Había entrado en un universo nuevo de la mano de una buena compañera, una mujer que le ampliaba el horizonte, que le hablaba de la corte de Viena, de Napoleón, de política e historia europeas, de los reyes del viejo mundo, que le había hecho descubrir a Voltaire y a Benjamin Constant… A la vez era valiente a la hora de compartir días a caballo en lugares apartados y salvajes. Ella tenía una sensualidad especial, afectaba una reserva que la hacía diferente de las demás mujeres. El secreto de su atractivo era una mezcla de pasividad y distinción. Parecía que escondía en su interior una misteriosa cualidad que la hacía permanecer como apartada, siempre con su sonrisa tranquila, incluso cuando se entregaba al deseo febril de su esposo. A él le gustaba esa mirada lejana, esos ojos claros que sonreían, y esa manera tan peculiar de abandonarse a sí misma.
Además de la equitación, les unía la pasión por la música. Sentada al piano, Leopoldina acompañaba a su príncipe, siempre dispuesto a tocar la flauta, el violín o el trombón. A Pedro la música le proporcionaba sosiego, revelaba el fondo tierno y soñador de su sensibilidad tantas veces crispada por la ira y por fugaces depresiones. Leopoldina reconoció el talento de su marido y le animó a estudiar composición con el pianista austriaco Sigismund von Neukomm, discípulo de Haydn, que se había instalado en Brasil unos años atrás.
En realidad, la inclinación de Leopoldina por la vida intelectual, más que un obstáculo, fue un aliciente para las buenas relaciones que compartían. Pedro, que era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de sus innumerables lagunas, vio en su mujer la posibilidad de colmarlas. Sentía franca admiración por su cultura y talento. Aparte de música y científica, Leopoldina era una consumada pintora de retratos y paisajes. Al igual que le había sucedido en su relación con la bailarina francesa, Pedro volvía a disfrutar de un contacto íntimo y duradero con alguien cuyos conocimientos eran muy superiores a los suyos. Consciente de ello, no quería desperdiciar esa oportunidad que le brindaba la vida, máxime cuando acababa de enterarse de que Noémie había aceptado casarse con un marino francés que la había llevado de vuelta a Europa. Cuando echaba la vista atrás, apenas distinguía las brasas del fuego que había ardido en sus entrañas. Le quedaba un sentimiento de pena por lo que pudo ser y no fue, una vaga sensación de nostalgia, y siempre una punzada de dolor por aquel niño muerto. Pero estaba pasando página.
«Cuando Pedro está a mi vera, me siento protegida y segura»,
había escrito Leopoldina a su hermana. En general, Pedro era muy generoso con el tiempo y los esfuerzos que dedicaba a los que le rodeaban. Y con más razón, los que deparaba a su mujer. Se volcó en organizar cuatro días de festejos para celebrar el vigésimo primer cumpleaños de Leopoldina, el 22 de enero de 1818. El rey había mandado construir una plaza de toros provisional frente al palacio, y Pedro, acompañado de su hermano Miguel, estuvo escogiendo minuciosamente los toros que participaron en el espectáculo de rejoneo que tuvo lugar la tarde del cumpleaños. Todos los rejoneadores eran portugueses, ya que los brasileños nunca demostraron afición por los toros. El entusiasmo que la austriaca sentía por la belleza del ballet que ejecutaban los jinetes en la plaza se enfrió de repente cuando uno de los rejoneadores cayó al suelo y acabó corneado en una orgía de sangre; el hombre murió ante los gritos del público. La tarde siguiente le tocó el turno a otro
toureiro
. «Qué horror», pensó la princesa, escandalizada de que su cumpleaños se hubiera llevado por delante la vida de dos personas. Hubiera preferido mil veces haberlo celebrado con un gran baile como los de Viena. A su hermana, después de contarle todo lo sucedido en una carta, le confesó:
«Sinceramente, me gustaría bailar un vals de vez en cuando.»
