En el fondo, don Juan pensaba que una monarquía sin poder absoluto carecía de sentido. Apesadumbrado, era consciente de que la fuerza de las nuevas ideas había derrotado al viejo orden, aquél cuya vida había intentado alargar al máximo. Le dolía darse cuenta de que ya nunca más volvería a ser el dueño de todo su poder. Sin embargo, lo que más le entristecía era saber que su odisea personal tocaba a su fin. A partir de ahora, su lugar estaba en Lisboa, no en Río de Janeiro. Y eso, si escapaba con vida de lo que se avecinaba.
En la plaza del Teatro Real su presencia provocó un enorme alboroto. El rey sintió pavor por aquel bullicio que le recordaba lo que los revolucionarios franceses habían hecho con las cabezas coronadas de Francia. Y ese miedo atávico se transformó en pánico cuando unos hombres desengancharon los caballos de su carruaje. «Ya está, ahora me toca a mí», se dijo pensando en Luis XVI y en la reina María Antonieta. Estaba tan acobardado que tardó un tiempo en darse cuenta de que el ambiente era de alegría, no de violencia, que aquel recibimiento era más una celebración de su popularidad y de la decisión que había tomado que una muestra de protesta, y entonces se tranquilizó.
«¡Viva el rey!», «¡Viva la Constitución!», gritaba la multitud mientras le llevaban en volandas hasta la plaza del Rocío, un lugar que los rebeldes juzgaron más propicio para la proclamación oficial de la aceptación de la Constitución que el teatro. Allí estaba el antiguo palacio real, con su valor simbólico, más solemne, donde don Juan y su familia se habían alojado en sus primeros días nada más llegar a Río. Solía correr a esconderse en sus sótanos nada más oír los primeros truenos de las tormentas tropicales que al principio tanto le atemorizaban.
No había sintonía entre el humor sombrío del rey y la euforia de la gente. Cuando le depositaron en la puerta del viejo palacio, don Juan se derrumbó como un muñeco de trapo, sollozando. Se sentía tan desesperado que le costaba tenerse en pie. Estaba dejando de ser el soberano absoluto, pero la gente aún seguía mostrando sus viejos hábitos de sumisión y reverencia, especialmente los miembros de las familias que había enriquecido con sus favores y que le ayudaron a tenerse en pie y a subir la escalera.
Arriba se encontró con Carlota Joaquina, que departía con los militares y los jefes de la revuelta de manera relajada y casi familiar. Tenía los dientes más negros que de costumbre, más podridos. Se saludaron con un gesto frío y protocolario, sin más. El contraste entre ambos no podía ser más flagrante. Ella parecía contenta, a pesar de ser una absolutista convencida, encarnizadamente opuesta a compartir cualquier parcela de poder. Don Juan sabía que si su mujer mostraba simpatías por aquellos revolucionarios era solamente porque veía en ello la posibilidad de acabar su purgatorio en Brasil y volver pronto a Europa. Tenía razón: Carlota ya se veía en el palacio de Queluz con sus paredes forradas de tapices y de cuadros, sus vitrinas llenas de objetos del más fino cristal y sus jardines románticos. Y eso que Queluz siempre le había parecido pobre comparado con los palacios de España. Quien también veía más cercano su regreso a Europa era Leopoldina, que se encontraba incómoda entre tanta gente, incluido su marido, gritando vivas a la Constitución. «¿Qué diría mi padre si me viera aquí?», pensó ella, hija de la Santa Alianza, último bastión absolutista de Europa. Su presencia en el balcón era la confirmación de que, en el conflicto entre las obligaciones hacia su marido y la lealtad a las ideas de su padre, sobre el que le había pedido un consejo que nunca había llegado, se había decantado finalmente por su marido. La felicidad conyugal y el amor de Pedro bien valían el sacrificio de sus propias ideas.
