Ambas entendieron que era imposible que Maria Graham continuase ejerciendo la función para la que había sido contratada. Sacudida por la emoción, la inglesa también rompió a llorar. No lo hacía por ella, sino por Leopoldina. Debía de sentirse como ella misma, como una prisionera de Estado, y encima sometida a calumnias e insultos de parte de gentuza como esas cortesanas, criadas o el mayordomo Plácido.
Estuvieron un rato en silencio. Leopoldina la miraba con sus ojos violeta, acuosos de tanto llorar.
—Mi sino es que me separen de todos los que quiero, de todos los que aportan a mi vida algo de interés y distracción.
Fue la única queja que escuchó de Leopoldina. La austriaca soportaba estoica los golpes de la vida. No se resistió porque adivinaba que sus adversarios cada vez eran más poderosos y que acabarían sometiendo su matrimonio a una prueba demasiado arriesgada para la cual no estaba preparada. Resignada, Leopoldina se refugió en la religión, rogando a Dios que abriese los ojos de su marido. ¿Qué otra cosa podía hacer? Aceptar la humillación formaba parte de la penitencia.
De acuerdo con su amiga, Maria Graham escribió al emperador, en tono dolido, una carta en la que alegaba no considerarse únicamente la profesora de inglés de la princesa y ofreciendo su dimisión.
«Espero que su majestad no lamentehaber escuchado tan apresuradamente las quejas falsas de las que he sido objeto.»
La carta fue tomada como un acto de desafío y de soberbia impropios de una persona al servicio del emperador y creó un revuelo que asustó a Leopoldina.
—Tengo miedo por ti… —le confesó la austriaca mientras, con unas manos transparentes que dejaban ver la nervura de sus venas, ayudaba a su amiga a colocar libros y ropas en los baúles—. No quiero que comáis nada que no venga de manos conocidas… Hay mucha gente malvada en este palacio…
No fue fácil despedirse. Lo hicieron dándose un largo abrazo y luchando por contener la emoción. Sobraban las palabras.
Maria Graham nunca olvidaría la mirada altiva y triunfal de Plácido el día siguiente, mientras la veía abandonar el palacio a pie, bajo una lluvia torrencial, cargando ella misma y su criada con parte del equipaje. Enterada de que el mayordomo se había negado a proporcionar un carruaje a su amiga, Leopoldina irrumpió en el despacho de su marido. Cuando se trataba de defender a alguien que no fuese ella misma, actuaba con vehemencia:
—No puedes dejar que Maria se vaya así… ¡Ni siquiera le han puesto un carruaje!
Pedro, que ya estaba arrepentido por su impetuosa reacción de la víspera, fue en persona a ordenar a Plácido que pusiese los caballos y carruajes necesarios a disposición de la inglesa.
Maria Graham permaneció unos meses más en Río. El matrimonio imperial se la encontraba de vez en cuando en sus paseos por la ciudad y Pedro se mostraba con ella solícito y atento. Había reconocido su error, se había arrepentido y prueba de ello es que, en una ocasión, llegó a sugerir a la inglesa que volviese a su antiguo puesto. Maria no recogió el guante, pero tampoco le guardó rencor:
«Era propenso a explosiones de violenta pasión
—escribió
— seguidas por una civilidad franca y generosa, una disposición a hacer más de lo necesario para deshacer el mal que había podido causar, o el dolor que su momento de rabia había podido provocar.»
El 8 de septiembre de 1825, a punto de embarcar de regreso a Inglaterra, fue a despedirse de Leopoldina. La emperatriz estaba sola en su biblioteca
«frágil de salud y con mayor depresión de ánimo que de costumbre».
—¿Te puedo pedir un favor? —le preguntó tímidamente la archiduquesa.
—Claro…
—Me gustaría que me dieras un mechón de ese bonito pelo rubio tuyo…, quiero tener un recuerdo de ti. Y por favor, mándame todas las noticias que sepas de mi familia, aunque sean dimes y diretes, me gustará mucho oírlos; ya sabes, un escritor francés dijo que «la felicidad ajena es la alegría de los que no pueden ser felices…».
Maria asintió, se acercó al secreter y con unas tijeritas de oro, se cortó un mechón que luego ató con un cordelito. Se lo dio a Leopoldina, quien lo apretó fuertemente en su mano.
Al dejar a su amiga, la inglesa sentía una opresión en el pecho, una sensación de gravedad que no podía definir, el presentimiento de que su amiga del alma iba a sufrir
«una vida de vejámenes mayores de los que había sufrido hasta entonces, y en un estado de salud poco propicio para soportar un peso adicional».
70
Leopoldina estaba cada vez más hundida en la aflicción porque veía que el tiempo no arreglaba las cosas, como esperaba con tanto ardor. La influencia clandestina de la amante imperial se hacía sentir con pasmosa indecencia.
«Por amor de un monstruo seductor
—escribía a su hermana
— me veo reducida a un estado de esclavitud y totalmente olvidada de mi adorado Pedro.»