Los portugueses de la corte reaccionaron al revés. Estaban exultantes ante el éxito de las corridas y pidieron al rey la construcción de una plaza de toros permanente en Río. Don Juan, como siempre, contestó con evasivas.
Su mente estaba ocupada en la celebración de otro magno acontecimiento, que tuvo lugar dos semanas después: la ceremonia de su entronización como rey, que llevaba dos años posponiéndose porque el clero tardaba en declarar que la difunta reina María había abandonado oficialmente el purgatorio.
Acudió gente de todos los rincones de Brasil para asistir a la primera entronización de un soberano que tenía lugar en el Nuevo Mundo. En una gala rodeada de todo el boato cortesano, Juan VI aceptaba la petición de varias delegaciones de gobiernos locales de Portugal y Brasil para que reinase sobre ellos. Hizo su juramento posando la mano sobre una Biblia, sentado en un trono con el cetro en la mano y con una corona colocada sobre una mesita a su lado. Tocado de un sombrero de plumas, era la primera vez que lucía su manto real ante sus vasallos brasileños. «Vestido así, casi parecía un rey de verdad», pensó Carlota. Sus hijos Pedro y Miguel se le acercaron, hicieron la reverencia y le juraron lealtad. Ministros y favoritos de don Juan les miraban con una mezcla de desprecio y aprensión. Detrás estaba Leopoldina, con un tocado de grandes plumas blancas, junto a las otras princesas, vestidas de rojo.
Carlota, a la derecha de su marido, asistía impasible al espectáculo de la consagración de esa monarquía en el trópico. Lo que tenía que haber sido una anomalía parecía empezar a convertirse en una presencia permanente. Sólo esperaba que las crecientes presiones que su marido recibía para regresar a Portugal desde que había muerto la reina María surtiesen efecto lo antes posible. En aquella familia, todos tenían razones para volver, aunque cada uno tenía la suya, y era distinta a las demás.
Don Juan, sin embargo, precisamente para contrarrestar esas presiones, se pasó el día distribuyendo títulos de nobleza. Los primeros agraciados fueron los portugueses, para convencerles de que habían de quedarse en Brasil de forma indefinida; y también hubo títulos para los brasileños, para darles la seguridad de que la presencia de la monarquía no era un espejismo, sino que estaba allí para quedarse. Don Juan los quería a todos contentos, y excepto en el caso de su esposa lo conseguía. ¿No rezaba un cartel colgado en la fachada de una casa solariega «Al padre del pueblo; al mejor de los reyes»? Ese día, en un deseo de satisfacer a su nuera, nombró a su médico austriaco, el doctor Kammerlacher, Caballero de la Orden de Nuestra Señora de la Concepción. Bajo su reino, la nobleza se expandía considerablemente. Decía la gente que en Portugal se necesitaban quinientos años para que una familia produjese un conde. En Brasil, bastaba con quinientos
contos de reis
.
24
Aquel rosario de celebraciones populares, con sus mascaradas y la participación activa de todas las clases sociales, estuvo en el origen de lo que más tarde se convertiría en los famosos carnavales de Río. Leopoldina, sin embargo, acabó cansada de tanto festejo. Como siempre, vivía al ritmo de esa corte extraña, entre el derroche de unas fiestas que no terminaban nunca y la estrechez de su vida doméstica. Ella, que había salido de la corte más lujosa de Europa, sufría de la falta de espacio que padecía en su nueva morada. Nunca pudo desembalar ni toda su biblioteca, ni todas sus colecciones, ni parte del ajuar que le proporcionó la corte de Viena. Telas finas, ropa de uso doméstico y vestidos poco apropiados al clima permanecieron en los baúles porque no se podían guardar en otro sitio. Sin embargo, nunca se la oyó quejarse. Daba igual, estaba feliz con su suerte:
«Le falta cultura y sofisticación
—admitió en una carta a su padre, en la que hablaba de Pedro
— pero a mí no me importa, aprecio que tenga una alma noble que deteste los embustes y las intrigas.»