Toda la familia rodeó al rey, quien ratificó con su voz trémula, en compañía del obispo, todo lo que había dicho su hijo en el teatro. De acuerdo, se plegaría a la Constitución. Acataría al Parlamento que emanase del pueblo. Aceptaba la lista de los nuevos ministros. Su hijo repetía, con voz fuerte y vibrante, las palabras casi inaudibles que su padre dirigía a la multitud. La conversión de don Juan le valió un aplauso fervoroso, mientras los acordes de una banda de música y los vivas rivalizaban con el ruido de las campanadas de las iglesias. Flotaban en el aire aromas a guayabas pasadas, como en aquel lejano día de su llegada, cuando una multitud similar, exuberante y ruidosa, le homenajeó con petardos, bailes y recitales de poesía. Aquel día estaban felices porque, de pronto, esta familia venida del otro lado del mundo había convertido su ciudad, la capital colonial, en capital del imperio. Ahora estaban felices porque celebraban el final de una extraordinaria época de poder absoluto ejercido desde el trópico.
33
Lo primero que pidió al rey el nuevo hombre fuerte del gobierno fue que autorizase a Pedro a asistir a todas las reuniones del Consejo de Ministros. Esta vez don Juan aceptó sin titubeos, lo que hizo que su hijo se convirtiera en la figura principal de la escena política. Se lo había ganado.
Pedro estaba en su elemento. Mientras su padre se había quedado paralizado ante los nuevos desafíos, él había descubierto su capacidad de iniciativa y de organización en un momento difícil. Sobre todo, había descubierto su vocación: había sentido auténtico placer en aquel contacto con la multitud, en participar en el juego político como mediador entre su padre y la nación. Le gustaba pensar que en sus manos descansaba la salvación del trono, que era de su padre pero que un día sería suyo. Tenía claro su objetivo: intervenir en el movimiento constitucionalista hasta lograr encabezarlo. Aspiraba a interpretar el papel protagonista en esa pieza histórica que acababa de empezar, no para desligarse de su padre ni de Portugal, sino para preservar el reino unido. Al contrario de lo que le sucedía a don Juan, las dificultades le tentaban y los peligros le estimulaban.
La primera decisión que tomó por mayoría el nuevo Consejo de Ministros fue organizar la partida del rey con toda su familia. Respondían así a la insistencia de las Cortes de Lisboa, que sentían reforzado su poder con la adhesión de los territorios de ultramar. Para contrarrestar el argumento de que su salida prendería la mecha de la anarquía y la independencia en Brasil, el rey propuso que partiesen todos «salvo el príncipe real y la princesa, su esposa». Con el acuerdo del consejo, don Juan nombraba a su hijo regente del gobierno provisional hasta que «la Constitución se pusiese en marcha». Luego seguiría el camino del resto de la familia hacia Lisboa.
Pedro no quiso comunicar la noticia del retraso del viaje a Leopoldina, quien, a punto de dar a luz, estaba de nuevo asustada ante la perspectiva de ponerse en manos de sus temidos médicos portugueses. Ella aún contaba con el viaje a Europa, sin darse cuenta de que el pronunciamiento de Río había trastocado los planes. La víspera de ponerse de parto, escribió a su padre anunciándole
«la ilusión de su inminente regreso»
. Pedro solicitó a su padre y al Consejo que no publicasen el decreto real anunciando el viaje hasta después del nacimiento, y así lo acordaron.
Leopoldina tuvo un parto difícil porque el bebé era «extremadamente grande» y los médicos llegaron a temer por la vida de ambos. Sin embargo, cuando a los tres días estuvieron fuera de peligro, vivió un auténtico baño de felicidad. Recibió una avalancha de enhorabuenas, y hasta hubo un antiguo esclavo vestido de librea que a la salida de la misa en la capilla de Gloria le ofreció varas de nardos:
—Para que el niño, al olerlos, se siga sintiendo como en el paraíso —le dijo el hombre.
Había dado a luz a un varón, que era como alumbrar el futuro del linaje de los Braganza. Estaba orgullosa de sí misma, agradecida al Todopoderoso por dejarla cumplir de manera tan espléndida su papel de esposa y madre de una dinastía. Se deleitaba con la idea de regresar con toda la familia a Lisboa, ahora ya al completo con el pequeño heredero. No sólo ella, sino también el resto de la familia real vivió días de júbilo. Para don Juan, el nacimiento de su nieto fue como un paréntesis de felicidad en su atribulada existencia. Tanto era así que propuso llevarse a sus dos nietos consigo a Lisboa hasta que la Constitución portuguesa entrase en vigor y sus padres pudiesen regresar. Para muchos brasileños, celebrar la llegada del nuevo príncipe les permitió olvidar la aprensión que sentían por las consecuencias de la eventual partida del monarca.
