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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (7 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Sin embargo, el anciano no se dio cuenta, o lo pasó por alto.

—No, Anna, tampoco vendrá Martin. Ha sido detenido, junto a Stasek y Jan.

—¡Detenido! ¿Por qué?

En realidad, ya lo sabía. Le dio vueltas la cabeza. «Dios, por favor, que no abra la boca. Por pavor, por favor, que no mencione a Finn el Iluminador.»

—¿Jan Hus también? —preguntó.

¡Muy inculpatorias tenían que ser las pruebas si habían prendido a Jan Hus!

—No, a Jan del trívium; tantos conocimientos de retórica y dialéctica le han metido en líos, pero el próximo será Jan Hus. Los obispos están empezando por los peces chicos. La culpa es sólo mía. —Hacía tanto calor que Jerome se quitó el sombrero y lo retorció entre las manos—. Jamás debería haber traído de Oxford las obras de Wycliffe.

—No, maese Jerome, no es culpa vuestra. No hicisteis más que obrar como considerabais correcto. Además, no sois el único que las trajo.

Anna trataba de tranquilizarle, pero por dentro ella era un hervidero. ¿Quién sería el siguiente? ¿Su abuelo? No, seguro que no molestarían a un anciano que no hacía más que estudiar la Biblia en su casa. Estaba prohibido, ciertamente, pero la Biblia vernácula era lectura común. El edicto se incumplía sin disimulo. Mucho más difíciles de justificar serían los textos lolardos, las traducciones de Wycliffe.

—¿Qué causa le han dado al obispo? ¿Ha descubierto las reuniones?

Jerome sacudió la cabeza, exasperado.

—¡Los muy insensatos han ido a misa en la iglesia de Tyn y han quemado las indulgencias en el altar! Había espías del arzobispo, como siempre.

—¡Las indulgencias! Pero... ¡creía que os las habíais quedado vos!

—Martin me convenció de que se las devolviera. Dijo que no me convenía poner en peligro a mi familia llevándolas encima y que me vigilaban los hombres del arzobispo. Me prometió quemarlas. —Se rió amargamente—. Y sí que las ha quemado, sí...

A Anna se le salía el corazón por la boca. Vio a Martin, arengando con arrojo y fervor en la mirada. Ya le había oído perorar sobre el tema: «Los santos padres venden perdones como si fueran los guardianes del mismísimo infierno, lo cual les convertiría a ellos en esbirros del diablo, ¿no?». ¡Qué insensatez llevar sus argumentos a un lugar tan público! ¿Por qué no dejaban las cosas como estaban? ¡Si de todos modos la gente ya iba a la capilla de Belén! Aquella precipitación daría a la Iglesia la excusa que necesitaba para actuar. ¡Martin, tan dulce y tan impaciente! La necesitaba casi tanto como
Dĕdeček
. El uno demasiado viejo para atender a razones, y el otro demasiado joven para entenderlas. Y ella, Anna, atrapada entre los dos...

—Jan Hus está intentando liberarlos —dijo Jerome—. Está hablando ahora mismo con Zybnek, pero el asunto acabará mal. Las presiones llegan hasta el propio rey Wenceslao. El monarca siempre ha sido tolerante, pero la cosa se complica en la medida en que una parte del dinero de la venta de indulgencias va a la Corona.

Anna se puso un dedo en los labios, porque oía pasos en la escalera. Si Hus conseguía liberar a los estudiantes, ni siquiera hacía falta que se enterase
Dĕdeček
. El abuelo de Anna apareció al pie de la estrecha escalera de madera, apoyado en la baranda para no perder el equilibrio. Se le veía frágil, con la piel cenicienta.

Hasta entonces Anna se había negado empecinadamente a plantearse el futuro sin él, pero al verle apoyado en la baranda de madera tallada acudió a su pensamiento el fantasma de la pequeña casa de Staroméstké námésti sin él. El sudor que perlaba el arranque de su pelo se volvió gélido.
Dĕdeček
era lo único que conocía. Padre, madre, hermana, hermano... Aquel anciano y su pasión por su trabajo habían sido la luz de su vida.


Dĕdeček
, Jerome ha venido a decirnos que hay que posponer la reunión de esta noche.

Se acercó para darle el brazo. Él lo rechazó con suavidad, pero estaba muy serio.

—¿Qué es lo que acabará mal?

—No, nada, lo de siempre, el arzobispo y sus amenazas.

Anna sacudió muy despacio la cabeza (momento en el que su mirada coincidió con la de Jerome), y se afanó en sacar el estofado, escondiendo el rostro para que su abuelo no leyera la mentira en sus ojos.

—Ya tienes la cena preparada. Maese Jerome, ¿verdad que a su mujer no le importará que cenéis con nosotros? Así nos hacéis compañía —imploró, arqueando una ceja.

Su abuelo tomó asiento en el banco, apoyándose en el borde de la mesa.

—¿Y Martin? ¿No va a venir?

Anna sirvió el fragante guiso en los platos con el cucharón.

—No,
Dĕdeček
, esta noche Martin no vendrá.

