La comerciante de libros (13 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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Trató de devolver el vaso de hojalata.

—Creo que ya he tragado bastante agua en un día.

La vieja se negó, moviendo con fuerza la cabeza.

—No, agua no, medicina. Tate shilalyi. Caliente-frío. Protege de la fiebre y el paludismo del río. Bebe.

Anna pensó que lo mejor era fingir que se lo bebía para no ofenderla. A fin de cuentas era quien la había sacado del río. Se llevó el vaso a los labios y arrugó la nariz al olerlo.

—¿Qué lleva?

—Polvo de pulmones e hígados de rana —dijo la vieja sin mirar el vaso.

Su mirada inquieta se había posado en la cabeza de Anna con una expresión casi voraz.

Tal vez sí que fuera el infierno.

—Entonces no me conviene beberlo —dijo Anna, buscando alguna excusa que no molestara a la vieja—. Es que una vez bebí algo con... partes de rana y se me... hinchó la lengua. Me encuentro mucho mejor, de verdad.

Volvió a tender el vaso, aguantándose un ataque de tos. Esta vez la vieja lo cogió, lo dejó en el suelo sin mirarlo y acercó la mano al pelo de Anna para acariciarlo, sin apartar ni un solo instante la mirada de su rostro. Sintiendo el esfuerzo de los dedos huesudos por peinarla, Anna intentó no encogerse. A fin de cuentas aquel ser de aspecto tan extraño le había salvado la vida. Supuso que era una suerte. Una uña mellada se enredó en los tirabuzones. Anna no pudo contener un grito. Se le había apelmazado el pelo al secarse, y debía de parecer una salvaje. Lo verdaderamente raro era que la vieja no tuviera miedo.


Rawnie bal
—susurró la mujer, palpando el pelo de Anna como si fuera de oro.

—¿Qué habéis dicho?

No era el idioma de Bohemia. Tampoco alemán. Anna estaba segura.

—Pelo de dama. Pelo rojo. Muy buena suerte.

La vieja lo soltó con un suspiro, como si apartase los dedos de un tesoro. ¿Sería la razón de que su benefactora la hubiera sacado del río? ¿Por ser pelirroja?

—Pues está claro que a mí no me ha dado suerte. ¿Dónde estoy? —preguntó Anna para distraer a la vieja, que a juzgar por su expresión podía cortarle los rizos en cualquier momento (y, dadas las circunstancias, Anna se resistía un poco a desprenderse de ellos, pese a ser tan rebeldes)—. ¿Y vos? ¿Quién sois?

—Soy Jetta —dijo la arpía, apartando la mirada (y los dedos) de la pelambrera de Anna—. Soy roma. Estás con los romanís, a salvo.

—¿Roma?

Era la primera vez que Anna oía la palabra, aunque Martin le había comentado que al cruzar
Hrad
cany por el espolón que dominaba el río Vltava se había encontrado con un extraño grupo de peregrinos. Estaban acampados junto al río. Anna había visto el campamento desde el puente.

—Somos peregrinos cristianos, egipcios que no lucharon cuando los sarracenos entraron en Egipto, y ahora, como penitencia, debemos vagar durante siete años por el mundo para agradar a nuestro Señor.

Lo dijo como si fuera una letanía aprendida de memoria.

Pues era la peregrina más rara que había visto Anna en toda su vida, sin bastón, capa ni cédula de peregrino, y con el pelo recogido en un triste pañuelo. Se adornaba el cuello con grandes aros de colores, hechos de alambre y metal. Llevaba una falda larga hecha jirones y una camisa suelta. En cuanto al carro de techo curvo, con sus finas cortinas, sus cuentas y sus colorines, parecía una especie de vivienda permanente. No se veía ningún altar o estatua de la Virgen. Las partes del suelo y de los lados que no estaban tapadas con telas de colores parecían de madera, a base de listones muy finos.