Sin embargo, cuando días antes del bautizo el niño fue víctima de convulsiones, los criados del palacio empezaron a rumorear que aquel primogénito larguirucho y escuchimizado nunca sucedería a su padre, que sobre él pesaba la maldición de los Braganza. Leopoldina se alarmó. «Eso son sólo chismes», le dijo su marido. Pero lo cierto es que Pedro y su padre se sometieron a las indicaciones de los frailes que les impusieron una penitencia redentora. El día de San Francisco de Asís, tuvieron que almorzar en el comedor del convento de San Antonio sobre una mesa hecha de tablones de madera, sin mantel ni servilletas, y usando como único cubierto una cuchara de palo. Para el rey, acostumbrado a cebarse, fue un severo sacrificio limitarse a un frugal almuerzo de caldo de ave. Pero lo hizo de todo corazón, y cuando las convulsiones de su nieto cesaron, pensó que su sacrificio no había sido en vano, que los frailes habían acertado y que esta vez habían conseguido conjurar la maldición.
La felicidad de Leopoldina duró poco. «Una vez puesta en práctica la Constitución en Brasil —declaró Pedro públicamente— partiré a fin de unirme a mi padre y como prueba de amor a todos los portugueses de ambos hemisferios, mando antes para Lisboa a mis hijos don Juan Carlos y doña Maria da Gloria.» La noticia de que Pedro había sido nombrado regente y que por lo tanto se quedaban durante un tiempo indefinido en Río fue un mazazo a la moral de la joven, ya debilitada por el esfuerzo de dar a luz y por los sobresaltos que le había dado la salud de su hijo. Pero lo peor fue que el abuelo decidiese llevarse a sus nietos y que su marido secundase la idea, pues aquello la hundió aún más en la angustia. A pesar de que Pedro le aseguraba que la separación duraría sólo unas semanas porque ellos partirían poco tiempo después, ella temía que en aquel ambiente de inseguridad y tumulto los planes no pudiesen llevarse a cabo.
«Aquel desgraciado espíritu de libertad nos ha puesto en una situación fea; mi marido ha jurado la Constitución y nos tenemos que quedar en Río
—escribió a su padre—.
Verme separada de la buena familia paterna, de los hermanos amados y de los amigos ya es duro, pero ahora, verme lejos de mis hijos, ¡eso es pedirme demasiado!»
, añadió. A Pedro le parecía que enviar a sus retoños a Portugal era una muestra de sacrificio que redundaría en beneficio de su popularidad. Leopoldina aunó fuerzas para librar la batalla en casa:
—Sé que los quiere mucho —le dijo a Pedro—, pero en el fondo, tu padre se los quiere llevar para mantenerte bajo su dependencia.
Pedro sabía que tenía razón. Estaba de pie, mirando por la ventana. Allá fuera había un imperio esperándole y no iba a ser fácil sobrevivir como regente. Estaba preocupado porque el Chalaza le contaba que los republicanos estaban cada día más agitados. Ella prosiguió:
—Tu padre no se fía de lo que pueda pasar aquí, y quiere a sus herederos bien cerquita… Serán sus pequeños rehenes.
—Todavía puede pasar de todo, desde que se anule el viaje hasta que nos vayamos todos. Se habla de nuevos movimientos subversivos, de nuevos tumultos…
Leopoldina se acercó para acariciarle el pelo.
