En cuanto a Leopoldina, había llegado a la conclusión de que en aquel mundo tan distinto al suyo el mejor camino que podía seguir consistía en basar su vida en la confianza al marido que Dios le había dado; era un marido difícil, desde luego, pero sentía por él un amor verdadero y la religión también la vinculaba a él. Teniendo en cuenta el temperamento de Pedro, era un camino arriesgado, pero ¿qué alternativa le quedaba? Ella sabía, porque lo tenía prácticamente inscrito en sus genes, que los príncipes y las princesas no eran libres. Se tenían que conformar con lo que Dios, y la dinastía, les ponían en bandeja.
Para superar el sentimiento de nostalgia que a veces llegaba a paralizarla, acariciaba la esperanza de que pronto toda la familia real regresaría a Portugal, donde estaría dos mil kilómetros más cerca de los suyos. Para ello solicitó la ayuda de su padre:
«Quiera el Señor hacernos la merced de conseguir a través de su ascendiente sobre su majestad el rey, que regresemos a Portugal. Es absolutamente necesario, es el deseo único de mi esposo, y por lo tanto el mío también.»
Ella lo veía como una oportunidad para sacar a su marido de aquel entorno donde se había criado y donde no desempeñaba ninguna tarea útil. Estaba convencida de que en Europa Pedro mejoraría, todo su potencial florecería y sus hijos recibirían una mejor educación.
Si marchas a la cabeza de las ideas de tu siglo,
estas ideas te seguirán y te sostendrán.
Si marchas detrás de ellas, te arrastrarán consigo.
Si marchas contra ellas, te derrocarán.
N
APOLEÓN
III, Fragmentos históricos
28
Estaba don Juan lanzando puñados de granos de maíz a los pavos reales del jardín cuando le anunciaron la llegada del almirante William Carr Beresford, el hombre que, desde la expulsión de los franceses, administraba Portugal según un acuerdo con la monarquía portuguesa. La víspera, había visto llegar la flotilla británica desde la playa de Cajú, la más cercana al palacio, adonde, por indicación de sus médicos, iba todos los días a poner en remojo la herida de su pierna infectada por la antigua picadura de una garrapata.
El rey cruzó la veranda, entró en su dormitorio y se dirigió a la sala contigua, que estaba acondicionada como sala de reuniones. Allí le esperaba el almirante, un individuo alto con el pelo ralo y grisáceo que hablaba un portugués decente. Después de los saludos protocolarios, el británico fue al grano.
—No hay tiempo que perder, majestad. He dejado Portugal a punto de alzarse a sangre y fuego. Nuestra situación es tan delicada que he decidido efectuar este viaje para poneros al corriente…
En ese momento, pasó un criado que llevaba un recipiente tapado con un mantelito de terciopelo rojo. Como esa sala era el único acceso al cuarto donde dormía el rey, los sirvientes tenían que atravesarla para vaciar los orinales que el monarca había utilizado durante la noche. El rastro hediondo que dejó el paso del criado provocó una mueca de asco en el rostro del mariscal. Don Juan ni se inmutó.
—Entiendo, entiendo… —dijo rascándose debajo de la ropa—. ¿Y qué puede hacer su majestad?
El británico parecía incómodo, no se sabía si por el olor o porque no veía la forma de decirle lo que pensaba… Finalmente le soltó:
—Ejem… No creo que podamos seguir gobernando con una corte…, cómo decirlo, errante…
Volvió a pasar un criado con otro recipiente cubierto de terciopelo, esta vez limpio.
—Ya veo… —dijo don Juan aplastando de un manotazo un mosquito que había en su barbilla.
Fue el eco de la revolución liberal, iniciada en Cádiz el día de año nuevo de 1820 por el general Rafael de Riego, lo que había precipitado el viaje del almirante Beresford. Hubo pronunciamientos en toda España contra el rey Fernando VII, en una protesta generalizada contra la devastación a la que había sometido al país y a la Hacienda durante siete años. El general Riego intentó forzar al rey a jurar la Constitución de 1812, pero fue en vano. Lo consiguió la multitud enfervorizada que terminó rodeando el palacio real de Madrid. El rey, de acuerdo «a la voluntad general del pueblo», publicó a regañadientes un manifiesto en el que mostraba su apoyo a la Constitución:
«Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional
», proclamaba.