Anna tampoco supo qué pensar de los extraños gritos, cada vez más fuertes.

—¿Tenéis pájaros en el campamento? —preguntó, intentando no temblar al acordarse de los carroñeros alados del puente y de cómo había acabado ella en el río.

—Pájaros no; el pequeño Bek, mi niño. Como no habla, cuando quiere algo hace este ruido. Es impaciente. Huele la panceta que te ha traído Bera.

—¿Bera?

—El rey romaní.

—¿Por qué iba a traerme panceta?

—Porque le gustan las mujeres guapas o por el pelo rojo. Da buena suerte ponerse un amuleto de pelo rojo en la barriga durante el parto. La mujer de Bera, Lela, está casi a punto.

—Pues que se lleve un rizo para su mujer, que tengo de sobra. Es lo mínimo que puedo hacer en pago de mi deuda. —Cada vez olía más a panceta, y Anna tenía hambre—. Cuidado con la carne, que se os puede quemar si no la vigiláis. Me encuentro mucho mejor. Ahora mismo me levanto y os acompaño. Puedo cuidar al niño mientras cocináis.

Anna se quitó de encima la manta de colores vivos, pero volvió a taparse enseguida.

Estaba desnuda de pies a cabeza.

—¡Mi ropa! ¿Dónde está mi ropa?

—La hemos lavado. Aún se está secando. También te hemos lavado a ti, para que no estés
mahrime
, contaminada. Por el agua sucia del río.

La imagen mental de todos los ojos que la habían escrutado hizo que a Anna se le subieran de golpe los colores.

—¿Quién me ha quitado la ropa?

—Yo, con la ayuda de Lela. —Jetta descolgó un blusón y una falda rojos de un gancho—. Bera ha traído esto para que te lo pongas hasta que se seque tu ropa.

Anna cogió las extrañas prendas. Parecían nuevas, aparte de muy holgadas (y no porque fueran demasiado grandes).

Una cuerda de seda servía de cinturón y la falda dejaba los tobillos a la vista. O se las ponía o se quedaba desnuda debajo de la manta. Se la aguantó con una mano en el pecho, mientras cogía la camisa con la otra. Justo cuando pensaba que no parecía haber ropa interior, Jetta sacó una enagua de un armario. Era de hilo sin blanquear, más amplia de lo que ella necesitaba y demasiado corta. Aun así la aceptó, agradecida, y se la pasó por la cabeza.

* * * * *

Cuando Anna salió por la parte trasera del carro, dos brazos fuertes, con fino vello negro, se elevaron a su encuentro para ayudarla a bajar. Los brazos confluían en un torso ataviado con una blusa roja no muy distinta de la que llevaba ella, con la diferencia de que no era de hilo, sino de seda, detalle en el que Anna reparó al tener la camisa a la altura de los ojos, a la vez que la faja, también roja y de seda, que sujetaba los pantalones. Un hombre aproximadamente de la edad de Martin, aunque como mínimo ocho centímetros más bajo, le mostró una dentadura grande y blanca, antes de dejarla en el suelo con una profunda reverencia.

—Bienvenida a nuestro humilde campamento —dijo—. Soy Bera, rey de los roma y jefe de este grupo de peregrinos.

A pesar de su corta estatura, era el hombre más atractivo que había visto Anna en su vida: pecho amplio, cintura estrecha y unos ojos tan negros como el pelo, que era como el carbón.

—Hemos venido a ofrecerte nuestra hospitalidad y a celebrar que te rescatamos del río.

Con otra reverencia, que más que un simple gesto parecía un paso de baile, señaló a un pequeño grupo de hombres y mujeres distribuidos alrededor de una hoguera de carbón. Encima del fuego había una sartén enorme. Varios carros de colores y con la cubierta redondeada formaban un círculo a su alrededor. Sin embargo, a Anna le bastó un rápido vistazo para darse cuenta de que no todos tenían ganas de celebrar su presencia. Una mujer más joven que ella, también baja y algo rechoncha (aunque en el fondo era una injusticia pronunciarse en ese sentido por el leve abultamiento de su barriga) la miraba con recelo. Estaba un poco apartada del resto del grupo, cuyas expresiones, aunque amistosas, no disimulaban su curiosidad.