¿Alma noble? El primer roce que tuvieron fue por dinero. Si bien era cierto que su marido se entregaba generosamente a los demás, lo hacía con una sola reserva, el dinero. Mantenía un estricto control sobre los gastos. Leopoldina repartía limosnas alegremente, gastaba sin mirar para socorrer a familias en la penuria, era espléndida con sus criados. Gastaba siempre en los demás y muy poco en ella. Lo hacía porque era generosa y por deber de caridad cristiana, hasta que descubrió que su mesada, estipulada en su contrato de matrimonio, no le era pagada con la asiduidad que habían convenido. De repente se vio endeudada y tuvo que recurrir a su padre:
«Es inmensamente penoso para mis sentimientos de alemana y de austriaca recurrir al señor, mi querido padre, por causa de una cuestión financiera…
—Y añadía—:
Cuando recibo la mesada, mi marido la retiene porque la necesita…
» Las malas lenguas decían que Pedro la extorsionaba; la verdad es que no llegaba dinero y tenían que repartirse lo poco que recibían. La corona tenía que pagar ahora el coste del engaño que había supuesto la embajada de Marialva, todos los gastos ocasionados por la boda, más los provocados por el funeral de la abuela, la entronización, etc. El Estado estaba virtualmente en quiebra. ¿Qué podía hacer el emperador de Austria, allá en Viena, para remediar la situación? Bien poco, sobre todo porque el correo tardaba seis meses en llegar.
A los problemas materiales, que nunca esperó que pudieran afectarla, se añadió la separación de sus damas de compañía y de sus criados austriacos. Su regreso a Europa había sido programado en las negociaciones de su boda en Viena, pero no por ello dejaba de ser doloroso. La idea de separarse de su vieja criada, que se llamaba Annony, le partía el corazón. Pero lo que la puso literalmente enferma fue no poder pagarle la pensión a la que se había comprometido, ni a Annony ni a los demás criados. Pedro se opuso firmemente a ello.
—No hay dinero —le dijo, antes de añadir algo que mostraba el lado ignorante que ella empezaba a temer—. El dinero portugués tiene que aprovechar a portugueses.
—Pero me había comprometido… Han dedicado su vida a cuidarme, no puedo hacerles algo así.
La diferencia de mentalidad que había entre ambos se presentaba como un escollo insalvable. Pedro no entendía tanto miramiento con el servicio, en un país donde el trabajo esclavo se daba por hecho. No cedió, no podía ceder. De todas formas no tenía de dónde sacar dinero.
Por primera vez, Leopoldina se quejaba amargamente de la actitud de su marido en una carta a su padre:
«Estoy bien triste, me encuentro en una situación muy penosa para mi corazón por no poder pagar algunas pensiones que debo a algunos criados muy queridos. Claro que es la voluntad de mi marido y estoy obligada a obedecer.»
Ella quería a Pedro un poco como una niña que reconocía en él a una autoridad superior, a pesar de que ella era más culta, más recta y quizá más inteligente que su marido. En el fondo, él era celoso. Desconfiaba de los austriacos que no controlaba y que rodeaban a su mujer. No hizo nada ni por intentar retenerlos ni por compensarles con una pensión. No lo veía como un problema suyo.
Leopoldina terminaba la carta a su padre haciéndole un ruego:
«Bondadoso padre, recomiendo mis tan queridas criadas a vuestra gracia y a vuestro cuidado.»
Fue una despedida amarga.
«Su marcha me deja bien melancólica pues me quedo completamente abandonada de mi gente en esta América cálida y desierta. Todos mis amigos están en Europa. Eso desanima a cualquiera.»
Desgarrada por la nostalgia de su tierra natal, Leopoldina apareció una tarde frente a la casa donde vivían sus damas de compañía, en el centro de la ciudad, montada en su magnífico caballo.
—Decidle a la condesa Kunburg que no venga a visitarme mañana —le dijo al mayordomo que había abierto la puerta—. Despedirme de ella me duele demasiado.