Extrañamente, don Juan sonreía mientras escuchaba el relato que le hacía el británico.
—Pobre Fernando, aunque se lo ha buscado… —dijo pausadamente—. Esa noticia no le gustará a mi mujer.
—El problema es que Portugal se ha contagiado de esa efervescencia. Como su majestad recordará, ya en 1817 un grupo de militares con conexiones masónicas intentó alzarse contra nosotros…
—Lo recuerdo perfectamente. Nunca entendí por qué no permitisteis a los condenados seguir la costumbre de apelar a la gracia real…
—Hubiera sido un proceso muy largo porque su majestad estaba aquí, a cinco mil millas de distancia…
—Yo les hubiera indultado, almirante.
El británico tosió repetidas veces, molesto con el comentario de don Juan. En un intento de restablecer el orden a cualquier precio, había dado la orden de juzgar a los detenidos en secreto y ejecutar a los doce condenados. Sin embargo, lo peor fue que el jefe de los insurrectos, el general Freire, un masón, fue ajusticiado tan cruelmente que uno de sus verdugos se desmayó mientras obedecía la orden de descuartizarle. Y aquel detalle escabroso caló hondo en la hastiada población de Portugal.
—Necesitaba dar un ejemplo contundente —terció el británico—. Si su majestad hubiera estado en Lisboa, quizá no hubiera sido necesario abortar la insurrección tan violentamente.
El almirante le devolvía el golpe. Qué poco le gustaban a don Juan esos ingleses altivos, esos lobos con piel de cordero que se afanaban en decirle lo que tenía que hacer. Desde siempre, la dependencia de los ingleses era el precio que los portugueses tuvieron que pagar por ser independientes de España. Siempre los vio como un mal necesario.
—No es bueno crear mártires… —dijo don Juan—. Luego vuelven del otro lado, siempre regresan, a veces en sueños, a veces de verdad…
—He dejado tras de mí a un país al borde de la rebelión, sacudido por ideas absurdas de revolución —siguió diciendo el almirante—. Sólo su real presencia puede ayudar a contener la marea.
Don Juan no contestó. El almirante insistió:
—Antes de que vuelvan los mártires, es su majestad quien tendría que regresar a Portugal…
Don Juan permaneció otro rato silencioso. Luego, como restándole importancia y sobre todo gravedad al asunto, se estuvo quitando la mugre de las uñas antes de preguntar, sin mirar siquiera al almirante:
—Que haya estallado una revolución en España no significa que lo haga en Portugal. Gracias a Dios, los portugueses no han tenido a un rey como Fernando.
—Majestad —terció el Almirante—. En Portugal, todos quieren que la corte regrese a Lisboa porque el pueblo ve con desprecio la idea de ser la colonia de una colonia.
Luego adoptó un tono más grave:
—Sólo su majestad puede salvar la monarquía. Os lo ruego, regresad a Portugal cuanto antes. He hecho esta travesía sólo para suplicaros que, por favor, volváis.
Don Juan exasperaba al almirante porque no parecía compartir la misma urgencia. El paso constante de criados portando recipientes de dudoso contenido añadía tensión a la conversación.
—No queda mucho tiempo, majestad… —decía el británico, apretando los puños.
—Estoy esperando la llegada del conde de Palmela de Londres, que viene a asumir la cartera de ministro de Asuntos Exteriores. No quiero tomar ninguna decisión antes de deliberar con él.
Exasperado, el almirante le hizo una última propuesta:
—Si me lo permitís, os sugiero que, si su majestad no puede, que por lo menos mandéis al príncipe heredero…
—¿Os referís a don Pedro? Aún es muy joven y está poco acostumbrado a lidiar con asuntos de Estado.
—Su presencia bastará para calmar los ánimos.
—Lo pensaré, almirante.
Antes de despedirse, el británico le entregó un paquete atado con una cuerdecita:
—Majestad, os he traído varios ejemplares del
Correio Brasiliense
, revista que, como vuestra majestad sabe, se publica en Londres.