Dios tardaba demasiado en colocar a su marido sobre los raíles de una vida decente y la espera no sólo se hacía eterna, sino exasperante y angustiosa; era como una tortura del alma. La depresión de Leopoldina metamorfoseaba su físico y su carácter.
«No reconocerás a tu vieja Leopoldina en mí
—escribió a su hermana María Luisa—.
Mi naturaleza alegre y bromista se transformó en melancolía y misantropía
.
Solamente amo la lectura, pues los libros son los únicos amigos que la gente tiene aquí.»
El silencio y la abnegada resignación de Leopoldina, que muchos tomaban por la aceptación tácita de los desmanes de su marido, eran la expresión de un profundo desasosiego. Verse condenaba a la penuria mientras él se gastaba un dineral en Domitila le revolvía las entrañas. Toda la ciudad cotilleaba el altísimo precio del manto bordado que le había regalado para que se lo pusiese el día de su cumpleaños. Convencido de que el poder de un hombre se medía por la ostentación de la amante, no sólo la agasajaba con vestidos lujosos, joyas y hasta casas en el campo, sino que su familia también fue objeto de su generoso derroche. A la madre, que Pedro trataba de «vieja de mi corazón», le dio un sueldo vitalicio mayor que la mesada que recibía Leopoldina. Toda la familia disfrutó de prebendas. Era de conocimiento público que tras los nombramientos de los jefes provinciales y hasta de algunos obispos estaba la alargada mano de la concubina. Sin embargo, Domitila no lo hacía para asumir poder político. No era madame Pompadour, no tomaba partido en las disputas y rencillas políticas, no era ambiciosa en ese sentido. Era muy hermosa y le interesaba más su atuendo que los asuntos de Estado. Leal con sus amigos, no tenía pudor en conseguirles favores, promociones, títulos de parte del emperador, y eso bastó para granjearle la furia de sus enemigos, que alegaban que su presencia en la corte estaba corrompiendo el imperio, lo que por otra parte era cierto.
Leopoldina, minada por dentro, se veía obligada a asistir a toda esa decadencia sin poder realmente detener el proceso. Porque a pesar de que el pueblo rumoreaba sin cesar y bien alto sobre la vida del emperador, convencido de que era víctima de algo tan africano como un hechizo de magia sexual, nadie se atrevía a hacerle frente, excepto los adversarios que estaban en el exilio, como los hermanos Bonifacio. Desde lo alto del trono, la inmoralidad cínica era espectáculo que el país entero podía contemplar. El sentido de la moral pública había caído tan bajo que hasta Felicio, el ex marido zurrado por el emperador, se puso de nuevo en contacto con Domitila para obtener el ascenso a capitán. Y Pedro se lo concedió.
Domitila se enriquecía rápidamente jugando con el poder, y lo hacía a escasos metros de donde se encontraba la emperatriz porque pasaba los días en San Cristóbal. Desde su despacho de dama de honor, podía ver cómo progresaba la construcción de su palacete, regalo de Pedro. Él había escogido ese emplazamiento con la idea de verla con un catalejo desde su habitación y eventualmente mandarle mensajes con una linterna o por señas… La pequeña provinciana con cicatrices en los muslos de las cuchilladas que le había infligido su marido iba a residir como una de las más nobles damas del imperio. Pronto tendría criados de librea, salones con suelos de maderas nobles, paredes cubiertas de los más bellos tapices, muebles de jacaranda, porcelana de Limoges y lienzos de maestros europeos… Por lo pronto, su sola presencia y ascendiente sobre el emperador la convertían en un imán para todos los negociantes, generales, banqueros, artistas, ministros, diplomáticos u obispos a quienes podía cambiar la vida y que se inclinaban sumisos ante la inmoralidad del imperio. Decidida a no volver a la pobreza de donde había salido, a todo le ponía un precio: un favor, una recomendación, una gracia… Y todo el mundo lo sabía. Un día llegó su amigo Schichthorst, un mercenario alemán, acompañando a un capitán de navío francés que buscaba desbloquear un cargamento confiscado en la aduana. Al francés le pidió un
conto,
que era una cantidad considerable, sin darle garantía de éxito. Cuando Schichthorst abandonó el palacio, Plácido, el mayordomo, le alcanzó y le pidió que le acompañase a su cuarto. Allí le dio unos billetes en mano:
—Es costumbre de la casa pagar un cinco por ciento a los intermediarios de cualquier transacción.
Schichthorst estaba tan sorprendido como encantado. Plácido prosiguió:
—Su excelencia —dijo refiriéndose a Domitila— siempre tendrá mucho gusto en atenderle con semejantes negocios.