—Me quedaría más tranquila si supiera que estás de mi parte, que no vas a permitir que se lleven a los niños sin nosotros… Son demasiado pequeños. Escucha…
El llanto del recién nacido, desde su cuna, llegaba hasta la sala. Leopoldina salió y Pedro permaneció un buen rato solo, hasta que el bebé dejó de llorar. Entonces reaccionó: no, no iba a enviar a sus hijos con su padre, ahora no le parecía una buena idea. Los quería demasiado para separarlos de su madre. Además, más valía mostrarse firmemente apegado a esta tierra y no dar la imagen de una familia que huía poco a poco. Cuando ella volvió con el niño en brazos, él le dijo:
—No los mandaremos antes, no temas.
Leopoldina cerró los ojos: era lo que quería oír.
—¿Y si tu padre insiste? —preguntó.
—No lo hará. Ya no puede pasar por encima de mí —dijo consciente de su nuevo papel.
Luego añadió:
—Pero deberías confiar en él, nunca hará nada en contra de tu voluntad.
Leopoldina esbozó su dulce sonrisa:
—Sí, lo sé…, pero así me evitas tener que volver a lanzarme a sus pies —añadió con un punto de ironía.
34
De este modo, comenzaron los preparativos de la partida del rey. Largas filas de esclavos portando sobre la cabeza cofres, objetos y muebles envueltos en esterillas empezaron a desfilar entre el palacio y los muelles del puerto. Después de haber pasado años despotricando contra esa corte de «parásitos» que se había instalado en Río, muchos cariocas se daban ahora cuenta de que los beneficios que había aportado esa misma corte estaban a punto de volatilizarse. Los que no habían tomado parte en la revuelta política, que eran una mayoría compuesta de pequeños comerciantes, cultivadores y artesanos, estaban de pronto desolados por la noticia de la marcha del rey. Aquello significaba una súbita pérdida de prestigio para Río, que volvería a ser una capital provincial, sin el volumen de comercio engendrado por el continuo trasiego de ricos diplomáticos, científicos, comerciantes y viajeros. Hasta los indígenas, los esclavos y los negros liberados sintieron el hormigueo de la intranquilidad. Ignoraban si las leyes que había promulgado don Juan para protegerles seguirían en vigor o si, al contrario, quedarían abandonados al trato cruel y arbitrario de los patronos criollos. Mientras los cortesanos que se preparaban a acompañar al rey asaltaban las taquillas del banco de Brasil para cambiar su devaluado dinero de papel contra
contos de reis
, las costureras y modistas de la calle de Ouvidor se preguntaban a quién venderían sus trajes bordados de hilo de plata si los altos dignatarios y sus mujeres abandonaban la ciudad.
Porque don Juan se llevaba con él a más de cuatro mil cortesanos y sus familias, más sus cuatro hijas, su mujer Carlota, encantada de regresar después de lo que llamaba «un exilio de trece años», y don Miguel, cuyo comportamiento era tan desbocado como el galope de los caballos que tiraban de su carromato. Miguel era el único que, de manera unánime, los cariocas deseaban ver desaparecer del mapa. Con su marcha, dejarían de vivir aterrorizados cada vez que pasaba por las calles en su carruaje tirado por seis caballos a toda velocidad, ajeno a los que pudiera atropellar o al accidente que pudiera provocar. Estaban hartos de su soberbia y del pánico que inspiraban sus correrías nocturnas de borracho violento. En realidad, ni a Carlota ni a Miguel les había sentado bien la vida en el trópico. El calor, la ansiedad, el tedio y sobre todo la impunidad les había convertido en monstruos. Si la madre había llegado a ser la autora intelectual del crimen de la esposa de su amante, el hijo había sido acusado de disparar contra los chinos que cultivaban té en el jardín botánico. Dedicó varias noches de borrachera a darles caza con su escopeta y sus perros: les achacaba el fracaso de aquel cultivo. Presionadas por don Juan, las autoridades ocultaron el escándalo y nunca se supo el número exacto de chinos que Miguel había enviado al otro mundo, pero según algunos vecinos fueron varias decenas. El caso es que don Juan y Pedro tuvieron que reprenderle muy severamente. Como siempre, Miguel se mostraba contrito y dispuesto a enmendarse, pero nadie se fiaba de la sinceridad de sus propósitos. Siempre había sido mentiroso y sinvergüenza, de manera que hacía lo que le apetecía, interviniendo con astucia para aprovecharse de cada situación.