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Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Era menester sofocar de inmediato el viento que lanzaba la hermana Agatha sobre las llamas, fueran cuales fueran.
Cuando la abadesa llegó al claustro, no se encontró con dos, sino con tres personas. También el hermano Gabriel había cruzado el cuadrángulo desde las celdas de invitados, que en su esquina tenían una ventana que también daba a la fuente.
—Comisionado Flemmynge, es un placer inesperado veros fuera de Canterbury. —Al ver que se acercaba la abadesa, el hermano añadió—: Tenemos visita, madre superiora.
A la abadesa no se le pasó por alto el «tenemos». ¡Qué listo! ¡Cómo sabía insinuar intimidad para sus propios fines! Como para compadecerse de la joven que sintiera el calor de aquel encanto... ¡Qué imprudencia asignarle un grupo de monjas como confesor!
—Visita grata, sin duda, aunque no estará de más que os retiréis los dos a las celdas de invitados o bien a mi oficina. A fin de cuentas este claustro es para las monjas. Falta poco para que toquen a vísperas. Vuestra presencia aquí sería una intrusión en nuestras oraciones.
Miró duramente a la hermana Agatha, que se puso muy roja y bajó la cabeza.
—Yo iba al
scriptorium
, madre...
No hacía ni una semana que la habían relevado del turno de cocina.
—Pues a lo vuestro, hermana, que estoy segura de que nuestros visitantes entienden la llamada del deber. Os aguarda la poesía de Cristina de Pisan.
—Sí, madre.
El tono de Agatha era más sumiso que de costumbre. Quizá se sintiera culpable por haber sido sorprendida chismorreando... o algo peor. El falso sentido de la piedad de Agatha y su falta general de inteligencia, que no impedía su destreza con la pluma, la hacían fácil de manipular. La abadesa le hizo una elocuente señal con la cabeza. Agatha se fue a regañadientes por el claustro. Casi se veían alargarse sus orejas contra la fina tela del griñón.
El primero en hablar, melifluamente, fue el desconocido.
—Os pido disculpas, reverenda madre. No era mi intención importunar a nadie. Es que he oído hablar de vuestro
scriptorium
, y deseaba darme el gusto de inspeccionarlo por mí mismo sin que ello supusiese ninguna «intrusión». En Canterbury despiertan grandísimo interés vuestras actividades.
Ladinas palabras de alabanza, como envoltorio de una amenaza muy poco encubierta.
—Las hermanas hacen un trabajo ejemplar —dijo la abadesa—. En toda Inglaterra se conocen sus hagiografías, entre las que destaca la Vida de Catalina de Siena que les encargó Su Ilustrísima. Estaremos orgullosas de que las veáis. Por otro lado, estoy segura de que comprendéis que una visita no anunciada es una distracción en la rutina diaria de trabajo y rezos de las hermanas. Si estamos avisadas, podremos daros el recibimiento que os merecéis.
—Mi intención no es ser objeto de ningún recibimiento, aunque no dudo de que sea generosa vuestra hospitalidad.
Flemmynge sonrió afectadamente.
¿Qué hacer? ¿Invitarles a su estudio? ¿Había tapado lo que tenía sobre la mesa? No se podía arriesgar. Quizá una rápida visita al
scriptorium
, para quitárselo de encima... Primero le enseñaría el puesto de trabajo de la hermana Agatha, que no tenía nada de comprometedor, y así daría tiempo a la hermana Matilde de tapar el suyo.
—Estaré encantada de que visitéis el
scriptorium
, comisionado Flemmynge —añadió la abadesa—. Naturalmente, las hermanas estarán en vísperas.
La ayuda llegó de donde menos la esperaba.
El hermano Gabriel hizo el gesto amistoso de poner una mano en el hombro del visitante.
—El
scriptorium
es uno de mis sitios favoritos de la abadía, pero queda poca luz. Quizá sea mejor que paséis la noche en las celdas de invitados e iniciéis vuestra inspección mañana, aprovechando la oportunidad de ver trabajar a las copistas. Entretanto, estoy seguro de que para las hermanas será un gran honor que seáis vos quien lea el oficio de vísperas. Un invitado tan distinguido de Canterbury no lo reciben cada día...
La intervención del hermano Gabriel dejó tan sorprendida a la abadesa que casi se le pasó por alto la expresión exultante de Flemmynge ante el bien formulado cumplido. Más que la facilidad del buldero para manipular a su colega, previsible en un hombre de tanta labia —mucha había que tener para vender papelitos cuyo contenido era puramente imaginario—, lo que le sorprendió fue el guiño cómplice que le hizo a ella mientras se llevaba a Flemmynge hacia la capilla, en sentido contrario.
«No hay duda», pensó al ir a la cocina para recibir al emisario del castillo de Cooling, portador de una advertencia que llegaba demasiado tarde. El hermano Gabriel era un hombre muy peligroso.
«Éste busca un pez gordo —se dijo—. No ha venido a acusar de herejía a un puñado de monjas. Va a por sir John.»