* * * * *

Anna durmió mal. Tras la partida de Jerome, su abuelo había sufrido un ataque tremendo de tos. Solía toser cuando llevaba muchas horas trabajando con pinturas y tintas, pero no de esa manera, echando de los pulmones un esputo del color de las cloacas... Anna le había administrado tintura de marrubio con miel y alcoholes destilados, y al final, después de cerciorarse de que tuviera la frente tibia, había apagado el fuego y se había ido a dormir.

Fue una noche calurosa. Anna, despierta, oía entrar a ráfagas por la ventana abierta los sonidos de la noche: chirridos esporádicos de ruedas de madera por el empedrado, el grito de un búho llamando a su pareja, el lejano tañir de las campanas del claustro convocando a vigilias a los monjes de la catedral... Y siempre atenta a los ataques de tos.

Quitándose de encima el cobertor, se preguntó si Martin estaría encerrado en alguna celda irrespirable y si tenía miedo (o si, peor aún, le estaban torturando en las mazmorras del castillo). Justo antes del amanecer cayó en un sueño inquieto.

La despertaron las campanas de la iglesia tocando a prima. El sol ya había posado un sable de luz sobre su cubrecama. Se pasó a toda prisa un peine por el pelo enredado. Después se lo recogió con el pañuelo, se acordonó el corpiño sobre la misma camisa del día anterior (no tenía tiempo de buscar una limpia) y se echó encima el pellote. Corrió a la habitación de
Dĕdeček
y abrió la puerta, después de llamar suavemente. La cama estaba vacía. Sonrió al ver lo bien que la había hecho. Como siempre. Frente a aquel dechado de orden y de sobriedad, el dormitorio de Anna parecía la apoteosis del descontrol.

La luz de la mañana había devuelto las cosas a su sitio. Probablemente no tardaría mucho en enterarse de que Martin y los demás habían sido liberados con una simple advertencia.

Dĕdeček
había hecho mal en dejarla dormir hasta tan tarde. Debía estar preparando las gachas. Sin embargo, al bajar por la escalera se lo encontró en la puerta, envuelto por la luz del sol. Estaba hablando con la chica que les vendía la leche y los huevos.

—Deberías haberme llamado —dijo Anna.

—Anna —dijo
Dĕdeček
, ceñudo—, la lechera dice que han detenido a unos cuantos estudiantes por perturbar el servicio dominical.

—Ya lo sé, pero no pasa nada. Fue ayer. Lo más probable es que maese Hus ya haya conseguido liberarlos.

—Deberías habérmelo dicho —respondió su abuelo por encima del hombro, mientras hacía el recuento de monedas para la muchacha.

Cerró la puerta y se giró hacia Anna, muy serio.

—¿Sabías que Martin es uno de los detenidos?

Ella fue a buscar el delantal, colgado al lado del hogar, y cogió el cazo del agua, evitando la mirada de su abuelo.

—Me lo dijo anoche maese Jerome. Es que quería que durmieras bien. Pensaba contártelo esta mañana. No te pongas nervioso, que no es la primera vez que se meten en líos.

Dĕdeček
se sentó pesadamente en su banco de trabajo y empezó a toquetear con aire ausente los pinceles pulcramente alineados en un secadero de su propia confección. Anna le observó, preocupada. Era justo el quebradero de cabeza que menos le convenía.

—Deja las gachas, que esta mañana no tengo apetito —dijo él—. Quiero que cruces la plaza y vayas al ayuntamiento a averiguar todo lo que puedas. Si ya los han soltado, ve a la universidad y busca a Martin, que quiero hablar con él.

De repente le dio un ataque de tos que sacudió todo su cuerpo.

—No quiero dejarte solo. —Anna le puso el dorso de la mano en la frente—. Tienes fiebre. Ven, que te ayudo a volver a la cama.

Él le apartó la mano.

—¡Hazme caso, Anna!

Nunca era tan brusco con ella; sólo de niña, cuando jugaba demasiado cerca del fuego o le tocaba las pinturas sin permiso.

Anna nunca le había desobedecido directamente, ni de niña ni de mujer. ¿Sería el momento de empezar a hacerlo?

Dĕdeček
le indicó impacientemente que se fuera con una mano, mientras se aguantaba las costillas con la otra, como siempre hacía cuando tosía (costumbre que se remontaba a su estancia en la prisión del castillo). Por débil que fuera su cuerpo, su espíritu y su inteligencia seguían tan fuertes como siempre. Plantarle cara en aquellas circunstancias minaría su fuerza, y entonces sí que sería viejo. El ayuntamiento quedaba justo enfrente, al otro lado de la plaza. No costaba nada ir a ver si seguían reteniendo a los estudiantes. Y hablar tal vez con Martin...

—Bueno,
Dĕdeček
, ya voy, pero primero déjame ayudarte a volver a la cama.

Él sacudió la cabeza.

—Aquí abajo se está más fresco. —La tos le había dejado carraspera—. Esperaré en mi silla. Deja abierta la puerta, para que te vea ir.