Domitila vendía sus favores a quienes los querían comprar con dinero y no veía nada malo en ello. Pronto, cualquier gestión comercial de cierto calado tenía que pasar por sus manos. Al emperador, su intensa pasión le cegaba tanto que ya ni siquiera se molestaba en disimular. Descuidaba completamente a Leopoldina, quien más que nunca vivía pendiente de la llegada de los barcos correo. Las cartas de sus hermanas o de José Bonifacio le proporcionaban una fugaz ilusión de felicidad, pero también se inquietaba cuando no recibía respuesta. «¿Qué estaría pasando en Portugal que don Juan no le escribía?», se preguntaba con ansiedad. Mantener una nutrida correspondencia era un remedio contra la nostalgia que volvía a atormentarla y que la invadía a medida que su marido se alejaba más y más de ella. Le quedaba el consuelo de sus hijos
—«que constituyen mi delicia»,
como decía— y de la naturaleza: se distraía manteniendo un pequeño jardín zoológico en la isla del Gobernador provisto de una interesante colección de animales que traía de sus paseos a caballo. Como Pedro ya no la acompañaba, Leopoldina salía sola o en compañía de algún fraile, y volvía con extraños trofeos: un pequeño caimán, pájaros bellísimos y plantas carnívoras. Si no se los quedaba, los enviaba al gabinete de Historia Natural de Viena o a su hermana, «para tus museos», con una nota donde glosaba
«el paraíso terrestre que es Brasil que se encuentra en el estado en el que el Todopoderoso expulsó a Adán y Eva del Edén».
Pedro también disfrutaba del monte, pero a su manera. Se iba de excursión con Domitila, vestida de amazona con tocado escocés ornamentado de una pluma. Se perdían en la parte alta del Corcovado, buscaban las cascadas que Pedro solía frecuentar con Noémie como queriendo recuperar los mejores momentos de su juventud, y allí se abandonaban el uno al otro con ternura de animales salvajes a la sombra de árboles gigantescos, entre lianas y raíces retorcidas como serpientes.
71
No todo era placer en la vida de Pedro. La convulsa existencia de la nueva nación exigía que estuviera muy alerta. Se había conseguido la independencia y proclamado la Constitución. Se daba cuenta de que no podía alargar más esta etapa en la que había gobernado de forma autocrática, de modo que convocó el primer Parlamento post-constitucional para mayo de 1826. Sin embargo, el sur resistía. Para cortar las alas a esos gauchos rebeldes, declaró la guerra a las provincias unidas del Río de La Plata. Ordenó bloquear el puerto de Buenos Aires e impedir así que los uruguayos se aprovisionasen. El plan de ataque preveía concentrar un ingente número de tropas brasileñas en el sur. Era una campaña militar que se anunciaba larga y de tal envergadura que precisaba asegurarse el apoyo del país. Necesitaba consenso.
Para conseguirlo emprendió viaje a Bahía, donde además había esclavos africanos liberados que atacaban impunemente a los colonos portugueses en nombre de la igualdad y la libertad, como en el Santo Domingo francés, donde los negros rebeldes masacraron a los blancos. Era urgente detener ese brote de violencia. Esta vez, como gran novedad, dando una vuelta de tuerca más, decidió viajar acompañado de Leopoldina y de Domitila.
Su comportamiento en el viaje provocó un aluvión de cotilleos y comidillas que animaron durante años, y hasta décadas, la vida de los brasileños, pero que en aquel momento eclipsaron su actividad política. Sin darse cuenta porque estaba cegado por la vanidad del poder, su conducta socavaba su prestigio y su capacidad de gobernar. Pedro se estaba convirtiendo en una parodia de sí mismo, en un espectáculo delirante que fomentaba en el pueblo jugosas habladurías y ácidas críticas. Antes de la partida aparecieron pasquines en los muros de Río atacándole. Incluso recibió cartas anónimas denunciando el escándalo que suponía llevar a la mujer sólo para servir de tapadera a la amante. Esta vez, Leopoldina, preocupada por su hija que tan sólo tenía siete años, abandonó su calma imperial cuya rigidez aparentemente insensible ofendía a Pedro, y se atrevió a protestar:
—Llevándonos a las dos estáis dando un mal ejemplo a Maria da Gloria. Es una niña muy viva que se da cuenta de todo…
Era tan raro que ella reaccionase así que Pedro, desprevenido, se quedó mudo unos segundos. Luego reaccionó:
—No hay nada de malo en que te acompañe tu dama principal.
«Esa mujer le hace perder el juicio», pensó Leopoldina, que optó por no discutir.
Pedro no cambió de planes, de manera que el 2 de febrero el emperador embarcó con su esposa, su hija Maria da Gloria, su amante, el Chalaza y setenta y ocho invitados en su navío favorito, el
Pedro I
, cuyas bodegas iban cargadas con ochocientos pollos, trescientos picantones, doscientos patos, cincuenta palomas, treinta capones, doscientas sesenta docenas de huevos, treinta corderos, mil naranjas y seiscientos limones… ¡Qué lejos quedaban los viajes espartanos a Minas Gerais o São Paulo, cuando dormía en el suelo y comía lo que le ofrecían por el camino! Qué diferencia entre ser un príncipe revolucionario y un emperador ensoberbecido…