* * * * *
—Toma, huele un poco esto. Creo que ya vuelve en sí, John.
Era una voz grave y musical, de mujer.
Por segunda vez en su vida, Anna recuperó la conciencia en un lugar jamás visto por sus ojos. La diferencia era que el vardo de los gitanos evocaba una visión infernal, mientras que esta vez estuvo segura de hallarse en el paraíso. El colchón de plumas en el que yacía era blando como una nube. Al abrirse, temblando, sus párpados le descubrieron un dosel de cielo azul oscuro sembrado de mil flores y bordado de rojos y de oros. Lo más incongruente era el pequeño arbusto verde y rojo que colgaba en su vértice.
Su olfato recibió la acometida de un olor punzante de resina de pino, acompañado, poquísimo después, por el olor a polvo del espliego seco, tan cerca de su nariz que le hacía cosquillas. Después de estornudar, miró hacia arriba y vio tres caras, suspendidas cual tres lunas entre su cabeza y el dosel añil. Una, en forma de corazón, era el rostro agradable, si bien ligeramente ajado, de una mujer, con tirabuzones de color castaño que no lograba contener una toca de encaje de color crudo. Bajo esta última, unos mofletes pronunciados y una boca grande. Otra de las tres caras contenía unos ojos negrísimos y unas cejas canosas fruncidas de preocupación. También una doble papada, separada por una perilla de la que tiraban unos dedos sin descanso.
Anna apartó con la mano el ramillete que le habían puesto frente a la nariz e hizo el esfuerzo de incorporarse.
—Despacio... Deja que se te despeje la cabeza —dijo una voz de mujer, a la vez que se movía la boca grande.
—¿Dónde estoy? —preguntó Anna.
Ya antes de decirlo, recuperó bastante la lucidez para acordarse de la cocina de Cooling y de su encuentro con la señora del lugar.
—Estás en el castillo de Cooling.
El castillo de Cooling. Por fin. Se le formaron lágrimas bajo los párpados. El viaje, la travesía por mar, con sus mareos que parecían interminables... El castillo de Cooling.
«Ya he llegado,
Dĕdeček
. Ya he hecho lo que me pediste.»
—En Kent, Inglaterra.
Las últimas palabras salieron de una boca pequeña y apretada, situada por encima de un curioso bigotito. Como Anna estaba de espaldas, lo veía al revés, y estuvo a punto de reírse, tanto por el efecto cómico en sí como por el alivio de hallarse por fin al final de su viaje y de que la cara redonda y blanca que tenía a pocos centímetros de la suya no pudiera ser otra que la de sir John Oldcastle. Al aguantarse la risa, le dio un ataque de tos.
—¡Y en la cama de la señora, ni más ni menos! —dijo la tercera cara, cuya boca formaba un círculo perfecto en el triángulo de un rostro juvenil de mujer.
El tono dejaba traslucir cierta indignación.
Cayendo en la cuenta de su penoso aspecto y de su ropa, maltrecha por el viaje, Anna se alegró de que al menos le hubieran quitado la capa y las botas llenas de barro antes de acostarla en la cama. Trató de sentarse.
Las caras se apartaron y un brazo envuelto en seda, más fuerte de lo que parecía indicar su forma, se deslizó por su espalda para darle apoyo.
Empezó a perfilarse el resto de la habitación: el parpadeo de un fuego pequeño, antorchas encendidas en las paredes y luz suficiente para que en el crepúsculo se vieran los ricos tapices que aislaban las paredes de las corrientes invernales. Había un arcón muy grande, cubierto de tallas orientales, que desempeñaba la función de aparador. También había un banco de respaldo alto, bastante cerca del fuego para que las llamas resaltasen los ribetes de seda de los cojines de colores vivos que lo cubrían. En la repisa de la chimenea y en los postes de la enorme cama en la que se apoyaba Anna había guirnaldas verdes propias de aquella época del año.
—¿Dónde está Bek? Tendrá miedo sin mí. Debo ir con él.
Intentó levantarse.
—Descansa un poquito más, que te aseguro que el niño está muy bien cuidado. —La mujer le hizo una señal con la cabeza a la doncella—. Baja a la cocina y trae al niño. —Se giró otra vez hacia Anna y le dijo sin rodeos—: Bueno, ya que estás instalada en mi dormitorio, espero que te sientas bastante fuerte y cómoda para decirme qué es eso tan urgente de lo que tienes que hablar con mi marido.
Y ahora estoy sola. Mi cintura
no puedo ya, por desventura,
con cinto retener,
los bellos frutos del amor
ya no se pueden esconder.
Los bellos frutos del amor
(poema francés del siglo XII)
En la casita de invitados de la abadía, el hermano Gabriel comía sin hambre el capón asado que había encima de la mesa a la que estaban sentados frente a frente él y el comisionado Flemmynge. Vio con asco que el clérigo arrastraba una manga muy plisada por el pecho del ave, para estirar con los dedos grasientos una pata y ofrecérsela sin gran entusiasmo a su comensal. El hermano Gabriel la rechazó. Últimamente no tenía mucho apetito. Todo arrancaba de su partida de la abadía de Battle y de su conversación con la señora Clare.