Lela, la mujer de Bera, pensó Anna. Evidentemente, había algo que no acababa de gustarle. Su mirada fija hizo que Anna se diera cuenta de lo mal que le sentaba la ropa prestada. Probablemente fuera de Lela, la mejor que guardaba en espera de poder ponérsela otra vez. Era lógico que la mirase con resentimiento. Anna intentó sonreír, pero la expresión de la joven siguió siendo igual de hostil.

Bera cogió la mano de Anna para llevarla al interior del círculo que formaban los demás, cruzados de piernas en el suelo, a distancia prudencial del calor del fuego.

—Hemos preparado una fiesta en tu honor.

El amplio gesto de su mano señalaba la panceta, pero también una mesa con hogazas de pan oscuro, trozos de queso y cebolla y un melón recién cortado, con gotas de condensación en su piel verde, así como una carne rosada que rezumaba jugo en el calor del mediodía.

—¡Qué amables! —balbuceó Anna—. ¿Cómo os lo podría...?

—Las buenas obras son su propia recompensa. —Bera sonrió—. Naturalmente, siempre agradecemos que se corresponda con amabilidad a la amabilidad.

Lo que quería decir estaba claro. Se esperaba alguna muestra de gratitud. Anna pensó en la escasez de sus recursos, en los pocos florines que escondía en su casa, pequeño tesoro que ya había menguado desde la muerte de
Dĕdeček
, y que al consumirse la dejaría sin nada. De pronto su corazón dio un vuelco. ¡No pensarían pedir un rescate por ella!

—Desgraciadamente, no soy rica, sino una huérfana soltera, que sólo posee unos cuantos muebles. —Un círculo de ojos la miraba, esperando—. Sólo tengo una cama, un par de sillas y la ropa que veis secándose a vuestras espaldas, sobre los arbustos.

Lo último era una mentira que la sonrojó.
Dĕdeček
siempre la había vestido lo mejor que permitían las leyes suntuarias.

Bera se encogió de hombros. Su decepción era palpable. Fue como si languideciera todo el grupo, excepto Lela, que por alguna razón se alegraba de que no hubieran pescado a una esposa o viuda rica.

Bera se recuperó con elegancia.

—No esperamos ningún pago —dijo—; ahora bien, tal vez tengas algún talento con el que quieras contribuir a nuestra celebración. ¿Sabes cantar?

Oyendo la palabra «cantar», un niño de unos siete u ocho años (no era fácil calcular su edad, debido a la malformación que sufría) se adelantó sobre unas piernas esqueléticas, demasiado pequeñas para el resto de su cuerpo, y empezó a canturrear una especie de media melodía, con voz aguda y bien timbrada.

Bera se rió.

—No, Bek, tú no. Ya oímos bastante tus graznidos.

Lo dijo sin mala intención. El niño movió la cabezota en señal de asentimiento, como si lo entendiera. Después la giró hacia Anna, como el resto del grupo, y todos se quedaron a la expectativa.

—Lo siento —dijo ella, avergonzada—. No tengo talento para el canto, y me he quedado ronca por la tos.

Bera sonrió y dio un salto acompañado por medio giro, cruzando en tijera sus piernas bien formadas.

—Me temo que tampoco bailo —dijo Anna—. Ni toco ningún instrumento —añadió al ver un dúlcemele con cuerdas al lado del pan y del queso.

Vio de reojo que Lela sonreía por primera vez, pero no había calidez en su sonrisa. Anna buscó alguna manera de agradarles, de agradecerles lo que habían hecho. Se acordó de repente.

