltas. Estaba invitada a cenar con Bek en los aposentos de la abadesa. Cada vez valoraba más los momentos de intimidad con la abadesa y no quería llegar tarde.

XXX

Ojala que tú, Conciencia, siempre estuvieras

en la corte de los reyes, y que la Gracia,

a la que tanto encareces, fuera la guía de todo el clero.

William Langland
,
Piers Plowman
(siglo XIV)

El príncipe Harry estaba en su estancia de la abadía de Westminster, dando los últimos retoques a la composición musical destinada al funeral de su padre. Según el veredicto de los doctores en medicina, era cuestión de días o quizá de horas. Henry Bolingbroke, el rey Enrique IV, había sufrido un ataque mientras rezaba en la Cámara de Jerusalén de la abadía de Westminster, y desde entonces no podía hablar ni moverse. Tampoco ingería comida ni agua. Ya no duraría mucho. A la muerte del rey, el príncipe Harry, llamado junto a su padre, sería coronado de inmediato. De hecho, ya se había probado la diadema real.

Y no le sentaba mal.

La pieza musical se componía de dos páginas de neumas cuidadosamente dibujados, con signos sobre cada sílaba del texto para indicar si la melodía ascendía o descendía; mejor dicho melodías, ya que eran dos, dos secuencias polifónicas que debían interpretarse en contrapunto. Primero se la enviaría al arzobispo, que también estaba velando al moribundo, y una vez obtenido el beneplácito de Arundel, mandaría que hiciesen varias copias para distribuirlas entre los músicos de la corte. Se preguntó, con las notas sonando en su cabeza, cómo firmarla: ¿Enrique V? ¿Príncipe Harry? No, una firma exclusiva de su música. Cogió la pluma y escribió «Roy Henry». Quedaba bien sobre la página.

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