—… Sí, por una banda de revolucionarios.
—No todos los que escriben en ella son republicanos… De hecho, os he traído estos ejemplares porque hay cartas abiertas dirigidas a su real persona. Os ruego que las leáis.
—Gracias, almirante, lo haré sin duda —dijo suspirando—. ¡Noticias de Europa!… Descuide, que las devoraré.
Al día siguiente, don Juan se llevó las revistas a su bañera especial, situada en la playa, y montada alrededor de una estructura de madera, una especie de plataforma de baño móvil con un sistema de ejes y poleas. Había sido necesario construir todo ese tinglado porque don Juan sentía pavor a bañarse en el mar. Le aterraban los cangrejos, aparte de que sentía aversión por el contacto con el agua. Tumbado en una bañera sujeta por cuerdas y que tenía agujeros en la parte baja para dejar pasar el agua, sus criados le hacían descender hasta que el mar le cubría la herida. Lo justo, porque de lo que se trataba era de mojarse lo menos posible.
Desató el fajo de revistas que le había entregado el inglés y empezó a leer:
«En Portugal corre el rumor que S. M. les ha abandonado y ha transferido toda la riqueza de Portugal a Brasil
—decía una “carta abierta a S. M. el rey de Portugal”—.
La gente no ve que la residencia de S. M. en Brasil sirva para garantizar la independencia de Portugal. Lo que ven es un vacío, y su transformación de metropolitanos en sujetos coloniales.
» Esas noticias le sumían en un estado de profunda perplejidad, al que se añadía un inevitable sentimiento de culpabilidad. Era consciente de que una medida suya que había sido clave para la prosperidad de la colonia, esto es, la liberalización del comercio, había arruinado, por otro lado, a los comerciantes portugueses y había precipitado la ruina de la metrópoli. Desde la apertura de los puertos, las exportaciones portuguesas a Brasil se habían desplomado un noventa por ciento en beneficio de las británicas y francesas. Si a esto se añadían los años de ocupación francesa y ahora la dominación británica, el resultado era que su patria estaba hundida en una miseria moral y material como nunca en su historia. Una sexta parte de la población de Portugal había desaparecido, ya fuese por el hambre, porque había caído en los campos de batalla o porque había huido del país. Una hecatombe. Pero ¿sería posible volver al sistema anterior, es decir proteger abusivamente el comercio y devolverle el monopolio a Portugal? Don Juan sabía que la Historia no daba marcha atrás. Si no, allí estaban los ingleses para recordárselo.
Siguió leyendo:
«Grupos de vagabundos, espectros de hambre y pobreza vestidos de harapos, merodean por las calles…
—decía el autor de otra carta abierta publicada en otro número de la misma revista—.
Pálidos, deformados y desfigurados, tan moribundos como lo está su propia patria.»
Esas descripciones cuadraban perfectamente con las expresiones de angustia en los rostros de los lisboetas que había visto la noche de su partida, hacía ya doce años, y que se le quedaron grabadas en la memoria.
¿Cómo olvidarlas? Iba en un carruaje discreto desde el palacio de Ajuda, en lo alto de Lisboa, hasta el muelle; su chófer iba vestido de calle y no de uniforme para evitar ser reconocido y lo acompañaba un solo criado. Llovía a mares y las calles estaban enfangadas. A lo lejos se oían los cañonazos del ejército de Napoleón. Entre los visillos de la ventanilla alcanzaba a ver cómo muchos lisboetas lloraban, mientras otros lanzaban imprecaciones contra su rey que huía. Había mandado pegar carteles en las calles en los que explicaba que las tropas invasoras se dirigían muy particularmente contra su real persona y que «sus leales vasallos serían menos inquietados si él se ausentaba del reino». Quiso dejar bien claro que se marchaba por amor a su pueblo, para ahorrarle sufrimientos inútiles. Sin embargo, la gente, con expresión de rabia silenciosa, no lo veía así. Percibían la mudanza a bordo de los navíos de tantas riquezas y bienes como un saqueo previo al que practicarían los franceses. Además no se iba solo: le seguían los hidalgos, los privilegiados, los que estaban vinculados a la corte o al gobierno, los más ricos, esos que a última hora ni se molestaban en disimular que huían porque pujaban a pleno pulmón por obtener pasaje en alguno de los barcos.