—Habéis dicho que sois peregrinos cristianos. Tengo algo que os podría interesar.

—¿Una santa reliquia?

Bera sonrió educadamente, mostrando unos dientes de una blancura pasmosa, pero el temblor de una de sus comisuras demostraba que era una sonrisa forzada.

Anna sospechó que ya había visto demasiadas y que sabía lo fácil que era fabricarlas. Hasta era posible que él mismo hubiera vendido alguna que otra falsa reliquia. Según Martin, era un grupo extraño que vivía de su ingenio.

—No es exactamente una reliquia, sino algo mejor: un libro.

Bera se rió.

—¡Pero si los romanís no sabemos leer! No le damos valor a... ¿Has dicho un libro?

Anna se dio cuenta demasiado tarde de que empezaba a hacer cábalas:

—No podríais venderlo —se apresuró a añadir—, pero es muy especial. Se trata de la palabra escrita de nuestro Señor, un libro hermosísimo. La próxima vez que venga lo traeré para que lo veáis.

—Pero si tienes un libro así, ¿por qué no puedes venderlo? Entonces ya no serías pobre.

«Porque me lo prohibió mi abuelo. Es lo único suyo que me queda.»

—Tiene demasiado valor personal; además, si las autoridades se enterasen de que existe, lo confiscarían y lo quemarían. Va contra la ley tener un libro así.

Sus propias palabras le hicieron darse cuenta de que era una imprudencia mencionar el libro, aunque su abuelo nunca lo hubiera guardado en secreto; de hecho, se lo enseñaba a todos los que pedían verlo. «¡A todos los que podían leer el texto, tonta!», se regañó.

Mientras tanto, Jetta había retirado la sartén del fuego para ponerla encima de la mesa, y los demás se disponían a rebañar la grasa con pan y cortar trozos de panceta y queso. La vieja cogió un trocito de panceta, lo deshizo con las manos y empezó a dárselo al pequeño Bek. Bera partió un trozo de pan y se lo tendió al niño, que asintió sonriendo. Su cabeza subía y bajaba como una flor muy grande en la punta de un tallo demasiado frágil.

—Al final de la fiesta —dijo Bera— te llevaré a tu casa y podrás enseñarme el libro con las palabras de nuestro señor Jesús.

—Ahora que lo pienso, probablemente no os interese. Está escrito en inglés, no en el idioma de Bohemia.

—El idioma no tiene importancia, porque yo no sé leer. —Bera lo dijo con orgullo—. Es la palabra del Señor. Puedes leérmela y podré tocarla. Me dará buena suerte.

Anna oyó algo a sus espaldas, una palabra en romaní que sonaba como
gadje
, y aunque ignorase su significado, supo que se la habían escupido a ella y que no era un cumplido. Al girarse vio que Lela se iba del círculo y subía trabajosamente al carro de colores más chillones. Después corrió la cortina de la entrada.

A Anna, el susurro le sonó como un portazo.

* * * * *

Anna ya no iba al río Vltava, pero sí al camposanto de Tyn, donde cada día hablaba en voz alta con su abuelo, como si la oyera. «Sí, sí que me acuerdo del nombre: sir John Oldcastle. Ya sé que te lo prometí, pero ¿cómo quieres que viaje sola? No sería seguro.»

Su abuelo nunca contestaba.

Estaban a mediados de agosto. Habían pasado dos semanas desde el encuentro con el río. Pese a no dejarse acompañar por Bera hasta su casa, Anna había dejado un mensaje para Jetta, prometiendo que pronto los visitaría, y a decir verdad nunca dejaba de pensar en la excursión al pequeño campamento de la orilla del río, que le serviría para devolver la falda y la blusa rojas de Lela (limpias y dobladas). De mañana no pasa, se había dicho; pero a lo largo de la noche había llovido bastante para humedecer la tierra y refrescar el aire, circunstancia que le sugería otra tarea más urgente.

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