Señaló una silla con muchos cojines, fabricada por él mismo a base de ramas de sauce alabeadas y tiras de cuero.

Anna fue a buscar un cojín de plumas para su cabeza.

Después partió un huevo y lo batió en un vaso de leche con miel, incorporando una rama de canela.

—Bébetelo y me voy.

Esperó a que se pusiera cómodo en la silla para darle la bebida. Él miró el vaso con mala cara, pero se tomó un par de sorbos.

—Acábatelo. Lo necesitas. Además, con este calor se agriará enseguida la leche.

—Ya me lo beberé. Tú vete.

Anna salió al sol de la plaza. El aire estaba muy cargado. Sentía el calor del empedrado a través de las finas suelas de cuero.

La saeta del gran reloj indicaba las siete y media. Ya empezaba a hacer calor.

VI

Una anciana puede ser más experta en el

amor de Dios [...] que los teólogos, con sus

estudios infructuosos.

Richard Rolle
, ermitaño del siglo XIV

—Reverenda madre, deprisa, venid al
scriptorium
. Son la hermana Agatha y la hermana Matilde, que se están...

—No hace falta que lo digas. Se están volviendo a pelear.

La abadesa de la más reciente de las abadías de Rochester, Inglaterra, se apresuró a dejar la pluma encima de la mesa y a tapar los fajos de pergamino que tenía esparcidos sobre ella. Kathryn lo hacía inconscientemente, como una costumbre nacida de la prudencia. Se levantó despacio. Últimamente se sentía rechinar como una escalera vieja de madera.

—No, hermana, no pienso ir. Que vengan ellas esta vez. Diles a las hermanas que deseo verlas en mi celda. ¡Ahora mismo!

La novicia salió disparada. Kathryn oyó con aprensión un ruido de pasos y voces iracundas en el pasillo. Las dos viejas monjas, siempre a la greña, daban pésimo ejemplo a las más jóvenes, pensó mientras la discusión subía de tono. Seguro que las dos esperaban cerca, y ahora corrían a denunciar a su rival antes de que tuviera la oportunidad de hacer lo mismo.

La puerta se abrió de golpe por los esfuerzos combinados de las monjas (ambas de anchas de caderas, seguidas por sus tocas como por barcos a toda vela) por franquearla al mismo tiempo.

En cualquier otra circunstancia, Kathryn tal vez se hubiera tomado a risa el espectáculo. Levantó el fino velo que solía tapar su rostro cubierto de cicatrices, a fin de que las dos mujeres pudieran reparar en su expresión de desagrado.

La boca de la hermana Matilde se inmovilizó en una O perfecta, principio de una queja que no llegó a proferirse. La de la hermana Agatha se apretó hasta quedar reducida a una fina línea, en la que el labio inferior sobresalía un poco, empujado por los mofletes. Los ojos de la hermana Matilde despedían chispas de fuego azul. Los de la hermana Agatha, reconcentrados de pura rabia, punteaban un rostro del color del jamón cocido.

Kathryn se apoyó en el respaldo, agradeciendo la barrera de la ancha mesa de roble que se interponía entre ella y la tormenta. Les hizo señas de que también se sentaran.

Matilde encajó su amplio trasero en una de las sillas de enfrente.

En un momento de distracción, la abadesa se dijo que quizá hubiera que asignarlas al turno de jardinería. Lo sedentario de sus ocupaciones no les estaba sentando nada bien.

Agatha se quedó de pie, dando golpecitos en el suelo.

—Reverenda madre, esto es una vergüenza. Es indecoroso. Es... ¡una herejía!

—Igual de indecorosa es vuestra falta de templanza, hermana. Decidme con calma qué os exalta tanto.

Fue Matilde quien contestó por ella.

—Parece que la exaltación sea el estado natural de la hermana. Tal vez precise alguna pócima para mejorar sus funciones intestinales.

Kathryn obsequió a la hermana Matilde con una mirada de reproche. La monja bajó la cabeza para disimular su sonrisita de satisfacción por una pulla tan bien dicha, aunque Kathryn ya sabía que se la repetiría a sus hermanas para hacerlas reír. A diferencia de la hermana Matilde, cuyo sentido del humor, bondad e ingenio le granjeaban el afecto de la pequeña comunidad de clausura, la hermana Agatha afectaba unos aires de piadosa superioridad que no la hacían muy popular entre las monjas. Deberían haberla dejado en Saint Faith al fundar la nueva abadía, pero Agatha era una amanuense magnífica, de escritura sin tacha y gran soltura en la mano.

—Los intestinos de la hermana Agatha no son de vuestra incumbencia, hermana Matilde.

Envalentonada por la réplica, la hermana Agatha reconvino así a Matilde: —Esa preocupación más vale que te la reserves para el estado de tu alma inmortal.

La hermana Matilde dejó de sonreír al levantar la cabeza.

—Es por la Biblia inglesa, reverenda madre. La hermana Agatha se cree en el deber de reprocharme que la lea.

—Simple preocupación por el alma de la hermana Matilde.

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