—Me alegro del encuentro —dijo el visitante, entre ruidos sonoros de lengua y labios—. El arzobispo me pidió que pasara a veros. Está preocupado por vuestra salud desde el fallecimiento de vuestro padre confesor.
Gabriel creyó percibir cierto énfasis en la palabra «padre», a menos que fueran imaginaciones suyas... ¿Sería el último en saber que era el hijo bastardo del hermano Francis? No, no era el último en saberlo. Saberlo, no lo sabía nadie. No había nada que saber, porque eran simples chismorreos nacidos en la mente de una criada amargada. Sólo de pensarlo, se le apareció de nuevo la mandíbula tensa de la señora Clare al pronunciar las palabras «sois su hijo natural».
Pero ¿cómo estar seguro de que era mentira? Recordó el consejo del padre Francis respecto a sus urgencias carnales, y el dolor de cadera le hizo cambiar de postura en la silla.
—La muerte del hermano Francis fue una gran pérdida —dijo finalmente—. No era un simple confesor, sino mi padre espiritual. —Cambió de tema—. ¿Oísteis que su eminencia manifestaba de viva voz su preocupación por mí?
—Si no me equivoco, sus palabras exactas fueron que no le gustaba nada ver perder de vista su misión a un hombre con una carrera tan prometedora dentro de la Iglesia.
Flemmynge se relamió como si degustase algo más que el sabor del ave asada.
—¿Especificó alguna omisión del deber en apoyo de su consideración de que yo estaba «perdiendo de vista mi misión»?
—Tras mucho tiempo en Francia y mucho dinero gastado, apenas habéis descubierto pruebas sobre el origen de los manuscritos heréticos que difunde lord Cobham.
Gabriel no se llevó ninguna sorpresa. Ya se lo había dicho el arzobispo. Su respuesta fue la misma que entonces.
—Al no encontrar ninguna fuente que pudiera suministrar una cantidad tan grande como la que necesitaría sir John para sus exportaciones al continente, descarté a los copistas franceses.
—Razón de más para buscar más cerca.
«Que es por lo que has venido», pensó Gabriel. Se medraba menos condenando a herejes muertos como Wycliffe que quemando a herejes vivos.
Flemmynge rebañó el pan en la salsa que había debajo de la carcasa del capón. Cuando se le cayeron algunas gotas en el cuello de encaje, se las limpió con uno de sus dedos, cargados de anillos.
—¿Debo entender que habéis terminado con vuestras pesquisas en Francia? ¿Pensáis regresar?
—No tengo ningún motivo para volver a Francia.
—Pues entonces habrá que registrar la campiña de nuestro país en busca de copistas herejes. —Flemmynge se sacó un trozo de tendón de entre los dientes y lo dejó sobre la tela que cubría la plancha de madera—. Lo lógico sería empezar por aquí mismo, mañana por la mañana. Si es cierto lo que me ha dicho esa monja gorda y vieja, es posible que encontremos un par de textos de contrabando. Sería una fuente lógica, ¿no? Aquí, tan cerca de sir John...
Gabriel sacudió la cabeza.
—Esta abadía es demasiado pequeña. No descarto que hayan copiado por encargo algún que otro salterio en inglés, pero dadme el nombre de un
scriptorium
que no lo haya hecho... Es una de las razones de que viniera, pero no he encontrado nada sospechoso. De todos modos, lo podréis comprobar vos mismo por la mañana.
Gabriel cambió de postura, para que no le doliese tanto la cadera. Era como un hilo de fuego que cruzaba toda su pierna izquierda.
—Siempre y cuando no los hayan escondido todos... De una mujer que se tapa la cara con un velo, yo no me fío nada. Además, la monja vieja ha dicho que...
—¿La hermana Agatha? Sólo busca atención. Os aseguro que aquí no hay nada, Flemmynge. La abadesa siempre va con velo para taparse antiguas cicatrices. Además, por muy erguida que camine, ya está vieja, demasiado para dirigir una fábrica de herejías. Todas las hermanas son devotas. Dejadlas con sus rezos y sus garabatos. No perdáis el tiempo cazando un conejo en su madriguera.
—Entonces, ¿por qué habéis vuelto?
—Porque es lo más cerca que puedo estar de sir John sin alojarme en el castillo de Cooling, donde, por otro lado, no me quiere lady Joan... Y a decir verdad, desde que...
No podía decir «desde que seduje y abandoné a una mujer», aunque el término más indicado fuera aquél, «abandonar», puesto que ya sabía que no regresaría a Francia... ¡Qué egoístas eran sus sueños de VanClef y su amante! Estaba decidido a no seguir los pasos de su padre, engendrando a un hijo bastardo a expensas de una mujer inocente. Al menos después de la primera vez había tenido la prudencia de retirarse en el momento decisivo. Tampoco pensaba negarle al verdadero esposo que encontraría en otro hombre, más merecedor de ello.