Fue un último viaje por las calles de Lisboa sin pompa ni decoro, sin multitudes saludando su paso, sin protocolo ni ceremonial propio de su rango. Una experiencia penosa para un soberano acostumbrado a despliegues fastuosos de devoción. Abajo en el puerto no había nada para honrar a un monarca que se iba de viaje: ni doseles de seda, ni un estrado forrado de telas damasquinadas desde donde dirigirse a la plebe, ni caminos bordeados de flores. Sólo un barrizal tan impracticable que unos alguaciles tuvieron que colocar planchas de madera para que pudiese acceder a la pasarela de una galera. ¡Qué gran confusión había en los muelles del Tajo! Todos querían irse, a cualquier precio, y se amontonaban cajas, baúles, maletas y miles de cosas más, muchas de las cuales se quedaron en tierra mientras sus dueños conseguían embarcar, y otras fueron embarcadas sin que sus dueños pudieran hacerlo.
Recordaba ahora don Juan, tumbado en su bañera en la playa, cómo su madre, la reina María, se negaba a salir de su carruaje y a embarcar. «¡Yo no me voy! ¡No me voy!», repetía ofuscada. Al final, viendo que el tiempo se echaba encima, el patrón mayor de las galeras reales cogió a la reina en brazos y cruzó la pasarela, mientras la mujer pataleaba y le llamaba perro sarnoso. ¡Dios mío, qué vergüenza le hizo pasar! Al pasar delante de su hijo, con esa mezcla suya tan peculiar de locura y sentido común, y los ojos inyectados en sangre, le soltó: «¿Qué batalla hemos perdido para tener que irnos todos a Brasil, me lo puedes decir?» ¿Qué podía contestar él? ¿Que eran demasiado débiles para luchar contra Napoleón? Huir sin luchar era un concepto que su madre nunca entendería. Pero él —que había crecido y más tarde gobernado desde la debilidad más absoluta— lo tenía bien asimilado. Su hijo Pedro, que era un niño de nueve años, lo miraba todo con ojos desorbitados. Luego, al cruzar la pasarela, oyeron un grito procedente de la multitud, un «¡traidor!» lejano y difuso. Don Juan se detuvo y volvió la cabeza oteando el horizonte, como buscando descubrir de dónde venía el insulto. Y de pronto vio, más allá de la muchedumbre que se afanaba en los muelles, aquella ciudad como si fuese la primera vez que lo hacía. Olvidando el grito, se quedó contemplando Lisboa bajo un cielo plomizo, con el corazón henchido de pena. Qué bellas le parecían de repente las colinas de Alfama y del Chiado, las casas blancas que bajaban en cascada hasta el río, las ruinas del castillo de San Jorge, las balaustradas de mármol de las terrazas del palacio de Ajuda, los tejados de las iglesias… Qué bella le pareció en ese momento aquella antigua sede del imperio que encerraba todo el peso de la historia y de la tradición que le habían acunado desde la infancia. Y qué doloroso ser testigo de una decadencia tan deshonrosa. ¿Qué tipo de rey era, que abandonaba a su pueblo, que despojaba a la nación de sus símbolos? De pronto rompió en sollozos. Su hijo Pedro nunca había visto llorar a su padre de esa manera. En público, los cortesanos le habían visto soltar unas lágrimas de emoción en algún concierto. Pero éstas no eran lágrimas sueltas, era un llanto profundo, sollozos entrecortados de un hombre desesperado, un hombre que se veía a sí mismo como un fracaso. Pedro se acercó a él, tímidamente, y le dijo casi en voz baja, señalando hacia la ciudad: «Padre…, ¿luchamos?» E hizo el gesto de desenvainar una espada. «Les podemos ganar, padre…», le siguió diciendo, porque era la única manera que el niño encontró de consolarle. Don Juan volvió la cabeza, le miró, esbozó una frágil sonrisa y colocó la mano sobre el hombro de su hijo. Así hicieron su entrada en la galera. Y se fueron a Brasil.