Y el caballo fue apartándose hasta que se alejó al galope corto. Era una reacción propia de una mujer acostumbrada a controlar sus sentimientos de manera férrea. Sólo una alemana podía reaccionar así.
Sus damas de compañía y sus criados fueron sustituidos por una cohorte de portugueses desconocidos con apellidos altisonantes, como la condesa de Linares, su nueva camarera mayor, su doncella la señorita Inés da Cunha, o el nuevo mayordomo, el conde de Lousa. ¿Podía confiar en ellos? Leopoldina tenía sus dudas. Con el tiempo descubrió que sólo una de ellas, la marquesa de Itaguai, «persona muy fea pero de excelentes cualidades», merecería su confianza, porque los demás participaban en todas las intrigas. Se sentía atrapada en medio de una telaraña.
Se quedó muy sola, sin nadie en casa con quien pudiera practicar su lengua materna. De todas maneras, ya no hablaba a diestro y siniestro sin pensárselo antes. Perdida en esa sociedad esclavista, amoral, donde una palabra ingenuamente pronunciada constituía un peligro, viviendo en una familia donde todos eran enemigos, asustada y aislada, empezó a tomar conciencia de todo lo que había dejado atrás, de todo lo que había perdido sin remedio. La invadió una nostalgia tan intensa que soñaba con la nieve y el viento frío de los Alpes.
El despertar era duro, chorreando sudor, asfixiada por el aire cargado de humedad, con la piel caliente, las manos pegajosas y la ropa mojada. Para soportar la saudade, se aferraba a su fe en Dios y a la correspondencia con su padre y su hermana, cordón umbilical que daba sentido a su vida. Uno de sus paseos preferidos consistía en caminar por la orilla del mar para ver pasar barcos que ella sabía que traían correspondencia de Europa, y si no aparecían, se hundía en la tristeza.
«La correspondencia es mi único consuelo en esta larga y dolorosa distancia»,
escribió a su hermana.
Pedro no la abandonó en ese momento. La veía tan mal que se la llevaba de paseo por la montaña. Cuanto más arriba, mejor, ya que cuanto más frío hacía, menos abatida parecía estar. Visitaban con frecuencia al general Hogendorp, quien siempre les recibía con los brazos abiertos y con su licor de naranja, y el simple hecho de poder hablar en su idioma, de poder compartir sus impresiones, devolvía a Leopoldina cierta serenidad. Pero Hogendorp vivía apartado de la sociedad, excluido por voluntad propia, y no podía entender las fuerzas a las que ella estaba sometida. Por eso el consuelo que sacaba de aquellas visitas era limitado.
25
Poco a poco se fue adaptando a su nueva vida, porque era dócil pero sobre todo porque no tenía otra salida. Su estado de ánimo mejoró notablemente cuando se dio cuenta de que sus sueños estaban a punto de hacerse realidad:
«He tenido las primeras náuseas
—escribió a su familia—,
es una buena señal…»
Quedarse embarazada era su razón de ser. Estaba dispuesta a soportarlo todo: un entorno rudo de gente que no veía más allá del aguardiente y las corridas, la soledad de no encontrar amigas que estuvieran a su nivel, la falta de cultura y civilidad, los sofocos del calor…, todo con tal de tener hijos, de proporcionar herederos, de continuar la dinastía. Eso era lo esencial en su vida, y se sentía tan eufórica que escribió a su tía María Amelia:
«El bendito acontecimiento ocurrirá en marzo, pero ya puedo apreciar, sin haberlo experimentado, la dicha de ser madre.»
Estaba convencida de que esperaba un varón. A los seis meses de embarazo, su médico le prohibió montar a caballo, de manera que ya no podía acompañar a Pedro ni visitar a Hogendorp. Se limitaba a dar paseos a pie o en carruaje abierto a primeras horas de la mañana. Después, a medida que el calor aumentaba, se quedaba en casa dibujando, leyendo, tocando o componiendo música.